“When one creates phantoms for oneself, one puts vampires into the world, and one must nourish these children of a voluntary nightmare with one's blood, one's life, one's intelligence, and one's reason, without ever satisfying them”
Eliphas Levi
Acabo de entrar a la página de Cinemex a ver si encontraba algo entretenido que me pudiera escapar a ver esta tarde. También mientras veía la página de Cinemex, bien multitask, planeaba detenidamente los orgasmos del 22 de diciembre (ver invitación en facebook). Mientras revisaba la página de Cinemex vi que en la parte de arriba siguen anunciando Crepúsculo. “¿Cómo es posible que siga en cartelera una película tan mala?”, pensé mientras mandaba un mensaje para no olvidar el tema orgásmico. Entonces recordé todo el proceso de la dichosa película y me reí mucho de mí misma.
Todo empezó hace bastantes meses, no recuerdo cuándo, que estaba en mi casita de ociosa navegando. Entré a una página gótica de algo y se desplegó una pantalla negra que tenía del lado derecho unas manos muy blancas sosteniendo una manzana muy roja. Me llamó la atención y la abrí para leer lo siguiente:
“Hay tres cosas de las que estoy completamente segura.
Primera, Edward es un vampiro.
Segunda, una parte de él se muere por beber mi sangre.
Y tercera, estoy total y perdidamente enamorada de él”.
La verdad es que ahí se me rompió el encanto, la contraportada me pareció poco inspiradora y supuse que sería una historia más de vampiros tipo Carlos Trejo pero con un toque muy femenino y bastante cursi que ya, de entrada, me estaba sacando urticaria. Pasó el tiempo y nunca me interesé por saber más sobre el libro. Un día fui a buscar a Asunción, mi querida Sensei y amiga, para invitarla a cenar. Llegué a su casa y como no conocía su nuevo depa vino el obligado tour de reconocimiento. En su recámara me llamó la atención la mesita de noche: entre otros libros estaba Crepúsculo. Pregunté por el libro y Asun me comentó que la tenía atrapada: “está muy bueno. Yo lo empecé a leer porque a mis hijas les encantó y yo ya estoy enamorada del vampiro”. Le comenté que al leer la contraportada me había desilusionado tremendamente y que, además, estando acostumbrada a los vampiros de Anne Rice, esta cosa pueril y cursilienta no me llamaba tanto la atención. Me lo recomendó ampliamente y entonces, teniendo ya una recomendación de un lector habitual, que además es licenciada en Literatura, el fin de semana siguiente corrí a la librería del Fondo de Cultura en la Condesa y me compré los tres primeros libros, Amanecer todavía no les llegaba. Esa misma noche llegué a mi casa y retiré con desesperación el plástico de Crepúsculo y comencé a leer. Era domingo y yo comencé como a las 8.00 pm. Decidí cerrarlo a las 2.00 am del lunes. En efecto, el libro me tenía atrapada. Atrapada por la simplicidad de la historia, por la naturalidad del lenguaje, por lo predecible que podría resultar una protagonista torpe e introvertida. A los pocos días estaba comenzando Eclipse, igual de atrapada que al principio. Le di a Nami Crepúsculo y lo recomendé con todas las chicas de la oficina. Al poco tiempo ya lo estaban leyendo Ale, Estela, Verónica y Carmen. Me sorprendió darme cuenta del magnetismo del protagonista, Edward, y más me sorprendió ver cómo iba generando reacciones extrañamente intensas en mis amigas: Nami estaba ya verdaderamente enamorada de Edward y se cuestionaba el amor como hasta ahora lo ha conocido; Estela, cuando comenzó a leer Crepúsculo, se preguntaba por qué Edward era malo con Bella y venía a mi lugar a preguntarme qué pasaba con Edward; Ale se indignaba tremendamente de que Bella dudara entre Edward y Jacob. En un par de meses me vi envuelta en una serie de polémicas entre mujeres adultas que peleaban intensamente por describir a Edward, por imaginar qué actor quedaría bien en su papel, y yo creo que hasta por imaginarse en brazos del vampiro DE 16 AÑOS. Esto era lo que me tenía sorprendida: estábamos inmersas y vueltas unas locas con una novela para chavitas de 16 a 20 años ¿¿¿¿Por???? No hay que negar que la autora de verdad se anotó un 10. Logró atrapar en las páginas de su libro a mujeres de 15 a 70 años, todas, absolutamente todas embebidas de amor adolescente, de amor sin límites. No cabe duda de que las mujeres, hasta las más amargueitors como yo, seguimos y seguiremos sucumbiendo ante los juramentos de amor eterno.
Cuando llegué al tercer libro, Luna Nueva, ya estaba un poco harta de amor pueril y adolescente. Ya me caía en el hígado la estúpida de Bella con su mal genio y con su rechazo violento a todo: no le gustan las fiestas, no le gustan los regalos, no le gusta que la gente la mire, no le gusta que Edward le preste tanta atención, no le gusta que Jacob la acose, no le gusta que Alice le organice la boda, no se quiere casar con Edward (pero no le importa que la convierta en vampiresa y pasar el resto de sus días con él. ¿Así o más incoherente la chavita?), no quiere nada de nada y todo el tercer libro es una gancho al hígado la pinche escuincla, y el otro, Edward, la tolera porque, extrañamente, está locamente enamorado de ella. ¿Por? Él es un vampiro de 100 años de edad, quien además quiere salvar su alma (si es que tiene) y entonces no la quiere convertir. PERO, está dispuesto a pasar su vida con ella. Yo me pregunto, ¿qué pasaría cuando Bella tuviera 40 años y Edward siguiera teniendo 16? ¿Juzgarían a Bella por estupro? ¿Edward seguiría teniendo ganas de hacerle el amor? (¡Ey! Los orgasmos son para el día 22 de diciembre, no lo olviden). En fin, la historia comenzaba a hartarme y ya tampoco era tan proactiva en las conversaciones en la oficina ni en la fijación de Nami por Edward, al final de cuentas, Edward también ya me estaba cayendo mal por ilógico. Lo malo es que ya me había comprado el cuarto libro: Breaking Dawn, y no quería desperdiciar $160.00 pesos. Cuando justo iba a empezar a leer Breaking Dawn se estaba estrenado la película. La película sí me daba emoción, como todas las películas basadas en libros. Me encanta ir a ver si el Director se imaginó lo mismo que yo y me encanta ver cómo se hizo la adaptación a cine. Prometí que llevaría a mis primitas al estreno. El viernes 22 de noviembre me dirigí a casa del tío Felipe a recoger a Gaby y a Anick para ver tan esperada película. Mis primitas son pequeñas ellas, son precisamente el target de los libros: 20 y 17 años. Anick había terminado de leer Crepúsculo ese mismo día y tenía la historia muy fresca. Yo recordaba muy bien la historia pero ya no recordaba qué pasaba en qué libro. Recordaba que estaba muy emocionada por ver a quién habían escogido para personificar a Alice, el personaje del libro con quien me sentía identificada, una vampiresa medio despistada que andaba por la vida caminando de puntitas, dando saltos de baile, organizando fiestas, comprándose ropa, queriendo hacer algo por las tremendas fachas en las que siempre se encontraba Bella y que tenía ciertas premoniciones que a veces no sabía cómo interpretar. Yo me siento Alice cada vez que trato de convencer a Nami de que se ponga el cinturón plateado en lugar del negro y cada vez que le brincoteo en la cabeza para que me haga caso de algo, lo que sea, y ella me contesta con algún tono de fastidio: “No Albita, no”. Entonces yo me regreso saltando a mi cuarto, en puntitas, conciente de que me ha mandado al cuerno por vigésima cuarta vez, pero con la certeza de que esa tarde, o al día siguiente, entrará a mi cuarto para decirme: “Esta bien Albita, vamos”.
Regresando a la premier. Mi prima Gaby ya se había aventado la película en la tarde y me afirmaba que la película había “superado todas sus expectativas”. Anick estaba segura de que Edward estaba guapo. Yo fui ya con bastante escepticismo. Eran las 10.30 pm. y mis primas no querían palomitas, así que ahí me encontraba yo, en Santa Fe (far away, beyond my lands) sin palomitas, dispuesta ver la película del libro que más me había entretenido en los últimos meses. Cuando salió Edward mi prima Anick me dijo: “¿No está guapísimo?”, “No, contesté indignada, no está guapísimo y se ve putísimo con la boca rosa”. Al poco rato Gaby me dijo: “¡Wow! Rosalie está súper guapa”. “No, volví a contestar, Rosalie debería ser alta y rubia, hermosa y grácil, la mujer más bella de la película. No una gorda odiosa con pelos pintados”. A media noche prendieron las luces y yo quería llorar. Claro que iba con dos primitas a quienes les vale un pepino si la película estaba buena no, a ellas lo único que les interesa es que Edward sí estaba guapo. La verdad es que es una película más que mediocre. La adaptación es mala. El casting es de terror: Edward de verdad parece gay; Carlisle está tan maquillado que parece mimo; Rosalie es gorda; Charlie, que debería ser serio y taciturno, hasta simpático resulta; Victoria no es esta pelirroja sensual y violenta sino mas bien una pelirrojita pecosa que hasta ternura inspira. La música es pésima, seguro no quisieron gastar ni un peso en música, lo cual además a mí me afecta particularmente, je je, y pusieron por ahí a un par de becarios a hacer el score. Es una película de bajo presupuesto con los efectos más mediocres que he visto. Hay una escena en particular en la que solté una carcajada muy estridente: cuando están jugando béisbol en el bosque y llegan los vampiros “malos” y quieren atacar a Bella y toda la familia de Edward se pone en guardia para protegerla. ¡No! ¿Cómo les explico que parecía un enfrentamiento de El Santo contra las Momias de Guanajuato? Malísimo de verdad muy muy malo. Espero que la autora haya cobrado una buena lana por la adaptación a cine porque seguro cuando vio la película le quiso dar un infarto al miocardio.
Salí del cine con mis primitas súper emocionadas y yo despotricando. Mientras ellas me decían que toda la película era maravillosa, yo pensaba en todos los errores de dirección, en la pésima adaptación, en una Bella con cara de idiota, en un Edward maquillado y con movimientos femeninos. Pensé que tal vez estaba exagerando un poco y que tenía que mantenerme en la línea de que siempre que uno lee primero el libro y luego ve la película, ésta siempre resulta ser desilusionante; pero entonces también pensaba que de no haber leído el libro la película me hubiera parecido igual de mala. Dejé a mis primitas en su casa y me comenzó a dar vueltas en la cabeza una idea trillada que seguro a todos se les ha ocurrido: entre más crece uno, entre más sabe uno de algo, más insatisfecho vive uno. Ya no se puede ir al cine con la misma inconciencia de antes, ¿no? Salvo que uno esté perfectamente seguro de que va a ir a ver un reverendo churro y aun así se disponga a comprar el boleto. En la mañana me desperté y mientras me lavaba los dientes Nami entró a mi cuarto y dijo: “¿Qué onda con la película tan mala?” Yo casi me atraganto con la pasta de dientes y la risa. “¿Verdad que sí?”, contesté emocionada. “Sí, ¡claro! Pinche película de bajo presupuesto”. Claro, pensé, es la edad.
La piel arrugada de lo cotidiano, cuando está colmada de sentido, llega a ser asombrosamente voluptuosa. (V. Woolf)
miércoles, 3 de diciembre de 2008
miércoles, 15 de octubre de 2008
La lluvia y El Cronopio
Las gotas de lluvia besan la tierra murmurándole:
"Somos tus pequeños que te añoramos madre, y volvemos a ti desde el cielo".
Rabindranath Tagore
Siempre me ha dado terror hacer maletas, además de que siempre he sido muy mala para hacerlas. Hace mucho tiempo, cuando estaba en la universidad, oí que era mejor viajar ligero de equipaje, precepto que apliqué durante muchos años. No obstante, en aquel entonces era fácil viajar ligero de equipaje, porque uno se iba de mochilero a todos lados y no le importaba nada de nada. Yo llegué a pasar 15 días en La Barrita (una playa desierta y virgen que se encuentra en el kilómetro 187 de la autopista Acapulco-Ixtapa) con un backpack, en el que, además de ropa, metía dos botellas de tinto y una toalla de playa. Cuando dejé atrás esa etapa, entré en la de María Felix: viajaba con 2 maletas y dos bolsas de mano y regresaba del viaje con más de la mitad de la ropa sin usar. Es evidente que a esta edad una ya no puede viajar con tres trapos y dos botellas de vino. Los lugares ya no son aquéllos a los que se puede entrar de chancla oaxaqueña y sin peinar. Ahora una debe llevar de menos dos cambios para cada día de las vacaciones: uno para pasear en las mañanas y otro para salir a cenar en las noches y tal vez un tercero para después ir a bailar. Esto sin contar con los 18 productos para embellecer: el contorno de ojos, el exfoliante, la crema de día, la de noche, los perfumes (dos aromas diferentes: para día y para noche), el shampoo, el tratamiento capilar, el pañito para lavar la cara, la piedrita para lavar los pies... En verdad viajar se empieza a complicar mucho a partir de los treinta, y mucho más si es un viaje de trabajo, en el que, además de lo antes mencionado, hay que cargar con los trajes sastre. En fin, volvamos al pánico de empacar.
Siempre que tengo que empacar logro engatusar a alguien que se vaya a mi casa, ya sea a hacer la maleta, o bien a hacerme el trago amargo un poco menos amargo. Como parte de mi engatusamiento ofrezco siempre cena y vino. Cuando me fui a Suecia Lore me hizo la maleta completa, no me faltó nada en Suecia. El año pasado que me fui a Buenos Aires, a Montevideo y finalmente a un congreso en Punta del Este, la Hormiga me ayudó a clasificar los cambios de ropa con agenda en mano: 2 trajes sastres para el congreso, un vestido para el cocktail de inauguración, otro para la cena de clausura, dos cambios de ropa para las cenas de honor... Y así, he aprendido a combinar entre la soltura y desfachatez universitaria y la sofisticación María Felix de los treinta y tantos. Ayer engatusé a Alec y a la Hormiga, otra vez. Me voy a Buenos Aires mañana en la tarde y me voy por varios días, en uno de esos viajes en los que necesitaré el atuendo cuco para cenar, la blusa sexy para salir, el pantalón de diario para pasear y los 50 accesorios que van con todo lo anterior. Así pues, la Hormiga y Alec se instalaron en mi cuarto, vino en mano y previa degustación de pizzas Domino’s, a ayudarme a hacer maleta. Fue así como, mientras contaba anécdotas de viajes y Alec me comentaba que no entendía por qué lo había requerido a él, quien no era precisamente el amigo gay para opinar sobre el atuendo cuco para la cena y la blusa sexy para el antro, recordé una anécdota maravillosa que, por falta de tiempo y desidia, no les había contado. Como nunca es tarde, les contaré lo que me sucedió en Xilitla en abril del año pasado.
El Cronopio y yo habíamos decidido hacer un viaje de una semana completa en el que nos pasaríamos el tiempo puebleando y conociendo lugares extraordinarios. Organizamos un viaje que comenzaba en Xilitla, pasaba por Real de Catorce y terminaba en Querétaro, en casa de su hermana, en total eran como siete días. Este sería un viaje más parecido a los viajes universitarios que a los sofisticados con miles de cambios de ropa. Por tal motivo, no convoqué ayuda y sólo engatusé a Nami, a quien no le queda de otra porque vive conmigo y pues es la cláusula trigésima octava del contrato de “mejores amigas”. Justo ese día habíamos invitado a Elka a tomar un vinito a la casa, así que la preparación de la maleta se llevó a cabo en medio de queso, pan y vino. Yo iba y venía de mi cuarto a la sala mientras les preguntaba a Elka y Nami qué me llevaba de ropa. Después de 2 botellas de vino, ni ellas me contestaban ni yo prestaba atención a las respuestas. Empaqué lo que pude y como pude: trajes de baño, un par de jeans, una pijama con la que me moría de frío, unas chanclas que se me rompieron en el viaje y dos pants. Al día siguiente me fui temprano, o tarde, no recuerdo.
Llegamos a nuestro primer destino: Xilitla. Después de pasear por el parque de sir Edward James y subirnos a todas la esculturas y tomar muchas fotos, cenamos en un lindo lugar y nos fuimos a dormir. Al día siguiente fuimos al Sótano de las Golondrinas, un lugar bellísimo en un pueblo que se llama Aquismón. Es una cueva, un abismo a la mitad de la nada con no sé cuántos metros subterráneos. Por las tardes, a partir de las 6.00 pm., comienzan a resguardarse ahí cientos de golondrinas y periquitos que llegan en parvadas y de pronto, en un brusco vuelo a pique, se sumergen hacia la cueva. Regresábamos de ese hermosísimo espectáculo y todo era bello: amábamos la naturaleza, estábamos agradecidos por haber presenciado aquello y todo era magia. Regresamos en la caja de una camioneta pick up, que tenía un techito mal puesto sobre unos soportes de metal oxidado y un asiento todo destartalado que nos hacía rebotar peor que reces, pero no importaba porque TODO era mágico, parecíamos drogados. En ese momento comenzó a diluviar. Al principio el diluvio era también obra de Dios y la naturaleza y agradecíamos y celebrábamos la lluvia, pero después de 20 minutos de viaje bajo el diluvio, tan fuerte que teníamos que gritar para escucharnos, parados y sosteniéndonos del techito oxidado, saltando para todos lados y muertos de frío, el diluvio comenzó a no ser tan atractivo y la naturaleza no tan benévola. Finalmente llegamos al hotel empapados de pies a cabeza y muertos de frío. En la recepción pregunté si tenían servicio de lavandería, como si me encontrara yo en el Sheraton o algo parecido, y evidentemente me mandaron mucho al carajo. De nada servía enojarme, aunque me acababa de quedar sin uno de los dos únicos jeans que llevaba y el viaje apenas comenzaba. “Bueno, es parte de la magia”, pensaba, y el siempre buen humor del Cronopio me alentaba a no enojarme: ya me pondría mis jeans sucios y lodosos y de, todas formas, él me veía linda, o al menos eso decía. Llegando a la habitación nos metimos a bañar. Yo intenté enjuagar los jeans y la playera para que de menos no estuvieran lodosos. Salí de bañarme y comencé a caminar por el cuarto, de pronto... me mojé los pies. ¿Por? ¿Qué pasa? Y comencé a darme cuenta de que el cuarto se había inundado completamente por la lluvia. La ventana del balcón no estaba bien sellada y por ahí había entrado agua. Busqué mi diminuta back pack universitaria y la levanté del suelo chorreando, mientras veía que la maleta del Cronopio estaba delicadamente subida en una mesita, totalmente seca. Comencé a sacar mi ropa absolutamente mojada y, mientras exprimía la pijamita que no me tapaba nada, pegaba de gritos y lanzaba improperios. El Cronopio, sereno como siempre, me preguntaba desde la regadera que qué me pasaba, y yo seguía gritando como loca.
Me amarré la toalla, era lo único seco que poseía en ese momento, y bajé hecha una pantera a la recepción. Argumenté que como la ventana del cuarto no estaba sellada de la parte de abajo, ellos eran responsables de toda mi ropa mojada y se las tenían que arreglar para que yo tuviera ropa seca. El tipo de la recepción me miraba con asombro y con cierto dejo de incredulidad, mientras yo seguía desviviéndome en argumentos retóricos para hacer valer mis violados derechos de huésped. Finalmente, dejé de gritonear y me subí al cuarto, en donde yacía el Cronopio con sus pants limpios y calientitos, tirado en la cama, fumando. Al entrar le provoqué un ataque de risa, mismo que hizo que mi furia aumentara. Le conté lo sucedido, vio toda mi ropa empapada, exprimida y extendida en todos los rincones del diminuto cuarto y mi tragedia le parecía muy cómica. ¡Claro que es muy cómica! Pero en ese momento ERA una tragedia y el Cronopio se reía de mí y me repetía acariciándome el pelo: “No te preocupes, Albititita, ahorita lo solucionamos, déjame terminar mi cigarro y lo solucionamos”. Debo aceptar que cuando el Cronopio dice “lo solucionamos” es porque lo va a solucionar y siempre lo soluciona. Así que se me relajé y me tiré en la cama... a seguir pensando en mi ropa mojada y, obvio, mal oliente. Tocaron a la puerta. No recuerdo si el Cronopio abrió o abrí yo con mi atuendo de toalla amarrada. La cosa es que, de pronto, de estar tirada en la cama tratando de relajarme, me encontraba en la puerta del cuarto, cubierta por el cuerpo del Cronopio que se interponía entre el hombre que tocó a la puerta y yo y que hacía ademán de detenerme para que no le saltara a la yugular al chico de la recepción, que me había dicho, muy quitado de la pena: “Usté es a la que se le mojó la ropa”. “Sí”, respondí muy enojada con mi toallita amarrada. “¡Ah!, y qué no era usté la que quería que se le secaran los jeans porque se mojó en la lluvia”. “Sí”, respondí sin saber a qué se debía este interrogatorio. “¡Ah! Y no será que usté solita mojó toda su ropa para que se la secáramos”.... ¡O sea! ¿Cómo? En este momento fue cuando el Cronopio tuvo que ponerse entre el hombre y yo, supongo que cuidado la vida del hombre. No recuerdo qué tantas cosas le dije al hombre, sólo recuerdo que finalmente se llevaron mi ropa y mi back pack, después de revisar detenidamente, y con mirada sospechosa, el hecho de que la maleta del Cronopio estuviera completamente seca.
El Cronopio me prestó una camiseta para dormir y al día siguiente me puse lo primero que se secó: unos pants delgaditos y una blusita. “Menos mal que, gracias a las botellitas de vino, empaqué pants a lo loco”. Me entregaron mi ropa, mal oliente pero seca. Me volví a enojar, quería empezar a gritar otra vez pero, una vez más, el estoico Cronopio me subió al coche y me metió una paleta en la boca. “Te van a boletinar en todo San Luis Potosí, Albititia, se reía, van a decir de ti: ‘Miren, ahí viene la señora que moja la ropa a propósito para que se la sequen’”, decía muerto de la risa. Manejábamos rumbo a Real de Catorce cuando retomé el tema de la ropa mojada y la lluvia. Le venía diciendo al Cronopio que a mí me gusta la lluvia para verla y para escucharla, desde una cabaña con chimenea y envuelta en una manta con un té caliente. Que no me gustaba mojarme y que incluso de niña me escapaba como podía de las guerritas de globos con agua. El Cronopio se reía cada vez más de mí. La carretera era muy linda y el Cronopio abrió el quemacocos para disfrutar el aire y el bosque. Al poco rato empezó a llover. El Cronopio no movía un dedo para cerrar el quemacocos y entonces lo quise cerrar yo, pero él lo abría, practicando su tan adorable pasatiempo: fastidiar gente neurótica, o sea, yo. En el pleito de abrir y cerrar el quemacoco, el Cronopio dijo entre risas: “No, Albititita, este debe ser tu viaje de aprendizaje y tolerancia. Tienes que aprender a mojarte y no encabronarte. Entre más te encabrones, más te vas a mojar”.
Besos y estrellas,
"Somos tus pequeños que te añoramos madre, y volvemos a ti desde el cielo".
Rabindranath Tagore
Siempre me ha dado terror hacer maletas, además de que siempre he sido muy mala para hacerlas. Hace mucho tiempo, cuando estaba en la universidad, oí que era mejor viajar ligero de equipaje, precepto que apliqué durante muchos años. No obstante, en aquel entonces era fácil viajar ligero de equipaje, porque uno se iba de mochilero a todos lados y no le importaba nada de nada. Yo llegué a pasar 15 días en La Barrita (una playa desierta y virgen que se encuentra en el kilómetro 187 de la autopista Acapulco-Ixtapa) con un backpack, en el que, además de ropa, metía dos botellas de tinto y una toalla de playa. Cuando dejé atrás esa etapa, entré en la de María Felix: viajaba con 2 maletas y dos bolsas de mano y regresaba del viaje con más de la mitad de la ropa sin usar. Es evidente que a esta edad una ya no puede viajar con tres trapos y dos botellas de vino. Los lugares ya no son aquéllos a los que se puede entrar de chancla oaxaqueña y sin peinar. Ahora una debe llevar de menos dos cambios para cada día de las vacaciones: uno para pasear en las mañanas y otro para salir a cenar en las noches y tal vez un tercero para después ir a bailar. Esto sin contar con los 18 productos para embellecer: el contorno de ojos, el exfoliante, la crema de día, la de noche, los perfumes (dos aromas diferentes: para día y para noche), el shampoo, el tratamiento capilar, el pañito para lavar la cara, la piedrita para lavar los pies... En verdad viajar se empieza a complicar mucho a partir de los treinta, y mucho más si es un viaje de trabajo, en el que, además de lo antes mencionado, hay que cargar con los trajes sastre. En fin, volvamos al pánico de empacar.
Siempre que tengo que empacar logro engatusar a alguien que se vaya a mi casa, ya sea a hacer la maleta, o bien a hacerme el trago amargo un poco menos amargo. Como parte de mi engatusamiento ofrezco siempre cena y vino. Cuando me fui a Suecia Lore me hizo la maleta completa, no me faltó nada en Suecia. El año pasado que me fui a Buenos Aires, a Montevideo y finalmente a un congreso en Punta del Este, la Hormiga me ayudó a clasificar los cambios de ropa con agenda en mano: 2 trajes sastres para el congreso, un vestido para el cocktail de inauguración, otro para la cena de clausura, dos cambios de ropa para las cenas de honor... Y así, he aprendido a combinar entre la soltura y desfachatez universitaria y la sofisticación María Felix de los treinta y tantos. Ayer engatusé a Alec y a la Hormiga, otra vez. Me voy a Buenos Aires mañana en la tarde y me voy por varios días, en uno de esos viajes en los que necesitaré el atuendo cuco para cenar, la blusa sexy para salir, el pantalón de diario para pasear y los 50 accesorios que van con todo lo anterior. Así pues, la Hormiga y Alec se instalaron en mi cuarto, vino en mano y previa degustación de pizzas Domino’s, a ayudarme a hacer maleta. Fue así como, mientras contaba anécdotas de viajes y Alec me comentaba que no entendía por qué lo había requerido a él, quien no era precisamente el amigo gay para opinar sobre el atuendo cuco para la cena y la blusa sexy para el antro, recordé una anécdota maravillosa que, por falta de tiempo y desidia, no les había contado. Como nunca es tarde, les contaré lo que me sucedió en Xilitla en abril del año pasado.
El Cronopio y yo habíamos decidido hacer un viaje de una semana completa en el que nos pasaríamos el tiempo puebleando y conociendo lugares extraordinarios. Organizamos un viaje que comenzaba en Xilitla, pasaba por Real de Catorce y terminaba en Querétaro, en casa de su hermana, en total eran como siete días. Este sería un viaje más parecido a los viajes universitarios que a los sofisticados con miles de cambios de ropa. Por tal motivo, no convoqué ayuda y sólo engatusé a Nami, a quien no le queda de otra porque vive conmigo y pues es la cláusula trigésima octava del contrato de “mejores amigas”. Justo ese día habíamos invitado a Elka a tomar un vinito a la casa, así que la preparación de la maleta se llevó a cabo en medio de queso, pan y vino. Yo iba y venía de mi cuarto a la sala mientras les preguntaba a Elka y Nami qué me llevaba de ropa. Después de 2 botellas de vino, ni ellas me contestaban ni yo prestaba atención a las respuestas. Empaqué lo que pude y como pude: trajes de baño, un par de jeans, una pijama con la que me moría de frío, unas chanclas que se me rompieron en el viaje y dos pants. Al día siguiente me fui temprano, o tarde, no recuerdo.
Llegamos a nuestro primer destino: Xilitla. Después de pasear por el parque de sir Edward James y subirnos a todas la esculturas y tomar muchas fotos, cenamos en un lindo lugar y nos fuimos a dormir. Al día siguiente fuimos al Sótano de las Golondrinas, un lugar bellísimo en un pueblo que se llama Aquismón. Es una cueva, un abismo a la mitad de la nada con no sé cuántos metros subterráneos. Por las tardes, a partir de las 6.00 pm., comienzan a resguardarse ahí cientos de golondrinas y periquitos que llegan en parvadas y de pronto, en un brusco vuelo a pique, se sumergen hacia la cueva. Regresábamos de ese hermosísimo espectáculo y todo era bello: amábamos la naturaleza, estábamos agradecidos por haber presenciado aquello y todo era magia. Regresamos en la caja de una camioneta pick up, que tenía un techito mal puesto sobre unos soportes de metal oxidado y un asiento todo destartalado que nos hacía rebotar peor que reces, pero no importaba porque TODO era mágico, parecíamos drogados. En ese momento comenzó a diluviar. Al principio el diluvio era también obra de Dios y la naturaleza y agradecíamos y celebrábamos la lluvia, pero después de 20 minutos de viaje bajo el diluvio, tan fuerte que teníamos que gritar para escucharnos, parados y sosteniéndonos del techito oxidado, saltando para todos lados y muertos de frío, el diluvio comenzó a no ser tan atractivo y la naturaleza no tan benévola. Finalmente llegamos al hotel empapados de pies a cabeza y muertos de frío. En la recepción pregunté si tenían servicio de lavandería, como si me encontrara yo en el Sheraton o algo parecido, y evidentemente me mandaron mucho al carajo. De nada servía enojarme, aunque me acababa de quedar sin uno de los dos únicos jeans que llevaba y el viaje apenas comenzaba. “Bueno, es parte de la magia”, pensaba, y el siempre buen humor del Cronopio me alentaba a no enojarme: ya me pondría mis jeans sucios y lodosos y de, todas formas, él me veía linda, o al menos eso decía. Llegando a la habitación nos metimos a bañar. Yo intenté enjuagar los jeans y la playera para que de menos no estuvieran lodosos. Salí de bañarme y comencé a caminar por el cuarto, de pronto... me mojé los pies. ¿Por? ¿Qué pasa? Y comencé a darme cuenta de que el cuarto se había inundado completamente por la lluvia. La ventana del balcón no estaba bien sellada y por ahí había entrado agua. Busqué mi diminuta back pack universitaria y la levanté del suelo chorreando, mientras veía que la maleta del Cronopio estaba delicadamente subida en una mesita, totalmente seca. Comencé a sacar mi ropa absolutamente mojada y, mientras exprimía la pijamita que no me tapaba nada, pegaba de gritos y lanzaba improperios. El Cronopio, sereno como siempre, me preguntaba desde la regadera que qué me pasaba, y yo seguía gritando como loca.
Me amarré la toalla, era lo único seco que poseía en ese momento, y bajé hecha una pantera a la recepción. Argumenté que como la ventana del cuarto no estaba sellada de la parte de abajo, ellos eran responsables de toda mi ropa mojada y se las tenían que arreglar para que yo tuviera ropa seca. El tipo de la recepción me miraba con asombro y con cierto dejo de incredulidad, mientras yo seguía desviviéndome en argumentos retóricos para hacer valer mis violados derechos de huésped. Finalmente, dejé de gritonear y me subí al cuarto, en donde yacía el Cronopio con sus pants limpios y calientitos, tirado en la cama, fumando. Al entrar le provoqué un ataque de risa, mismo que hizo que mi furia aumentara. Le conté lo sucedido, vio toda mi ropa empapada, exprimida y extendida en todos los rincones del diminuto cuarto y mi tragedia le parecía muy cómica. ¡Claro que es muy cómica! Pero en ese momento ERA una tragedia y el Cronopio se reía de mí y me repetía acariciándome el pelo: “No te preocupes, Albititita, ahorita lo solucionamos, déjame terminar mi cigarro y lo solucionamos”. Debo aceptar que cuando el Cronopio dice “lo solucionamos” es porque lo va a solucionar y siempre lo soluciona. Así que se me relajé y me tiré en la cama... a seguir pensando en mi ropa mojada y, obvio, mal oliente. Tocaron a la puerta. No recuerdo si el Cronopio abrió o abrí yo con mi atuendo de toalla amarrada. La cosa es que, de pronto, de estar tirada en la cama tratando de relajarme, me encontraba en la puerta del cuarto, cubierta por el cuerpo del Cronopio que se interponía entre el hombre que tocó a la puerta y yo y que hacía ademán de detenerme para que no le saltara a la yugular al chico de la recepción, que me había dicho, muy quitado de la pena: “Usté es a la que se le mojó la ropa”. “Sí”, respondí muy enojada con mi toallita amarrada. “¡Ah!, y qué no era usté la que quería que se le secaran los jeans porque se mojó en la lluvia”. “Sí”, respondí sin saber a qué se debía este interrogatorio. “¡Ah! Y no será que usté solita mojó toda su ropa para que se la secáramos”.... ¡O sea! ¿Cómo? En este momento fue cuando el Cronopio tuvo que ponerse entre el hombre y yo, supongo que cuidado la vida del hombre. No recuerdo qué tantas cosas le dije al hombre, sólo recuerdo que finalmente se llevaron mi ropa y mi back pack, después de revisar detenidamente, y con mirada sospechosa, el hecho de que la maleta del Cronopio estuviera completamente seca.
El Cronopio me prestó una camiseta para dormir y al día siguiente me puse lo primero que se secó: unos pants delgaditos y una blusita. “Menos mal que, gracias a las botellitas de vino, empaqué pants a lo loco”. Me entregaron mi ropa, mal oliente pero seca. Me volví a enojar, quería empezar a gritar otra vez pero, una vez más, el estoico Cronopio me subió al coche y me metió una paleta en la boca. “Te van a boletinar en todo San Luis Potosí, Albititia, se reía, van a decir de ti: ‘Miren, ahí viene la señora que moja la ropa a propósito para que se la sequen’”, decía muerto de la risa. Manejábamos rumbo a Real de Catorce cuando retomé el tema de la ropa mojada y la lluvia. Le venía diciendo al Cronopio que a mí me gusta la lluvia para verla y para escucharla, desde una cabaña con chimenea y envuelta en una manta con un té caliente. Que no me gustaba mojarme y que incluso de niña me escapaba como podía de las guerritas de globos con agua. El Cronopio se reía cada vez más de mí. La carretera era muy linda y el Cronopio abrió el quemacocos para disfrutar el aire y el bosque. Al poco rato empezó a llover. El Cronopio no movía un dedo para cerrar el quemacocos y entonces lo quise cerrar yo, pero él lo abría, practicando su tan adorable pasatiempo: fastidiar gente neurótica, o sea, yo. En el pleito de abrir y cerrar el quemacoco, el Cronopio dijo entre risas: “No, Albititita, este debe ser tu viaje de aprendizaje y tolerancia. Tienes que aprender a mojarte y no encabronarte. Entre más te encabrones, más te vas a mojar”.
Besos y estrellas,
miércoles, 23 de abril de 2008
El erizo y yo somos uno mismo
"En calma el mar no creas, por sereno que lo veas”
(Anónimo)
Hace tiempo que quería contarles el acercamiento con el erizo, pero regresé de vacaciones y mi mail se desbordaba, al igual que mi escritorio y las llamadas pendientes. Ahora estoy un poco como “de pinta intelectual”, mi correo sigue desbordándose y mi escritorio está peor, porque ayer me entró la neurosis y decidí ponerme a archivar todos los papeles que nunca sé dónde guardar, razón por la cual llevaban unos seis meses en mi escritorio. En este momento siguen en mi escritorio, sin lugar, pero ahora están todos desperdigados y además hay folders, etiquetas, engrapadoras, diurex, tijeras y todos los menesteres necesarios para archivar. No obstante mi buena voluntad de archivar, esta mañana que llegué a mi oficina me encontré con que mis creativos están escuchando, a todo volumen, el próximo disco de La Quinta Estación. Como a mí se me dificulta mucho trabajar con ruido, mmm, perdón, música, decidí que me iría de “pinta intelectual”. O sea, no trabajo hasta que terminen de escuchar el disco. Así pues, mi escritorio seguirá en ese estado de desorden hasta que la voz de Natalia deje de sonar en la oficina. Entonces decidí que era el momento de contar la historia del erizo, aunque ahora tal vez ya no me parezca tan simpática como en las vacaciones. De cualquier forma, aquí va el relato de lo que he titulado: “El erizo y yo somos uno mismo, uh oh uh oh” (¡y bueno!, no me pidan mucho, tanto trabajar aquí ya me volví Totalmente Palacio ¡hasta para poner títulos!)
Resulta que en semana santa me fui de vacaciones a la playa, y a las ruinas y a Mérida y a no sé qué tantos lugares. Me confabulé con mi amiga Ale (amiguita de la oficina, para quienes no la conocen) para planear unas vacaciones, planeación que había comenzando en Egipto, de hecho. Ya estábamos armando un “paquete” para irnos a Egipto y yo ya estaba por entregar mis finanzas a Ale (que es rete ordenada con la lana y siempre tiene dinero) para ahorrar e ir a visitar LA única maravilla del mundo antiguo que sigue en pie. Cuando nos mandaron el itinerario y vimos que eran 9 días hábiles, nos dimos cuenta que era prácticamente imposible ausentarnos tantos días de la oficina, ambas, por lo que declinamos dicho plan y nos concentramos en organizar algo más factible y más cercano. Así fue como del sueño guajiro de Egipto terminamos en Cancún, pequeña diferencia. Se nos ocurrió contratar uno de esos tours en los que te traen en chinga todo el viaje. Diario nos levantábamos entre 6.30 y 7.30 am para que nos diera tiempo de desayunar y luego treparnos a un camioncito que nos llevaba a diez lugares por día, con guías sumamente interesantes que nos explicaban cosas importantísimas sobre los lugares visitados (favor de leer lo siguiente con tono de Boxito, ¡bomba!): “Del lado derecho se encuentra la Comercial Mexicana. Ahí podrán ver el pelícano que es el símbolo de la Comercial. Esta Comercial es conocida como ‘Comercial Terrazas’ porque... tiene terrazas. Ahí pueden encontrar de todo: jabón, frutas...” ¡SE LOS JURO DE VERDAD! Nuestro maravilloso guía comenzó a enumerar las cosas que se podían comprar en el súper. Miren que tener que ir hasta Mérida para que alguien me proporcionara información tan valiosa y tan desconocida para mí.
Sigamos con el erizo. Sólo teníamos un par de días libres en todo el tour. El tour empezó en Cozumel y ahí tuvimos el primero. A sabiendas que no tendríamos muchos, decidimos quedarnos ese día en el hotel a gozar del mar, el sol y la playa prácticamente inexistente: el mar comenzaba directamente en los cimientos del hotel, literalmente. No había forma de caminar rumbo al mar, mojarse los piecitos y jugar con las olas. No, el asunto era mucho más radical: te aventabas al agua o de plano no tocabas el mar. Las aguas cristalinas del Caribe Mexicano invitaban al snorkel, y, yo tan intrépida, apoyé la moción de ir a rentar el equipo y aventarnos al mar que tan tranquilito se veía. Rentamos las aletas, los visores y, como excelentes nadadores que somos, no rentamos chaleco salvavidas. El mar comenzaba, como se los he dicho, al borde del hotel. Es decir, uno caminaba un par de pasos desde la alberca y había unas tres escaleras que bajaban directo al mar. En el último escalón había una de esas escaleritas metálicas de alberca, cuyos peldaños, al estar sumergidos en el mar, estaban evidentemente cubiertos de moho y algas, lo cual hacía la escalera un lugar no atractivo para posar los piecitos. Al lado de la escalera mohosa habían muchas rocas. Yo, gran conocedora de la flora y fauna acuática, advertí a mis acompañantes de la enorme posibilidad de que en las rocas hubiera erizos, y de lo doloroso que podría resultar un piquete de tan lindo animalito, de tal suerte que mi sugerencia era permanecer alejados de las rocas. Finalmente nos metimos al agua a ver pececitos de colores. El mar estaba tranquilo, sin oleaje. No obstante, la ligera corriente lograba que la ausencia del chaleco salvavidas comenzara a sentirse. El novio de Ale fue el único que no se consideró acuaman y tenía su chalequito, mientras que Ale, Felipe y yo nos cansábamos cada vez más tratando de flotar. Las aletas pesaban y decidimos que era mejor quitárnoslas para flotar mejor. Fuimos a botar las aletas a las escaleras, cerca de las rocas. Estando ahí, noté que mi visor se empañaba y me instalé en la terca labor de limpiarlo, justo al lado de las rocas. En el momento en que yo tenía mis dos manos ocupadas en limpiar el visor, y mis pies desprovistos de aletas, se dejaron venir las únicas cuatro olas extraviadas de aquel maravilloso mar, mismas que decidieron jugar un rato conmigo y mis manos ocupadas.
La primera me dio un ligero aventón contra la escalera mohosa, misma que yo no iba a tocar ni borracha y modorra, antes perder la vida que la pulcritud. Ante mi negativa de sujetar la escalera, la siguiente ola volvió a darme un empujoncito juguetón como diciendo: “anda, anda, dale un abracito a la escalera, tan solita ella”. Y yo, volví a negarme, negación que realizaba únicamente con mis pies desnudos, porque mi labor era limpiar el visor. Finalmente, el mar decidió dejarse de arrumacos sutiles y me lanzó un buen empujón hacia la mugrosa escalera. Esta vez no iba a poder esquivar el moho y ante la incertidumbre de la que era presa mi mente (¿el moho o las rocas?) decidí desviarme hacia las rocas, en donde, ¿qué creen que hay? ERIZOS. Bastó un roce de mi pie para que el erizo se sintiera agredido, por mí que soy tan pacifista, ¡caray! ¿Por qué la agresión a ese punto? Me preguntaba en el segundo mismo en que sentí el tremendo dolor en el pie. Supongo que el erizo, con su diminuto cerebro de erizo, no entiende que la fortaleza de los intelectuales es el diálogo, no la agresión. Cuando me recuperé del juego maldoso de las olas, nadé para alejarme de las rocas y de la escalera culpable de mi desgracia. Con el visor en la mano y sin chaleco salvavidas, tomaba mi pie para sacarlo del agua lo suficiente para ver qué había pasado, la cosa es que cuando lograba sacar el pie, mi cabeza se hundía y se me metía el agua a la nariz. Volvía a sacar la cabeza, estornudaba y me volvía a agarrar el pie. Esta operación la repetí unas cuatro veces, hasta que entendí que sería imposible lograr un diagnóstico adecuado de mi pie si continuaba dentro del agua. Nadé a la orilla, y no me quedó otra que subir por la escalera que tanto había evitado. Ya afuera, vi mi pie sangrando y tres puntos negros que, según yo, eran las espinas del erizo clavadas en mi pie. Procedí a hacer lo que me dictó la lógica: presionar los puntos negros hacia fuera, como quien quiere sacar una astilla. Mucha gente me empezó a dar consejos: que me hiciera pipí (¡qué gente tan rara! Eso es para las aguamalas y ahora resulta que todo lo quieren solucionar con pipí), que me pusiera vinagre, que pusiera el pie en agua caliente. Yo lo que necesitaba era un médico, no remedios caseros. Me dirigí al lobby a buscar al médico del hotel, que obvio debería de estar en su oficina trabajando en domingo de semana santa.
Por supuesto no había doctor, pero el señor de la recepción ofreció localizarlo por teléfono. Mientras, yo estaba en bikini, toda mojada y con el pie sangrando en el lobby del hotel. La gente que seguía pasando a mi lado volvía a hacerme las mismas recomendaciones: agua caliente, vinagre o pipí. ¿Qué parte no entienden de que yo lo que tengo que hacer es sacarme las espinas del pie?, me preguntaba viendo a los ojos a la gente con cara de: “o sea, ¿¿de verdad piensas que con eso se me van a salir estas pinches espinas???” Hasta que no me aguanté más y se lo exterioricé al titular de la recomendación número vigésima segunda. Ante esto, él contestó muy seguro: “Es que ésas no son espinas. Esas se van a ir disolviendo poco a poco”. “Ah, ajá, perfecto. Ahora resulta que yo estoy tarada y no sé que los erizos TIENEN ESPINAS”. Obvio hice caso omiso del ignorante ese que me aseguraba que lo que yo tenía dentro no eran espinas de erizo. Finalmente Felipe tuvo en el teléfono al doctor, con quien yo no quería hablar porque ya estaba de por sí bastante contrariada, mojada y semi encuerada en un lobby por el que circulaba mucha gente. ¡Ah! y, para colmo, con la panza de fuera, ya que tanta contrariedad me distraía de esta tarea que tan bien nos sale a las mujeres de estar constantemente “metiendo la panza”. O sea que, por si fuera poco, gorda, ¿no?
“¿Quieres que te pase al doctor?”, me pregunta Felipe con ojitos de preocupación. “NO”, fue mi monosilábica y contundente respuesta. Entonces Felipe le contó al doctor la triste historia del piquete de erizo. Después de escucharlo, Felipe me cuenta:
F:“¡Ah!, dice que no pasa nada”
Yo: “¿Qué? ¿Cómo que no pasa nada? Tengo la chingada espina ahí metida.”
F: (al teléfono) “¿Que cómo que no pasa nada si tiene las ... espinas en el pie?”
.... silencio
F: “Que no, que no pasa nada. Que si quieres ir a consulta vayas, pero que no pasa nada, que ésas no son las espinas y que se te van a ir disolviendo solitas”.
Yo: (No manches, el doctor también es imbécil) “¿Cómo que ésas no son las espinas? Entonces ¿qué hago?, ¿me tomo algo o qué?”
F: (al teléfono) “¿Que qué se puede tomar?”
... silencio
F: “Que te tomes lo que quieras, o que no te tomes nada, o que vayas a consulta si quieres pero que no tienes nada, no te pasa nada y eso se va a disolver solito”.
En el inter, David, el novio de Ale, estaba hincado en el suelo del lobby, también mojado y semi encuerado, y con panza de fuera y todo, aunque creo que eso a él no le importaba tanto, y observaba detenidamente mi pie. “Es que, Alba, no creo que sean las espinas” (¡chale con esta gente! ¿¿¿¿¿¿¿CÓMO NO VAN A SER LAS ESPINAS CARAJO SI LAS ESTOY VIENDO Y ME ESTÁN DOLIENDO??????) “No, David, claro que son las espinas”, contesté con cariño porque pues al David si lo quiero, no era los dieciocho meseros que pasaron insistiendo en que Felipe se hiciera pipí sobre mi pie. Entonces le dije a Felipe que subiría al cuarto a llamar a mi tío Felipe (que sí es médico) y que él me diría qué hacer. Subimos todos al cuarto y, mientras yo hablaba con el tío Felipe, el otro Felipe se dedicaba a torturarme sumergiendo mi pie en una hielera con agua caliente. El tío Felipe me dijo que no sabía mucho de erizos ni de piquetes de erizos, pero que le quedaba claro que me tenían que sacar las espinas porque sino luego hacían unos abscesos tremendos. Miré al Felipe torturador con cara de “¿ya ves? El otro médico era un inepto y un negligente, mi pobre pie se engangrenaría si yo le hacía caso a un doctor tan poco preparado”. El tío Felipe me dio los teléfonos de unos médicos que viven en Cancún para que fuera a consulta con alguno de ellos, PERO al parecer los médicos son todos una bola de negligentes que se les ocurre irse de vacaciones en semana santa.
Como no encontré a los médicos recomendados por el tío Felipe, le dije al otro Felipe que yo me iba a sacar las espinas como pudiera, que por favor me mandara pedir a recepción uno de esos costureritos que traen dos botones y un par de agujas, que consiguiera un par de curitas y un encendedor para esterilizar la aguja. Yo era muy docta en la extirpación de espinas, como se podrán dar cuenta, igual de docta como para saber que en las piedras puede haber erizos y, por ende, acercarme directamente a ellas. Saqué el pie de la tortura caliente y David comentó: “¿Ves? Ya se te está quitando”. Mmmm... Ok. Tenía un punto, en realidad las tres espinas estaban empezando a disolverse y ahora se veían como tres moretones negros con un puntito en medio. Comencé a dudar un poco sobre la “negligencia” del doctor vía telefónica y examinaba detenidamente el pie, junto con David. Felipe estaba buscando los elementos necesarios para la cirugía menor que yo iba a practicar en mi pie. Entonces David me explicaba cómo y por qué a él le parecía lógica la explicación de los “lugareños”. Empecé a dudar. Recordé lo que había dicho el tío Felipe “yo no soy especialista en erizos, gordita”. Entonces, alguien debe ser especialista en erizos, ¿no? (Sí, por supuesto, EL doctor del hotel que habló por teléfono con Felipe y que desde un principio le dijo que no pasaba nada). No obstante, yo quería una opinión de alguien que, a mi parecer, supiera de erizos. Entonces le llamé a tío Beto, que es nutriólogo, y pues seguro algo tiene que saber de erizos, yo sé que en la carrera de nutrición llevan un semestre de erizología. Pues el tío Beto, negligente como todos, de vacaciones también. En lo que continuaba pensando a quien llamar, las para estas alturas manchas, ya no espinas, realmente estaban desapareciendo. De pronto, me llegó la iluminación: el papá de Nami seguro sabe de erizos. ¿Por qué? Pues porque es médico (proctólogo, médicos con amplia experiencia en el campo de la erizología); es japonés (nació en México y creo que nunca ha pisado Japón) y en Japón hay mar, y seguro erizos; es acupunturista, o sea que sabe de agujas (que son como las primas hermanas de las espinas de los erizos) y, por último, conoce de medicina alternativa, así que si no me sacaba las “manchas”, seguro me recetaba un mantra para que me tranquilizara. ¡Ah! Se me olvidaba, mientras, Felipe me toma fotos ¿?
Con todo este sesudo razonamiento por delante, le llamé al papá de Nami, Mr. Miyaghi, pa los cuates. La verdad es que cada vez que cuento mi razonamiento, por supuesto que la gente se ríe de mí, incluyendo al papá de Nami. PERO, él fue el único que me explicó qué pasaba, qué podía pasar, por qué no eran las espinas sino un recubrimiento que tienen las espinas (que es como un arma blanca que usan los erizos antes de soltar completamente toda su agresividad contra el sujeto pasivo, o sea, yo), por qué se iban a disolver y cómo y, como método preventivo, me dijo que me tomara un dolac por si las dudas. También me recomendó preguntar a los lugareños qué hacer, “a veces esa gente, que ve esto a diario, tienen remedios caseros como vinagre para quitar los síntomas”. (¡Ah!, sí, claro, me lo dijeron dieciocho meseros y un doctor).
Finalmente bajé del cuarto, con el pie hinchado pero las manchas a punto de desaparecer. Me tiré un rato al sol al lado de Ale, mientras me ponía vinagre en los piquetes, y Felipe y David se fueron por el mejor remedio casero: unos vodkitas con jugo de arándano. Le mandé un mensajito a mi madre para advertirle sobre el piquete de erizo, ya que para obtener el celular del tío Beto, le llamé a la tía Alicia y le conté la aventura. Así que supuse: mi tía se lo comentaría a mi madre y mi madre, como buena madre, tomaría un avión a Cozumel para cuidar a su hijita y se encargaría de contratar un asesino a sueldo para matar al erizo, porque ella al mar no le entra, sino, lo mataría ella misma, me queda clarísimo. Entonces, para evitar asesinatos a mano armada de la pobre fauna marina, mejor le informé lo siguiente: “Ma, me picó un chingado erizo. Estoy bien”. A lo que mi madre contestó: “Mi vida, TE DIJE QUE TE CUIDARAS”, mensaje que provocó muchas carcajadas de Ale y mías.
Al poco rato, un par de horas después, mi pie estaba como nuevo. El mar volvía a estar tranquilo y el equipo de snorkel estaba ahí tirado, junto a nosotros. Así que, tomamos los visores, las aletas, UNOS CHALECOS SALVAVIDAS, y nos dispusimos a entrar al agua otra vez. Mientras me ponía las aletas en mi pie medio hinchado todavía, pasó un gringo y preguntó por mi pie (cosa que sucedió toda la tarde y al día siguiente. La gente me veía pasar e inquiría por la salud de mi pie, hasta una niña de unos 6 años preguntó por mi pie. Supongo que la gente decía: “Mira, ahí va la señora panzona a quien picó el erizo”). Después de contestarle al gringo que mi pie estaba recuperándose y enseñarle que ya casi no se notaba, me preguntó: “Y... ¿de verdad te vas a volver a meter?”, a lo que contesté: “Oh, yeah! We are friends, the urchin and I”... O bien “El erizo y yo somos uno mismo... uh oh uh uh oh”
miércoles, 12 de marzo de 2008
Extravagancia
“El traje denota muchas veces al hombre”
Shakespeare
Agradezco enormemente los buenos comentarios que he recibido sobre mi moquienta asistencia al Congreso. También hago hincapié en que los eventos con alfombra roja me gustan mucho, lástima que estoy vetada para gozar de invitación, sobre todo porque sólo en ellos puedo lucir mis escandalosas ropas, que compro muy a pesar de ser abogada y de tener conciente el hecho de que eso debe llevarme a usar trajes sastres de colores oscuros. La última vez que me llevaron a un evento de alfombra roja, usé unas botas rosas de gamuza que lucen unas estrellas color fiusha a los lados y un peluche igual de rosado alrededor de la bota, en la pantorrilla. Las botas van a acompañadas de una chamarra de piel de conejo, igual de rosa, y una bolsa, muy rosa, también de peluche. Yo simplemente soy muy feliz de rosa, pero ese no es el punto. El punto es que mi amigo Ro no me invita a los eventos de alfombra roja y yo simplemente me lamento de ese suceso, no por otra cosa sino porque pierdo oportunidad de usar las botas rosas. Ahora que lo recuerdo, en diciembre pasado ocurrió un suceso muy simpático relacionado con mi atuendo escandaloso y, aunque ese tampoco era el punto, voy a referírselos sólo para que se enteren de que ahora soy discreta.
Resulta que era mediados de diciembre y yo me encontraba con un millón de compromisos, con y sin alfombras rojas. Como siempre he gustado de ser ajonjolí de todos los moles, me las ingeniaba para asistir de menos a dos de los compromisos del día. Así pues, ese día tuve una comida y en la noche una posada en casa de mi amiga Isabel. Como es de suponerse, la comida era en Altavista y la posada en Satélite, así tienen que ser las cosas para ponerle sabor a la época decembrina. A sabiendas de que la posada sería en el jardín y de que corría el riesgo de congelarme, pasé a mi casa a cambiar mi sexy blusita por un suéter de cuello de tortuga y una chamarra. Aproveché para pasar a cenar unos taquitos en lo que esperaba a la Cristy. Cristy llegó y yo procedí a mostrarle mi casa. Cristy vive en España y hace mucho tiempo que no le enseñaba mi casa: los nuevos baños, la puerta pintada por la tía Karima, la gata salvaje pintada por Gwenn-älle, el piso nuevo, la alfombra, las piedras de río en los pisos de los baños... De ahí nos fuimos al súper por el tequila y los dulces que me había tocado llevar a la posada. Cuando me di cuenta que llevábamos casi tres horas de retraso, y yo llevaba los dulces para la piñata, le llamé a Isabel para comentarle que ya íbamos para allá. Isabel me dijo que me apurara mucho porque ahí había una “personita” que tenía muchas ganas de verme y que sólo se estaba esperando para verme. Ante tal amenaza, Cristy y yo aceleramos el paso y montamos en la rauda y veloz Mafalda (mi coche, mismo que nunca manejo a más de 80 km/hr ¡Qué veloz es ella!). Por fin llegamos a casa de Isabel, casi tres horas después, y la “personita” era una chica que se llama Erika, misma de la cual yo sólo recordaba vagamente el nombre. Cuando me vio, me abrazó mostrando una sincera emoción, mientras yo escudriñaba los recuerdos de mi adolescencia para ubicar su cara, su nombre, su timbre de voz, ALGO CARAY, que me llevara a mostrar la misma emoción. Al no encontrar nada, me limité a contestar: “¡Ay! ¡Qué gusto!” Y ella procedió a hacer el siguiente comentario: “¡NO!, pero, ¡no puede ser! ¿Qué te pasó? ¿Qué le pasó a tu ropa? ¡Estás muy seria! Si eras mi ídolo por vestirte como te vestías”. Yo traía unos jeans, un suéter azul celeste y una chamarra de piel color hueso, corta, ceñida, con cuello de conejo, atuendo que no se me hacía del todo discreto. Es más, cuando me pongo esa chamarrita para venir a la oficina, me dicen que parezco Bratz. Yo seguía intrigada, pero ahora por dos cosas: ¿quién era esa chica? Y ¿De qué ropa estaba hablando?
Nos sentamos a degustar un ponche con ron y ella continuaba preguntándome por mi atuendo y hacía mucho hincapié en que me había vuelto una persona muy seria. Se volvía a mirar al marido y le decía: “Mi amor, es que deberías haber visto cómo se vestía. ¡Tenía unas mallas negras son símbolos de amor y paz en blanco, y se las ponía con unos shorts de mezclilla!” “Ah, claro, pensaba, ¿cómo olvidarme de esas mallas?” Aunque confieso que mi mente las tenía sepultadas en lo más recóndito de mi subconsciente, al ladito que la identidad de la chica esta que se acordaba tan bien de mí. Y volvía a preguntarme “Pero, ¡¿por qué tanta seriedad?!” Pregunta ante la cual yo sólo podía ingerir más ponche y responder: “Es que me hice abogada”, pero en el fondo pensaba, y soy la abogada más rebelde en el vestir que pueda existir sobre la faz del planeta. “¿Y el abrigo largo de pelos?” Preguntó. Ante tal pregunta, Cristy casi escupe el ponche y soltó una carcajada de antología. Volteó a verme y me dijo muy divertida: “¡Claro güey!, un pinche abrigo horrible que tenías de piel de oveja con pelos en todos lados”. “Bueno, era muy calientito”, respondí indignada. ¡Tan lindo que era mi abrigo! Es más, ¡es herencia de mi madre! Mi padre se lo trajo de París, para que después ella, mi madre, se lo prestara a una novia de él, mi padre, para que se fueran a París y ella, la novia, no se muriera de frío. ¿Lo ven? Mi locura es genética.
Más tarde, llegó Isabel a la mesa y Cristy, ni tarda ni perezosa, le dijo: “¿Te acuerdas del abrigo horrible de esta vieja? Uno que estaba lleno de pelos” E Isabel, soltando otra carcajada igual de estridente que la de Cristy, contestó: “¡NO! ¿¡Qué tal las botas de Pretty Woman!?” Todos rieron. “Claro, pensé, hermosas mis botas de Pretty Woman, ¿qué tienen contra esa botas? Ahora tengo unas de pelos rosas, ¡mucho más bonitas!” Y así, de pronto, en un instante, la mesa compuesta de 6 personas, todos ex liceos, hablaban de mis atuendos “exóticos” y lo curioso era que los recordaban mejor que yo. Me divertí mucho recordando las mallas, no sólo tenía ésas, también tenía unas sicodélicas, de mil colores, que me ponía también con shorts, pero rotos de atrás, para que se vieran mejor las mallas. Luego recordé la época hippie, que también me dio, y recordé una falda larga color hueso a la que le cosí campanitas en la parte de abajo, y la usaba orgullosa entonado el coro de Ojalá.
Después de una hora de conversación, recordé a Erika y, con mi natural espontaneidad le dije: “¡Claro! Ya me acordé perfecto de ti, pero es que en el liceo pesabas 10 kilos más”. Este comentario a mí me pareció un piropo, básicamente le estaba diciendo que ahora era muy delgada, pero, al parecer, el resto de los ex liceos no pensó lo mismo y entonces TODOS volvieron a reír diciendo: “hay cosas que nunca cambian, ¡qué onda con tu tacto de elefante!”. Entonces volví a no entender nada. Si a mí alguien me dijera, “oye, no te reconocí porque pesas 10 kilos menos que antes”, no ¡bueno!, lo invito a comer en ese momento a donde él/ella quiera. Aunque, supongo que es algo que nadie podría decirme ya que peso exactamente 7 kilos más de cuando salí del liceo. Y aun así, cuando me ven y me dicen que he “embarnecido”, “que estoy repuestita” o los más osados “que qué onda con el crecimiento desmedido de mis atributos”, en lugar de enojarme o “sentirme” o pensar “¡ay, pero qué mal comentario de este(a) insurrecto(a)”, me provoca mucha gracia. Comento automáticamente que trato de seguir miles de dietas pero que la gula siempre puede más que yo y que mis 7 kilos son el producto de los buenos restaurantes, o los buenos puestos de sopes y quecas, a los que suelo asistir con mucha frecuencia... me atrevo a decir que con más frecuencia de la que mi querido amigo Ro pisa las alfombras rojas, con toda su sofisticación por delante.
Así las cosas, amigos, en realidad yo les iba a hacer un tratado sobre los nuevos 7 pecados capitales, cosa que me provoca mucha gracia últimamente, he seguido la noticia con mucha atención, pero ni modo, así es una de dispersa. Luego entonces, les comento que, por más que me considere yo misma una insurrecta por llevar botas rosas, botas floreadas, palitos chinos en la cabeza cuando me pongo mi blusa china, minifaldas, etc., antaño fui más rebelde (porque no seguía a los demás eh!) porque me ponía botas de charol arriba de la rodilla. PERO, eso me hizo ser “el ídolo” de alguien que SEGURAMENTE pensaba: “¡Dios mío! ¡¿Cómo se atreve a salir así a la calle?!” Y yo contesto: “¿Cómo es que mis pobres amigas pudieron (y pueden todavía, Nami se ataca cuando me ve las botas rosas) sacarme a pasear con esos atuendos?” Hoy por hoy, me he dado cuenta, que cada que llego al restaurante de nuestra elección para ver a las ex liceas, la única que no se sorprende de alguna locura que ese día se me ocurrió ponerme en la cabeza, en los pies, en donde sea, es Isabel, seguro porque me ve más seguido y ya nada le puede asombrar.
Igual les reitero: soy muy feliz con las botas rosas... y estoy por comprarme un vestido amarillo limón para una boda. Je je
Besos y estrellas
A.
Shakespeare
Agradezco enormemente los buenos comentarios que he recibido sobre mi moquienta asistencia al Congreso. También hago hincapié en que los eventos con alfombra roja me gustan mucho, lástima que estoy vetada para gozar de invitación, sobre todo porque sólo en ellos puedo lucir mis escandalosas ropas, que compro muy a pesar de ser abogada y de tener conciente el hecho de que eso debe llevarme a usar trajes sastres de colores oscuros. La última vez que me llevaron a un evento de alfombra roja, usé unas botas rosas de gamuza que lucen unas estrellas color fiusha a los lados y un peluche igual de rosado alrededor de la bota, en la pantorrilla. Las botas van a acompañadas de una chamarra de piel de conejo, igual de rosa, y una bolsa, muy rosa, también de peluche. Yo simplemente soy muy feliz de rosa, pero ese no es el punto. El punto es que mi amigo Ro no me invita a los eventos de alfombra roja y yo simplemente me lamento de ese suceso, no por otra cosa sino porque pierdo oportunidad de usar las botas rosas. Ahora que lo recuerdo, en diciembre pasado ocurrió un suceso muy simpático relacionado con mi atuendo escandaloso y, aunque ese tampoco era el punto, voy a referírselos sólo para que se enteren de que ahora soy discreta.
Resulta que era mediados de diciembre y yo me encontraba con un millón de compromisos, con y sin alfombras rojas. Como siempre he gustado de ser ajonjolí de todos los moles, me las ingeniaba para asistir de menos a dos de los compromisos del día. Así pues, ese día tuve una comida y en la noche una posada en casa de mi amiga Isabel. Como es de suponerse, la comida era en Altavista y la posada en Satélite, así tienen que ser las cosas para ponerle sabor a la época decembrina. A sabiendas de que la posada sería en el jardín y de que corría el riesgo de congelarme, pasé a mi casa a cambiar mi sexy blusita por un suéter de cuello de tortuga y una chamarra. Aproveché para pasar a cenar unos taquitos en lo que esperaba a la Cristy. Cristy llegó y yo procedí a mostrarle mi casa. Cristy vive en España y hace mucho tiempo que no le enseñaba mi casa: los nuevos baños, la puerta pintada por la tía Karima, la gata salvaje pintada por Gwenn-älle, el piso nuevo, la alfombra, las piedras de río en los pisos de los baños... De ahí nos fuimos al súper por el tequila y los dulces que me había tocado llevar a la posada. Cuando me di cuenta que llevábamos casi tres horas de retraso, y yo llevaba los dulces para la piñata, le llamé a Isabel para comentarle que ya íbamos para allá. Isabel me dijo que me apurara mucho porque ahí había una “personita” que tenía muchas ganas de verme y que sólo se estaba esperando para verme. Ante tal amenaza, Cristy y yo aceleramos el paso y montamos en la rauda y veloz Mafalda (mi coche, mismo que nunca manejo a más de 80 km/hr ¡Qué veloz es ella!). Por fin llegamos a casa de Isabel, casi tres horas después, y la “personita” era una chica que se llama Erika, misma de la cual yo sólo recordaba vagamente el nombre. Cuando me vio, me abrazó mostrando una sincera emoción, mientras yo escudriñaba los recuerdos de mi adolescencia para ubicar su cara, su nombre, su timbre de voz, ALGO CARAY, que me llevara a mostrar la misma emoción. Al no encontrar nada, me limité a contestar: “¡Ay! ¡Qué gusto!” Y ella procedió a hacer el siguiente comentario: “¡NO!, pero, ¡no puede ser! ¿Qué te pasó? ¿Qué le pasó a tu ropa? ¡Estás muy seria! Si eras mi ídolo por vestirte como te vestías”. Yo traía unos jeans, un suéter azul celeste y una chamarra de piel color hueso, corta, ceñida, con cuello de conejo, atuendo que no se me hacía del todo discreto. Es más, cuando me pongo esa chamarrita para venir a la oficina, me dicen que parezco Bratz. Yo seguía intrigada, pero ahora por dos cosas: ¿quién era esa chica? Y ¿De qué ropa estaba hablando?
Nos sentamos a degustar un ponche con ron y ella continuaba preguntándome por mi atuendo y hacía mucho hincapié en que me había vuelto una persona muy seria. Se volvía a mirar al marido y le decía: “Mi amor, es que deberías haber visto cómo se vestía. ¡Tenía unas mallas negras son símbolos de amor y paz en blanco, y se las ponía con unos shorts de mezclilla!” “Ah, claro, pensaba, ¿cómo olvidarme de esas mallas?” Aunque confieso que mi mente las tenía sepultadas en lo más recóndito de mi subconsciente, al ladito que la identidad de la chica esta que se acordaba tan bien de mí. Y volvía a preguntarme “Pero, ¡¿por qué tanta seriedad?!” Pregunta ante la cual yo sólo podía ingerir más ponche y responder: “Es que me hice abogada”, pero en el fondo pensaba, y soy la abogada más rebelde en el vestir que pueda existir sobre la faz del planeta. “¿Y el abrigo largo de pelos?” Preguntó. Ante tal pregunta, Cristy casi escupe el ponche y soltó una carcajada de antología. Volteó a verme y me dijo muy divertida: “¡Claro güey!, un pinche abrigo horrible que tenías de piel de oveja con pelos en todos lados”. “Bueno, era muy calientito”, respondí indignada. ¡Tan lindo que era mi abrigo! Es más, ¡es herencia de mi madre! Mi padre se lo trajo de París, para que después ella, mi madre, se lo prestara a una novia de él, mi padre, para que se fueran a París y ella, la novia, no se muriera de frío. ¿Lo ven? Mi locura es genética.
Más tarde, llegó Isabel a la mesa y Cristy, ni tarda ni perezosa, le dijo: “¿Te acuerdas del abrigo horrible de esta vieja? Uno que estaba lleno de pelos” E Isabel, soltando otra carcajada igual de estridente que la de Cristy, contestó: “¡NO! ¿¡Qué tal las botas de Pretty Woman!?” Todos rieron. “Claro, pensé, hermosas mis botas de Pretty Woman, ¿qué tienen contra esa botas? Ahora tengo unas de pelos rosas, ¡mucho más bonitas!” Y así, de pronto, en un instante, la mesa compuesta de 6 personas, todos ex liceos, hablaban de mis atuendos “exóticos” y lo curioso era que los recordaban mejor que yo. Me divertí mucho recordando las mallas, no sólo tenía ésas, también tenía unas sicodélicas, de mil colores, que me ponía también con shorts, pero rotos de atrás, para que se vieran mejor las mallas. Luego recordé la época hippie, que también me dio, y recordé una falda larga color hueso a la que le cosí campanitas en la parte de abajo, y la usaba orgullosa entonado el coro de Ojalá.
Después de una hora de conversación, recordé a Erika y, con mi natural espontaneidad le dije: “¡Claro! Ya me acordé perfecto de ti, pero es que en el liceo pesabas 10 kilos más”. Este comentario a mí me pareció un piropo, básicamente le estaba diciendo que ahora era muy delgada, pero, al parecer, el resto de los ex liceos no pensó lo mismo y entonces TODOS volvieron a reír diciendo: “hay cosas que nunca cambian, ¡qué onda con tu tacto de elefante!”. Entonces volví a no entender nada. Si a mí alguien me dijera, “oye, no te reconocí porque pesas 10 kilos menos que antes”, no ¡bueno!, lo invito a comer en ese momento a donde él/ella quiera. Aunque, supongo que es algo que nadie podría decirme ya que peso exactamente 7 kilos más de cuando salí del liceo. Y aun así, cuando me ven y me dicen que he “embarnecido”, “que estoy repuestita” o los más osados “que qué onda con el crecimiento desmedido de mis atributos”, en lugar de enojarme o “sentirme” o pensar “¡ay, pero qué mal comentario de este(a) insurrecto(a)”, me provoca mucha gracia. Comento automáticamente que trato de seguir miles de dietas pero que la gula siempre puede más que yo y que mis 7 kilos son el producto de los buenos restaurantes, o los buenos puestos de sopes y quecas, a los que suelo asistir con mucha frecuencia... me atrevo a decir que con más frecuencia de la que mi querido amigo Ro pisa las alfombras rojas, con toda su sofisticación por delante.
Así las cosas, amigos, en realidad yo les iba a hacer un tratado sobre los nuevos 7 pecados capitales, cosa que me provoca mucha gracia últimamente, he seguido la noticia con mucha atención, pero ni modo, así es una de dispersa. Luego entonces, les comento que, por más que me considere yo misma una insurrecta por llevar botas rosas, botas floreadas, palitos chinos en la cabeza cuando me pongo mi blusa china, minifaldas, etc., antaño fui más rebelde (porque no seguía a los demás eh!) porque me ponía botas de charol arriba de la rodilla. PERO, eso me hizo ser “el ídolo” de alguien que SEGURAMENTE pensaba: “¡Dios mío! ¡¿Cómo se atreve a salir así a la calle?!” Y yo contesto: “¿Cómo es que mis pobres amigas pudieron (y pueden todavía, Nami se ataca cuando me ve las botas rosas) sacarme a pasear con esos atuendos?” Hoy por hoy, me he dado cuenta, que cada que llego al restaurante de nuestra elección para ver a las ex liceas, la única que no se sorprende de alguna locura que ese día se me ocurrió ponerme en la cabeza, en los pies, en donde sea, es Isabel, seguro porque me ve más seguido y ya nada le puede asombrar.
Igual les reitero: soy muy feliz con las botas rosas... y estoy por comprarme un vestido amarillo limón para una boda. Je je
Besos y estrellas
A.
jueves, 6 de marzo de 2008
Los Congresos y los mocos
"Uno está tan expuesto a la crítica como a la gripe"
Friedrich Dürrenmatt
Escríbase así, con mayúscula: Congreso, porque era un Señor Congreso. Fue el primer Congreso de la International Bar Association en México y había muchos pero MUCHOS abogados. La sede fue el Hotel Camino Real y al parecer todo iba a estar rodeado de pompa y circunstancia, como suele decirse, nunca he entendido cuál es la circunstancia. Yo le había hecho ojitos a mi jefe (el mormón, como recordarán) para que me dejara ir y, claro, para que me pagara la inscripción pero, PRINCIPALMENTE, todos aquellos eventos sociales rodeados también de la misma pompa pero con brotes de vino tinto y finos canapés, cosa que me resulta muy atractiva.
Llegada la semana del Congreso, comencé a presentar síntomas de resfrío, mismos que ignoré, como si ignorándolos fueran a desaparecer y yo fuera a seguir con mi vida como si nada. Así pues, el primer día de Congreso (un jueves) me presenté muy arregladita a muy temprana hora y me di a la tarea de tomar café durante el coffe break con mi dedo meñique ligeramente doblado y sosteniendo importantes conversaciones sobre el clima, lo lindo que es México (el Congreso era internacional y habían muchos extranjeros maravillados con Frida Khalo, los murales, Bellas Artes y, claro, los gringos, maravillados de enterarse que ya no andamos a caballo y que algunos también hablamos inglés, ¡ah! Y felices porque ya tenemos Starbucks) y lo bien que había estado la plática anterior. Para la hora de la comida, la gripa empezaba a manifestarse con un poco más de fervor. Tuve que levantarme en un par de ocasiones de la mesa para irme a quitar los mocos a un lugar libre de miradas. Posteriormente regresé a la mesa y continué otra interesante conversación sobre Tax Law (con la única abogada de derecho fiscal que supongo existe en este mundo) y sobre la maravilla del mole mexicano. Una abogada norteamericana bastante simpática (créanme, difícilmente miento), que pesaba cerca de unos 150 kilos, platicaba de lo mucho que le gustaba asistir a Congresos para comer. En este instante sentí miedo, debo confesarlo. “Yo hago lo mismo”, pensé, “Yo acabaré así”, temí. Pero poco me duró el temor ya que volví a meter orgullosa mi tenedor en una especie de papa salteada con alguna hierba no fina que en realidad no sabía tan bien. Continuó hablando la abogada gringa de cómo los clientes suelen hacer lo que se les da la gana pese a todas las recomendaciones del abogado. “Yo incluyo siempre en mis presupuestos un PIA Fee, ¿ustedes no?”, preguntó mirando a los nueve integrantes de la mesa. Todos nos miramos como queriendo obtener una respuesta. Entre abogados, nadie se queda callado e ¿ignorantes? MENOS. Alguien en aquella mesa tenía que saber lo que era un PIA Fee. Pues resulta que la abogada voluminosa soltó una carcajada y nos informó a todos que el PIA era el Pain in the Ass Fee. Esto me pareció maravilloso y pensé que podría tropicalizarlo al abogado de empresa: “Pain in the Ass clause”, o, tratándose de un mail en donde les informas que es lo que LEGALMENTE se debe hacer, a sabiendas que harán lo que EMPÍRICAMENTE se debe hacer, incluir en los mails un “Pain in the Ass Disclaimer” que más o menos rezaría así: “Please do not become a Pain in the Ass after doing what ever you want to do and not what I’m telling you to do”. Aunque esto último es ya muy largo y no tiene iniciales que puedan describirlo brevemente. Finalmente terminó la jornada del jueves y yo me dispuse a ir a casa, ignorando olímpicamente los canapés y el vino de esa noche porque los mocos empezaban a proliferar. De esta forma, me fui a mi casa en mi taxi de sitio, con mis klenexx, mi portafolio y mi mono traje sastre de abogada.
El viernes, muy intensa yo, llegué a muy temprana hora a la oficina para imprimir unas licencias que había quedado formalmente de enviar a mi buen amigo Federico antes de las 10.00 am. Como yo tenía que estar en el Camino Real a las 9.00 am., y antes dejar las licencias impresas y firmadas, llegué a las 7.45 am. a mi oficina; para esto, me metí a bañar a las 6.20 am., acto que resulta un poco inadecuado cuando uno enfrenta la proliferación de mocos. Pero, hubiera resultado más inadecuado llegar al Congreso oliendo a vick vaporub. Llegué a mi Congreso y un abogado, con quien había compartido la mesa del mole, Tax Law y Pain in the Ass Fee, me invitó un café en una cafetería del Camino Real, que tiene un café bastante malo. Obvio, con el café se come dona, así que ordené una dona de chocolate y la muchacha de la cafetería nos mandó a sentar a unos cucos sillones, estilo lounge, muy sofisticados y muy incómodos, para llevarnos nuestras donas en sendos platitos diminutos, del tamaño de la dona. Cuando le di la primera mordida descubrí que la gripa había ganado: no tenía gusto y estaba usando mi boca para respirar desde hacía no sé cuánto tiempo, me di cuenta hasta que la tuve ocupada comiendo algo. Justo después de eso, los mocos comenzaron a hacer su aparición. En realidad resultó bastante incómodo el cafecito con un desconocido, una dona insípida y yo teniendo que sonarme los mocos cada dos minutos. Salí a la calle y me compré dos paquetitos de kleenex. Regresé al Congreso y me metí a la mesa de discusión de Propiedad Intelectual. Ahí estaba yo, instalada con un té de manzanilla, dos paquetes de kleenex, una bufanda y un vic vaporub inhalador para poder respirar (de esos que hacen tanto daño y me perforan la nariz y no debo poner por prescripción médica). Justo cuando estaba en la tarea de sonarme los mocos por trigésima quinta vez, se apareció junto a mí Martín Michaus, el abogado socio de Propiedad Intelectual de Basham, para saludarme y correrme todas las cortesías que solemos corrernos los abogados en esos Congresos. Yo me disculpé por mi gripa, guardé mi kleenex con mocos y, ¡respondí el saludo con la mano con la que acababa de guardar el kleenex! ¿Qué hacía? No podía dejarlo con la mano estirada.
Durante toda la conferencia, lo único que se escuchaba era a la mocosa de atrás sonándose y sonándose. La conferencia duró 3 horas. Mis paquetes de kleenex se acabaron. A la hora de las preguntas, alcé mi voz y me di cuenta que era totalmente una gangosa: “Sid, you had beedn tadking adboud trademadk infidgment, bud regadgding copydight infdigment, hodw...” Después del penoso incidente del gangosismo, vino la hora de la comida y volvimos a sentarnos en esas mesas para 10 personas. Esta vez, junto a mí estaba la fiancée de uno de los abogados asistentes al Congreso y, del otro lado, el abogado del café mañanero. También había un grupo de abogados latinoamericanos, de Ecuador, Colombia, Uruguay, que se habían “volado” la mañana para irse de paseo y llegaron maravillados con los murales de Bellas Artes. Así que nuevamente sostuvimos la plática de los murales y la del mole, porque ese día habían justo preparado mole. A mí ya nada me sabía a nada ¡y tampoco oía nada! La fiancée de este señor me contó no sé cuántas cosas y yo ni entendía inglés, ni escuchaba nada y los kleneex ya se habían terminado. Durante la plática incomprensible con la fiancée, sucedió lo insucedible: un moco empezó a resbalarse por desde mi nariz y se precipitaba a mi boca, ante la mirada atónita de la linda y rubia fiancée. Yo quise inmediatamente tomar la servilleta, ¡pero era de tela! Yo no podía contener la pena y la risa. Me disculpé como pude, me levanté y salí corriendo en busca de un mesero que me diera una servilleta de papel. Al poco tiempo, me llevaron un montoncito de servilletas de papel a la mesa, tal vez la fiancée corrió la voz de que en la mesa había una abogada a quien se le salían los mocos. Descubrí que no era sensato ni polite quedarme a la sobre mesa. Tomé el montoncito de servilletas, que además estaban ásperas como lijas, y las metí a mi bolsa. Me disculpé y salí a toda prisa del restaurante y del Hotel. Paré un taxi y me retiré a mi casa a guardarme, como es prudente hacer cuando uno se encuentra en circunstancias parecidas.
Conté un par de veces la anécdota de mi moco escurridizo y me sorprendí al escuchar que varias personas tienen anécdotas parecidas y que a todos les resultaba igual de simpático que a mí. Me dio mucha pena no poder terminar mi Congreso con una cena de clausura en el Castillo de Chapultepec, pero lo que siguió a mi “gripita” fue una tremenda infección que me mantuvo tres días en cama con temperatura.
Cuando regresé a la oficina, ante las preguntas de cómo había ido todo durante el Congreso, referí la anécdota del moco y la rubia fiancée, recibiendo igual carcajadas y comentarios. Como me resulta imposible llamarlos a todos por teléfono para contarles la anécdota personalmente, esto quiere decir que se perderán de toda la actuación cuando guardaba desesperada mis kleneex para estrechar la mano de Martín Michaus, cosa que me sale muy bien, decidí contárselas por escrito... Además, hace tiempo que no les escribía para contarles nada de mí. Ahora ya saben que fui a un Congreso y que me llaman la moquienta.
Besos y estrellas,
A.
Friedrich Dürrenmatt
Escríbase así, con mayúscula: Congreso, porque era un Señor Congreso. Fue el primer Congreso de la International Bar Association en México y había muchos pero MUCHOS abogados. La sede fue el Hotel Camino Real y al parecer todo iba a estar rodeado de pompa y circunstancia, como suele decirse, nunca he entendido cuál es la circunstancia. Yo le había hecho ojitos a mi jefe (el mormón, como recordarán) para que me dejara ir y, claro, para que me pagara la inscripción pero, PRINCIPALMENTE, todos aquellos eventos sociales rodeados también de la misma pompa pero con brotes de vino tinto y finos canapés, cosa que me resulta muy atractiva.
Llegada la semana del Congreso, comencé a presentar síntomas de resfrío, mismos que ignoré, como si ignorándolos fueran a desaparecer y yo fuera a seguir con mi vida como si nada. Así pues, el primer día de Congreso (un jueves) me presenté muy arregladita a muy temprana hora y me di a la tarea de tomar café durante el coffe break con mi dedo meñique ligeramente doblado y sosteniendo importantes conversaciones sobre el clima, lo lindo que es México (el Congreso era internacional y habían muchos extranjeros maravillados con Frida Khalo, los murales, Bellas Artes y, claro, los gringos, maravillados de enterarse que ya no andamos a caballo y que algunos también hablamos inglés, ¡ah! Y felices porque ya tenemos Starbucks) y lo bien que había estado la plática anterior. Para la hora de la comida, la gripa empezaba a manifestarse con un poco más de fervor. Tuve que levantarme en un par de ocasiones de la mesa para irme a quitar los mocos a un lugar libre de miradas. Posteriormente regresé a la mesa y continué otra interesante conversación sobre Tax Law (con la única abogada de derecho fiscal que supongo existe en este mundo) y sobre la maravilla del mole mexicano. Una abogada norteamericana bastante simpática (créanme, difícilmente miento), que pesaba cerca de unos 150 kilos, platicaba de lo mucho que le gustaba asistir a Congresos para comer. En este instante sentí miedo, debo confesarlo. “Yo hago lo mismo”, pensé, “Yo acabaré así”, temí. Pero poco me duró el temor ya que volví a meter orgullosa mi tenedor en una especie de papa salteada con alguna hierba no fina que en realidad no sabía tan bien. Continuó hablando la abogada gringa de cómo los clientes suelen hacer lo que se les da la gana pese a todas las recomendaciones del abogado. “Yo incluyo siempre en mis presupuestos un PIA Fee, ¿ustedes no?”, preguntó mirando a los nueve integrantes de la mesa. Todos nos miramos como queriendo obtener una respuesta. Entre abogados, nadie se queda callado e ¿ignorantes? MENOS. Alguien en aquella mesa tenía que saber lo que era un PIA Fee. Pues resulta que la abogada voluminosa soltó una carcajada y nos informó a todos que el PIA era el Pain in the Ass Fee. Esto me pareció maravilloso y pensé que podría tropicalizarlo al abogado de empresa: “Pain in the Ass clause”, o, tratándose de un mail en donde les informas que es lo que LEGALMENTE se debe hacer, a sabiendas que harán lo que EMPÍRICAMENTE se debe hacer, incluir en los mails un “Pain in the Ass Disclaimer” que más o menos rezaría así: “Please do not become a Pain in the Ass after doing what ever you want to do and not what I’m telling you to do”. Aunque esto último es ya muy largo y no tiene iniciales que puedan describirlo brevemente. Finalmente terminó la jornada del jueves y yo me dispuse a ir a casa, ignorando olímpicamente los canapés y el vino de esa noche porque los mocos empezaban a proliferar. De esta forma, me fui a mi casa en mi taxi de sitio, con mis klenexx, mi portafolio y mi mono traje sastre de abogada.
El viernes, muy intensa yo, llegué a muy temprana hora a la oficina para imprimir unas licencias que había quedado formalmente de enviar a mi buen amigo Federico antes de las 10.00 am. Como yo tenía que estar en el Camino Real a las 9.00 am., y antes dejar las licencias impresas y firmadas, llegué a las 7.45 am. a mi oficina; para esto, me metí a bañar a las 6.20 am., acto que resulta un poco inadecuado cuando uno enfrenta la proliferación de mocos. Pero, hubiera resultado más inadecuado llegar al Congreso oliendo a vick vaporub. Llegué a mi Congreso y un abogado, con quien había compartido la mesa del mole, Tax Law y Pain in the Ass Fee, me invitó un café en una cafetería del Camino Real, que tiene un café bastante malo. Obvio, con el café se come dona, así que ordené una dona de chocolate y la muchacha de la cafetería nos mandó a sentar a unos cucos sillones, estilo lounge, muy sofisticados y muy incómodos, para llevarnos nuestras donas en sendos platitos diminutos, del tamaño de la dona. Cuando le di la primera mordida descubrí que la gripa había ganado: no tenía gusto y estaba usando mi boca para respirar desde hacía no sé cuánto tiempo, me di cuenta hasta que la tuve ocupada comiendo algo. Justo después de eso, los mocos comenzaron a hacer su aparición. En realidad resultó bastante incómodo el cafecito con un desconocido, una dona insípida y yo teniendo que sonarme los mocos cada dos minutos. Salí a la calle y me compré dos paquetitos de kleenex. Regresé al Congreso y me metí a la mesa de discusión de Propiedad Intelectual. Ahí estaba yo, instalada con un té de manzanilla, dos paquetes de kleenex, una bufanda y un vic vaporub inhalador para poder respirar (de esos que hacen tanto daño y me perforan la nariz y no debo poner por prescripción médica). Justo cuando estaba en la tarea de sonarme los mocos por trigésima quinta vez, se apareció junto a mí Martín Michaus, el abogado socio de Propiedad Intelectual de Basham, para saludarme y correrme todas las cortesías que solemos corrernos los abogados en esos Congresos. Yo me disculpé por mi gripa, guardé mi kleenex con mocos y, ¡respondí el saludo con la mano con la que acababa de guardar el kleenex! ¿Qué hacía? No podía dejarlo con la mano estirada.
Durante toda la conferencia, lo único que se escuchaba era a la mocosa de atrás sonándose y sonándose. La conferencia duró 3 horas. Mis paquetes de kleenex se acabaron. A la hora de las preguntas, alcé mi voz y me di cuenta que era totalmente una gangosa: “Sid, you had beedn tadking adboud trademadk infidgment, bud regadgding copydight infdigment, hodw...” Después del penoso incidente del gangosismo, vino la hora de la comida y volvimos a sentarnos en esas mesas para 10 personas. Esta vez, junto a mí estaba la fiancée de uno de los abogados asistentes al Congreso y, del otro lado, el abogado del café mañanero. También había un grupo de abogados latinoamericanos, de Ecuador, Colombia, Uruguay, que se habían “volado” la mañana para irse de paseo y llegaron maravillados con los murales de Bellas Artes. Así que nuevamente sostuvimos la plática de los murales y la del mole, porque ese día habían justo preparado mole. A mí ya nada me sabía a nada ¡y tampoco oía nada! La fiancée de este señor me contó no sé cuántas cosas y yo ni entendía inglés, ni escuchaba nada y los kleneex ya se habían terminado. Durante la plática incomprensible con la fiancée, sucedió lo insucedible: un moco empezó a resbalarse por desde mi nariz y se precipitaba a mi boca, ante la mirada atónita de la linda y rubia fiancée. Yo quise inmediatamente tomar la servilleta, ¡pero era de tela! Yo no podía contener la pena y la risa. Me disculpé como pude, me levanté y salí corriendo en busca de un mesero que me diera una servilleta de papel. Al poco tiempo, me llevaron un montoncito de servilletas de papel a la mesa, tal vez la fiancée corrió la voz de que en la mesa había una abogada a quien se le salían los mocos. Descubrí que no era sensato ni polite quedarme a la sobre mesa. Tomé el montoncito de servilletas, que además estaban ásperas como lijas, y las metí a mi bolsa. Me disculpé y salí a toda prisa del restaurante y del Hotel. Paré un taxi y me retiré a mi casa a guardarme, como es prudente hacer cuando uno se encuentra en circunstancias parecidas.
Conté un par de veces la anécdota de mi moco escurridizo y me sorprendí al escuchar que varias personas tienen anécdotas parecidas y que a todos les resultaba igual de simpático que a mí. Me dio mucha pena no poder terminar mi Congreso con una cena de clausura en el Castillo de Chapultepec, pero lo que siguió a mi “gripita” fue una tremenda infección que me mantuvo tres días en cama con temperatura.
Cuando regresé a la oficina, ante las preguntas de cómo había ido todo durante el Congreso, referí la anécdota del moco y la rubia fiancée, recibiendo igual carcajadas y comentarios. Como me resulta imposible llamarlos a todos por teléfono para contarles la anécdota personalmente, esto quiere decir que se perderán de toda la actuación cuando guardaba desesperada mis kleneex para estrechar la mano de Martín Michaus, cosa que me sale muy bien, decidí contárselas por escrito... Además, hace tiempo que no les escribía para contarles nada de mí. Ahora ya saben que fui a un Congreso y que me llaman la moquienta.
Besos y estrellas,
A.
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