miércoles, 23 de abril de 2008

El erizo y yo somos uno mismo


"En calma el mar no creas, por sereno que lo veas”
(Anónimo)


Hace tiempo que quería contarles el acercamiento con el erizo, pero regresé de vacaciones y mi mail se desbordaba, al igual que mi escritorio y las llamadas pendientes. Ahora estoy un poco como “de pinta intelectual”, mi correo sigue desbordándose y mi escritorio está peor, porque ayer me entró la neurosis y decidí ponerme a archivar todos los papeles que nunca sé dónde guardar, razón por la cual llevaban unos seis meses en mi escritorio. En este momento siguen en mi escritorio, sin lugar, pero ahora están todos desperdigados y además hay folders, etiquetas, engrapadoras, diurex, tijeras y todos los menesteres necesarios para archivar. No obstante mi buena voluntad de archivar, esta mañana que llegué a mi oficina me encontré con que mis creativos están escuchando, a todo volumen, el próximo disco de La Quinta Estación. Como a mí se me dificulta mucho trabajar con ruido, mmm, perdón, música, decidí que me iría de “pinta intelectual”. O sea, no trabajo hasta que terminen de escuchar el disco. Así pues, mi escritorio seguirá en ese estado de desorden hasta que la voz de Natalia deje de sonar en la oficina. Entonces decidí que era el momento de contar la historia del erizo, aunque ahora tal vez ya no me parezca tan simpática como en las vacaciones. De cualquier forma, aquí va el relato de lo que he titulado: “El erizo y yo somos uno mismo, uh oh uh oh” (¡y bueno!, no me pidan mucho, tanto trabajar aquí ya me volví Totalmente Palacio ¡hasta para poner títulos!)

Resulta que en semana santa me fui de vacaciones a la playa, y a las ruinas y a Mérida y a no sé qué tantos lugares. Me confabulé con mi amiga Ale (amiguita de la oficina, para quienes no la conocen) para planear unas vacaciones, planeación que había comenzando en Egipto, de hecho. Ya estábamos armando un “paquete” para irnos a Egipto y yo ya estaba por entregar mis finanzas a Ale (que es rete ordenada con la lana y siempre tiene dinero) para ahorrar e ir a visitar LA única maravilla del mundo antiguo que sigue en pie. Cuando nos mandaron el itinerario y vimos que eran 9 días hábiles, nos dimos cuenta que era prácticamente imposible ausentarnos tantos días de la oficina, ambas, por lo que declinamos dicho plan y nos concentramos en organizar algo más factible y más cercano. Así fue como del sueño guajiro de Egipto terminamos en Cancún, pequeña diferencia. Se nos ocurrió contratar uno de esos tours en los que te traen en chinga todo el viaje. Diario nos levantábamos entre 6.30 y 7.30 am para que nos diera tiempo de desayunar y luego treparnos a un camioncito que nos llevaba a diez lugares por día, con guías sumamente interesantes que nos explicaban cosas importantísimas sobre los lugares visitados (favor de leer lo siguiente con tono de Boxito, ¡bomba!): “Del lado derecho se encuentra la Comercial Mexicana. Ahí podrán ver el pelícano que es el símbolo de la Comercial. Esta Comercial es conocida como ‘Comercial Terrazas’ porque... tiene terrazas. Ahí pueden encontrar de todo: jabón, frutas...” ¡SE LOS JURO DE VERDAD! Nuestro maravilloso guía comenzó a enumerar las cosas que se podían comprar en el súper. Miren que tener que ir hasta Mérida para que alguien me proporcionara información tan valiosa y tan desconocida para mí.

Sigamos con el erizo. Sólo teníamos un par de días libres en todo el tour. El tour empezó en Cozumel y ahí tuvimos el primero. A sabiendas que no tendríamos muchos, decidimos quedarnos ese día en el hotel a gozar del mar, el sol y la playa prácticamente inexistente: el mar comenzaba directamente en los cimientos del hotel, literalmente. No había forma de caminar rumbo al mar, mojarse los piecitos y jugar con las olas. No, el asunto era mucho más radical: te aventabas al agua o de plano no tocabas el mar. Las aguas cristalinas del Caribe Mexicano invitaban al snorkel, y, yo tan intrépida, apoyé la moción de ir a rentar el equipo y aventarnos al mar que tan tranquilito se veía. Rentamos las aletas, los visores y, como excelentes nadadores que somos, no rentamos chaleco salvavidas. El mar comenzaba, como se los he dicho, al borde del hotel. Es decir, uno caminaba un par de pasos desde la alberca y había unas tres escaleras que bajaban directo al mar. En el último escalón había una de esas escaleritas metálicas de alberca, cuyos peldaños, al estar sumergidos en el mar, estaban evidentemente cubiertos de moho y algas, lo cual hacía la escalera un lugar no atractivo para posar los piecitos. Al lado de la escalera mohosa habían muchas rocas. Yo, gran conocedora de la flora y fauna acuática, advertí a mis acompañantes de la enorme posibilidad de que en las rocas hubiera erizos, y de lo doloroso que podría resultar un piquete de tan lindo animalito, de tal suerte que mi sugerencia era permanecer alejados de las rocas. Finalmente nos metimos al agua a ver pececitos de colores. El mar estaba tranquilo, sin oleaje. No obstante, la ligera corriente lograba que la ausencia del chaleco salvavidas comenzara a sentirse. El novio de Ale fue el único que no se consideró acuaman y tenía su chalequito, mientras que Ale, Felipe y yo nos cansábamos cada vez más tratando de flotar. Las aletas pesaban y decidimos que era mejor quitárnoslas para flotar mejor. Fuimos a botar las aletas a las escaleras, cerca de las rocas. Estando ahí, noté que mi visor se empañaba y me instalé en la terca labor de limpiarlo, justo al lado de las rocas. En el momento en que yo tenía mis dos manos ocupadas en limpiar el visor, y mis pies desprovistos de aletas, se dejaron venir las únicas cuatro olas extraviadas de aquel maravilloso mar, mismas que decidieron jugar un rato conmigo y mis manos ocupadas.

La primera me dio un ligero aventón contra la escalera mohosa, misma que yo no iba a tocar ni borracha y modorra, antes perder la vida que la pulcritud. Ante mi negativa de sujetar la escalera, la siguiente ola volvió a darme un empujoncito juguetón como diciendo: “anda, anda, dale un abracito a la escalera, tan solita ella”. Y yo, volví a negarme, negación que realizaba únicamente con mis pies desnudos, porque mi labor era limpiar el visor. Finalmente, el mar decidió dejarse de arrumacos sutiles y me lanzó un buen empujón hacia la mugrosa escalera. Esta vez no iba a poder esquivar el moho y ante la incertidumbre de la que era presa mi mente (¿el moho o las rocas?) decidí desviarme hacia las rocas, en donde, ¿qué creen que hay? ERIZOS. Bastó un roce de mi pie para que el erizo se sintiera agredido, por mí que soy tan pacifista, ¡caray! ¿Por qué la agresión a ese punto? Me preguntaba en el segundo mismo en que sentí el tremendo dolor en el pie. Supongo que el erizo, con su diminuto cerebro de erizo, no entiende que la fortaleza de los intelectuales es el diálogo, no la agresión. Cuando me recuperé del juego maldoso de las olas, nadé para alejarme de las rocas y de la escalera culpable de mi desgracia. Con el visor en la mano y sin chaleco salvavidas, tomaba mi pie para sacarlo del agua lo suficiente para ver qué había pasado, la cosa es que cuando lograba sacar el pie, mi cabeza se hundía y se me metía el agua a la nariz. Volvía a sacar la cabeza, estornudaba y me volvía a agarrar el pie. Esta operación la repetí unas cuatro veces, hasta que entendí que sería imposible lograr un diagnóstico adecuado de mi pie si continuaba dentro del agua. Nadé a la orilla, y no me quedó otra que subir por la escalera que tanto había evitado. Ya afuera, vi mi pie sangrando y tres puntos negros que, según yo, eran las espinas del erizo clavadas en mi pie. Procedí a hacer lo que me dictó la lógica: presionar los puntos negros hacia fuera, como quien quiere sacar una astilla. Mucha gente me empezó a dar consejos: que me hiciera pipí (¡qué gente tan rara! Eso es para las aguamalas y ahora resulta que todo lo quieren solucionar con pipí), que me pusiera vinagre, que pusiera el pie en agua caliente. Yo lo que necesitaba era un médico, no remedios caseros. Me dirigí al lobby a buscar al médico del hotel, que obvio debería de estar en su oficina trabajando en domingo de semana santa.

Por supuesto no había doctor, pero el señor de la recepción ofreció localizarlo por teléfono. Mientras, yo estaba en bikini, toda mojada y con el pie sangrando en el lobby del hotel. La gente que seguía pasando a mi lado volvía a hacerme las mismas recomendaciones: agua caliente, vinagre o pipí. ¿Qué parte no entienden de que yo lo que tengo que hacer es sacarme las espinas del pie?, me preguntaba viendo a los ojos a la gente con cara de: “o sea, ¿¿de verdad piensas que con eso se me van a salir estas pinches espinas???” Hasta que no me aguanté más y se lo exterioricé al titular de la recomendación número vigésima segunda. Ante esto, él contestó muy seguro: “Es que ésas no son espinas. Esas se van a ir disolviendo poco a poco”. “Ah, ajá, perfecto. Ahora resulta que yo estoy tarada y no sé que los erizos TIENEN ESPINAS”. Obvio hice caso omiso del ignorante ese que me aseguraba que lo que yo tenía dentro no eran espinas de erizo. Finalmente Felipe tuvo en el teléfono al doctor, con quien yo no quería hablar porque ya estaba de por sí bastante contrariada, mojada y semi encuerada en un lobby por el que circulaba mucha gente. ¡Ah! y, para colmo, con la panza de fuera, ya que tanta contrariedad me distraía de esta tarea que tan bien nos sale a las mujeres de estar constantemente “metiendo la panza”. O sea que, por si fuera poco, gorda, ¿no?

“¿Quieres que te pase al doctor?”, me pregunta Felipe con ojitos de preocupación. “NO”, fue mi monosilábica y contundente respuesta. Entonces Felipe le contó al doctor la triste historia del piquete de erizo. Después de escucharlo, Felipe me cuenta:

F:“¡Ah!, dice que no pasa nada”
Yo: “¿Qué? ¿Cómo que no pasa nada? Tengo la chingada espina ahí metida.”
F: (al teléfono) “¿Que cómo que no pasa nada si tiene las ... espinas en el pie?”
.... silencio
F: “Que no, que no pasa nada. Que si quieres ir a consulta vayas, pero que no pasa nada, que ésas no son las espinas y que se te van a ir disolviendo solitas”.
Yo: (No manches, el doctor también es imbécil) “¿Cómo que ésas no son las espinas? Entonces ¿qué hago?, ¿me tomo algo o qué?”
F: (al teléfono) “¿Que qué se puede tomar?”
... silencio
F: “Que te tomes lo que quieras, o que no te tomes nada, o que vayas a consulta si quieres pero que no tienes nada, no te pasa nada y eso se va a disolver solito”.

En el inter, David, el novio de Ale, estaba hincado en el suelo del lobby, también mojado y semi encuerado, y con panza de fuera y todo, aunque creo que eso a él no le importaba tanto, y observaba detenidamente mi pie. “Es que, Alba, no creo que sean las espinas” (¡chale con esta gente! ¿¿¿¿¿¿¿CÓMO NO VAN A SER LAS ESPINAS CARAJO SI LAS ESTOY VIENDO Y ME ESTÁN DOLIENDO??????) “No, David, claro que son las espinas”, contesté con cariño porque pues al David si lo quiero, no era los dieciocho meseros que pasaron insistiendo en que Felipe se hiciera pipí sobre mi pie. Entonces le dije a Felipe que subiría al cuarto a llamar a mi tío Felipe (que sí es médico) y que él me diría qué hacer. Subimos todos al cuarto y, mientras yo hablaba con el tío Felipe, el otro Felipe se dedicaba a torturarme sumergiendo mi pie en una hielera con agua caliente. El tío Felipe me dijo que no sabía mucho de erizos ni de piquetes de erizos, pero que le quedaba claro que me tenían que sacar las espinas porque sino luego hacían unos abscesos tremendos. Miré al Felipe torturador con cara de “¿ya ves? El otro médico era un inepto y un negligente, mi pobre pie se engangrenaría si yo le hacía caso a un doctor tan poco preparado”. El tío Felipe me dio los teléfonos de unos médicos que viven en Cancún para que fuera a consulta con alguno de ellos, PERO al parecer los médicos son todos una bola de negligentes que se les ocurre irse de vacaciones en semana santa.

Como no encontré a los médicos recomendados por el tío Felipe, le dije al otro Felipe que yo me iba a sacar las espinas como pudiera, que por favor me mandara pedir a recepción uno de esos costureritos que traen dos botones y un par de agujas, que consiguiera un par de curitas y un encendedor para esterilizar la aguja. Yo era muy docta en la extirpación de espinas, como se podrán dar cuenta, igual de docta como para saber que en las piedras puede haber erizos y, por ende, acercarme directamente a ellas. Saqué el pie de la tortura caliente y David comentó: “¿Ves? Ya se te está quitando”. Mmmm... Ok. Tenía un punto, en realidad las tres espinas estaban empezando a disolverse y ahora se veían como tres moretones negros con un puntito en medio. Comencé a dudar un poco sobre la “negligencia” del doctor vía telefónica y examinaba detenidamente el pie, junto con David. Felipe estaba buscando los elementos necesarios para la cirugía menor que yo iba a practicar en mi pie. Entonces David me explicaba cómo y por qué a él le parecía lógica la explicación de los “lugareños”. Empecé a dudar. Recordé lo que había dicho el tío Felipe “yo no soy especialista en erizos, gordita”. Entonces, alguien debe ser especialista en erizos, ¿no? (Sí, por supuesto, EL doctor del hotel que habló por teléfono con Felipe y que desde un principio le dijo que no pasaba nada). No obstante, yo quería una opinión de alguien que, a mi parecer, supiera de erizos. Entonces le llamé a tío Beto, que es nutriólogo, y pues seguro algo tiene que saber de erizos, yo sé que en la carrera de nutrición llevan un semestre de erizología. Pues el tío Beto, negligente como todos, de vacaciones también. En lo que continuaba pensando a quien llamar, las para estas alturas manchas, ya no espinas, realmente estaban desapareciendo. De pronto, me llegó la iluminación: el papá de Nami seguro sabe de erizos. ¿Por qué? Pues porque es médico (proctólogo, médicos con amplia experiencia en el campo de la erizología); es japonés (nació en México y creo que nunca ha pisado Japón) y en Japón hay mar, y seguro erizos; es acupunturista, o sea que sabe de agujas (que son como las primas hermanas de las espinas de los erizos) y, por último, conoce de medicina alternativa, así que si no me sacaba las “manchas”, seguro me recetaba un mantra para que me tranquilizara. ¡Ah! Se me olvidaba, mientras, Felipe me toma fotos ¿?

Con todo este sesudo razonamiento por delante, le llamé al papá de Nami, Mr. Miyaghi, pa los cuates. La verdad es que cada vez que cuento mi razonamiento, por supuesto que la gente se ríe de mí, incluyendo al papá de Nami. PERO, él fue el único que me explicó qué pasaba, qué podía pasar, por qué no eran las espinas sino un recubrimiento que tienen las espinas (que es como un arma blanca que usan los erizos antes de soltar completamente toda su agresividad contra el sujeto pasivo, o sea, yo), por qué se iban a disolver y cómo y, como método preventivo, me dijo que me tomara un dolac por si las dudas. También me recomendó preguntar a los lugareños qué hacer, “a veces esa gente, que ve esto a diario, tienen remedios caseros como vinagre para quitar los síntomas”. (¡Ah!, sí, claro, me lo dijeron dieciocho meseros y un doctor).

Finalmente bajé del cuarto, con el pie hinchado pero las manchas a punto de desaparecer. Me tiré un rato al sol al lado de Ale, mientras me ponía vinagre en los piquetes, y Felipe y David se fueron por el mejor remedio casero: unos vodkitas con jugo de arándano. Le mandé un mensajito a mi madre para advertirle sobre el piquete de erizo, ya que para obtener el celular del tío Beto, le llamé a la tía Alicia y le conté la aventura. Así que supuse: mi tía se lo comentaría a mi madre y mi madre, como buena madre, tomaría un avión a Cozumel para cuidar a su hijita y se encargaría de contratar un asesino a sueldo para matar al erizo, porque ella al mar no le entra, sino, lo mataría ella misma, me queda clarísimo. Entonces, para evitar asesinatos a mano armada de la pobre fauna marina, mejor le informé lo siguiente: “Ma, me picó un chingado erizo. Estoy bien”. A lo que mi madre contestó: “Mi vida, TE DIJE QUE TE CUIDARAS”, mensaje que provocó muchas carcajadas de Ale y mías.

Al poco rato, un par de horas después, mi pie estaba como nuevo. El mar volvía a estar tranquilo y el equipo de snorkel estaba ahí tirado, junto a nosotros. Así que, tomamos los visores, las aletas, UNOS CHALECOS SALVAVIDAS, y nos dispusimos a entrar al agua otra vez. Mientras me ponía las aletas en mi pie medio hinchado todavía, pasó un gringo y preguntó por mi pie (cosa que sucedió toda la tarde y al día siguiente. La gente me veía pasar e inquiría por la salud de mi pie, hasta una niña de unos 6 años preguntó por mi pie. Supongo que la gente decía: “Mira, ahí va la señora panzona a quien picó el erizo”). Después de contestarle al gringo que mi pie estaba recuperándose y enseñarle que ya casi no se notaba, me preguntó: “Y... ¿de verdad te vas a volver a meter?”, a lo que contesté: “Oh, yeah! We are friends, the urchin and I”... O bien “El erizo y yo somos uno mismo... uh oh uh uh oh”

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