miércoles, 15 de octubre de 2008

La lluvia y El Cronopio

Las gotas de lluvia besan la tierra murmurándole:
"Somos tus pequeños que te añoramos madre, y volvemos a ti desde el cielo".
Rabindranath Tagore


Siempre me ha dado terror hacer maletas, además de que siempre he sido muy mala para hacerlas. Hace mucho tiempo, cuando estaba en la universidad, oí que era mejor viajar ligero de equipaje, precepto que apliqué durante muchos años. No obstante, en aquel entonces era fácil viajar ligero de equipaje, porque uno se iba de mochilero a todos lados y no le importaba nada de nada. Yo llegué a pasar 15 días en La Barrita (una playa desierta y virgen que se encuentra en el kilómetro 187 de la autopista Acapulco-Ixtapa) con un backpack, en el que, además de ropa, metía dos botellas de tinto y una toalla de playa. Cuando dejé atrás esa etapa, entré en la de María Felix: viajaba con 2 maletas y dos bolsas de mano y regresaba del viaje con más de la mitad de la ropa sin usar. Es evidente que a esta edad una ya no puede viajar con tres trapos y dos botellas de vino. Los lugares ya no son aquéllos a los que se puede entrar de chancla oaxaqueña y sin peinar. Ahora una debe llevar de menos dos cambios para cada día de las vacaciones: uno para pasear en las mañanas y otro para salir a cenar en las noches y tal vez un tercero para después ir a bailar. Esto sin contar con los 18 productos para embellecer: el contorno de ojos, el exfoliante, la crema de día, la de noche, los perfumes (dos aromas diferentes: para día y para noche), el shampoo, el tratamiento capilar, el pañito para lavar la cara, la piedrita para lavar los pies... En verdad viajar se empieza a complicar mucho a partir de los treinta, y mucho más si es un viaje de trabajo, en el que, además de lo antes mencionado, hay que cargar con los trajes sastre. En fin, volvamos al pánico de empacar.

Siempre que tengo que empacar logro engatusar a alguien que se vaya a mi casa, ya sea a hacer la maleta, o bien a hacerme el trago amargo un poco menos amargo. Como parte de mi engatusamiento ofrezco siempre cena y vino. Cuando me fui a Suecia Lore me hizo la maleta completa, no me faltó nada en Suecia. El año pasado que me fui a Buenos Aires, a Montevideo y finalmente a un congreso en Punta del Este, la Hormiga me ayudó a clasificar los cambios de ropa con agenda en mano: 2 trajes sastres para el congreso, un vestido para el cocktail de inauguración, otro para la cena de clausura, dos cambios de ropa para las cenas de honor... Y así, he aprendido a combinar entre la soltura y desfachatez universitaria y la sofisticación María Felix de los treinta y tantos. Ayer engatusé a Alec y a la Hormiga, otra vez. Me voy a Buenos Aires mañana en la tarde y me voy por varios días, en uno de esos viajes en los que necesitaré el atuendo cuco para cenar, la blusa sexy para salir, el pantalón de diario para pasear y los 50 accesorios que van con todo lo anterior. Así pues, la Hormiga y Alec se instalaron en mi cuarto, vino en mano y previa degustación de pizzas Domino’s, a ayudarme a hacer maleta. Fue así como, mientras contaba anécdotas de viajes y Alec me comentaba que no entendía por qué lo había requerido a él, quien no era precisamente el amigo gay para opinar sobre el atuendo cuco para la cena y la blusa sexy para el antro, recordé una anécdota maravillosa que, por falta de tiempo y desidia, no les había contado. Como nunca es tarde, les contaré lo que me sucedió en Xilitla en abril del año pasado.

El Cronopio y yo habíamos decidido hacer un viaje de una semana completa en el que nos pasaríamos el tiempo puebleando y conociendo lugares extraordinarios. Organizamos un viaje que comenzaba en Xilitla, pasaba por Real de Catorce y terminaba en Querétaro, en casa de su hermana, en total eran como siete días. Este sería un viaje más parecido a los viajes universitarios que a los sofisticados con miles de cambios de ropa. Por tal motivo, no convoqué ayuda y sólo engatusé a Nami, a quien no le queda de otra porque vive conmigo y pues es la cláusula trigésima octava del contrato de “mejores amigas”. Justo ese día habíamos invitado a Elka a tomar un vinito a la casa, así que la preparación de la maleta se llevó a cabo en medio de queso, pan y vino. Yo iba y venía de mi cuarto a la sala mientras les preguntaba a Elka y Nami qué me llevaba de ropa. Después de 2 botellas de vino, ni ellas me contestaban ni yo prestaba atención a las respuestas. Empaqué lo que pude y como pude: trajes de baño, un par de jeans, una pijama con la que me moría de frío, unas chanclas que se me rompieron en el viaje y dos pants. Al día siguiente me fui temprano, o tarde, no recuerdo.

Llegamos a nuestro primer destino: Xilitla. Después de pasear por el parque de sir Edward James y subirnos a todas la esculturas y tomar muchas fotos, cenamos en un lindo lugar y nos fuimos a dormir. Al día siguiente fuimos al Sótano de las Golondrinas, un lugar bellísimo en un pueblo que se llama Aquismón. Es una cueva, un abismo a la mitad de la nada con no sé cuántos metros subterráneos. Por las tardes, a partir de las 6.00 pm., comienzan a resguardarse ahí cientos de golondrinas y periquitos que llegan en parvadas y de pronto, en un brusco vuelo a pique, se sumergen hacia la cueva. Regresábamos de ese hermosísimo espectáculo y todo era bello: amábamos la naturaleza, estábamos agradecidos por haber presenciado aquello y todo era magia. Regresamos en la caja de una camioneta pick up, que tenía un techito mal puesto sobre unos soportes de metal oxidado y un asiento todo destartalado que nos hacía rebotar peor que reces, pero no importaba porque TODO era mágico, parecíamos drogados. En ese momento comenzó a diluviar. Al principio el diluvio era también obra de Dios y la naturaleza y agradecíamos y celebrábamos la lluvia, pero después de 20 minutos de viaje bajo el diluvio, tan fuerte que teníamos que gritar para escucharnos, parados y sosteniéndonos del techito oxidado, saltando para todos lados y muertos de frío, el diluvio comenzó a no ser tan atractivo y la naturaleza no tan benévola. Finalmente llegamos al hotel empapados de pies a cabeza y muertos de frío. En la recepción pregunté si tenían servicio de lavandería, como si me encontrara yo en el Sheraton o algo parecido, y evidentemente me mandaron mucho al carajo. De nada servía enojarme, aunque me acababa de quedar sin uno de los dos únicos jeans que llevaba y el viaje apenas comenzaba. “Bueno, es parte de la magia”, pensaba, y el siempre buen humor del Cronopio me alentaba a no enojarme: ya me pondría mis jeans sucios y lodosos y de, todas formas, él me veía linda, o al menos eso decía. Llegando a la habitación nos metimos a bañar. Yo intenté enjuagar los jeans y la playera para que de menos no estuvieran lodosos. Salí de bañarme y comencé a caminar por el cuarto, de pronto... me mojé los pies. ¿Por? ¿Qué pasa? Y comencé a darme cuenta de que el cuarto se había inundado completamente por la lluvia. La ventana del balcón no estaba bien sellada y por ahí había entrado agua. Busqué mi diminuta back pack universitaria y la levanté del suelo chorreando, mientras veía que la maleta del Cronopio estaba delicadamente subida en una mesita, totalmente seca. Comencé a sacar mi ropa absolutamente mojada y, mientras exprimía la pijamita que no me tapaba nada, pegaba de gritos y lanzaba improperios. El Cronopio, sereno como siempre, me preguntaba desde la regadera que qué me pasaba, y yo seguía gritando como loca.

Me amarré la toalla, era lo único seco que poseía en ese momento, y bajé hecha una pantera a la recepción. Argumenté que como la ventana del cuarto no estaba sellada de la parte de abajo, ellos eran responsables de toda mi ropa mojada y se las tenían que arreglar para que yo tuviera ropa seca. El tipo de la recepción me miraba con asombro y con cierto dejo de incredulidad, mientras yo seguía desviviéndome en argumentos retóricos para hacer valer mis violados derechos de huésped. Finalmente, dejé de gritonear y me subí al cuarto, en donde yacía el Cronopio con sus pants limpios y calientitos, tirado en la cama, fumando. Al entrar le provoqué un ataque de risa, mismo que hizo que mi furia aumentara. Le conté lo sucedido, vio toda mi ropa empapada, exprimida y extendida en todos los rincones del diminuto cuarto y mi tragedia le parecía muy cómica. ¡Claro que es muy cómica! Pero en ese momento ERA una tragedia y el Cronopio se reía de mí y me repetía acariciándome el pelo: “No te preocupes, Albititita, ahorita lo solucionamos, déjame terminar mi cigarro y lo solucionamos”. Debo aceptar que cuando el Cronopio dice “lo solucionamos” es porque lo va a solucionar y siempre lo soluciona. Así que se me relajé y me tiré en la cama... a seguir pensando en mi ropa mojada y, obvio, mal oliente. Tocaron a la puerta. No recuerdo si el Cronopio abrió o abrí yo con mi atuendo de toalla amarrada. La cosa es que, de pronto, de estar tirada en la cama tratando de relajarme, me encontraba en la puerta del cuarto, cubierta por el cuerpo del Cronopio que se interponía entre el hombre que tocó a la puerta y yo y que hacía ademán de detenerme para que no le saltara a la yugular al chico de la recepción, que me había dicho, muy quitado de la pena: “Usté es a la que se le mojó la ropa”. “Sí”, respondí muy enojada con mi toallita amarrada. “¡Ah!, y qué no era usté la que quería que se le secaran los jeans porque se mojó en la lluvia”. “Sí”, respondí sin saber a qué se debía este interrogatorio. “¡Ah! Y no será que usté solita mojó toda su ropa para que se la secáramos”.... ¡O sea! ¿Cómo? En este momento fue cuando el Cronopio tuvo que ponerse entre el hombre y yo, supongo que cuidado la vida del hombre. No recuerdo qué tantas cosas le dije al hombre, sólo recuerdo que finalmente se llevaron mi ropa y mi back pack, después de revisar detenidamente, y con mirada sospechosa, el hecho de que la maleta del Cronopio estuviera completamente seca.

El Cronopio me prestó una camiseta para dormir y al día siguiente me puse lo primero que se secó: unos pants delgaditos y una blusita. “Menos mal que, gracias a las botellitas de vino, empaqué pants a lo loco”. Me entregaron mi ropa, mal oliente pero seca. Me volví a enojar, quería empezar a gritar otra vez pero, una vez más, el estoico Cronopio me subió al coche y me metió una paleta en la boca. “Te van a boletinar en todo San Luis Potosí, Albititia, se reía, van a decir de ti: ‘Miren, ahí viene la señora que moja la ropa a propósito para que se la sequen’”, decía muerto de la risa. Manejábamos rumbo a Real de Catorce cuando retomé el tema de la ropa mojada y la lluvia. Le venía diciendo al Cronopio que a mí me gusta la lluvia para verla y para escucharla, desde una cabaña con chimenea y envuelta en una manta con un té caliente. Que no me gustaba mojarme y que incluso de niña me escapaba como podía de las guerritas de globos con agua. El Cronopio se reía cada vez más de mí. La carretera era muy linda y el Cronopio abrió el quemacocos para disfrutar el aire y el bosque. Al poco rato empezó a llover. El Cronopio no movía un dedo para cerrar el quemacocos y entonces lo quise cerrar yo, pero él lo abría, practicando su tan adorable pasatiempo: fastidiar gente neurótica, o sea, yo. En el pleito de abrir y cerrar el quemacoco, el Cronopio dijo entre risas: “No, Albititita, este debe ser tu viaje de aprendizaje y tolerancia. Tienes que aprender a mojarte y no encabronarte. Entre más te encabrones, más te vas a mojar”.

Besos y estrellas,

1 comentario:

  1. Bomyú!
    o bonuit mas bien... he estado desaparecida, si, harto... mi madre ya estable porque... tan tan tan tan... ahorita te hablo y te cuento
    De Twilight lei ya los 3 primeros libros y me he entretenido bastante... no me atrevi a ver la peli... no he ido al cine desde diciembre
    la vida va... pasa... y yo, voy a través de ella
    besos miles
    la ingratita

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