sábado, 1 de diciembre de 2007

Allá donde tú estabas

En verdad os digo que el adiós no existe:
Si se pronuncia entre dos seres
que nunca se encontraron,
es una palabra innecesaria.

Si se dice entre dos que fueron uno,
es una palabra sin sentido.

Porque en el mundo real del espíritu
sólo hay encuentros y nunca despedidas,
y porque el recuerdo del ser amado
crece en el alma con la distancia,
como el eco en las montañas del crepúsculo.

Khalil Gibran



Bellini, WTC, viernes por la noche, vísperas de Navidad. La ciudad se viste de luces y tráfico desesperado, como siempre. Él la espera. Ha pedido una botella de Veuve Clicquot para celebrar el aniversario, intentando sorprenderla. Ella llega, como dicta su estilo personal, media hora tarde, ligeramente despeinada, apurada, desordenada. Lo saluda con un breve beso fugaz y, en su intento de sentarse, tropieza con su abrigo (el de él), deja caer la bolsa abierta y desata un pequeño apocalipsis. De su bolso emergen los tesoros del caos: un juego de aretes que creyó perdido en su último viaje de trabajo, dos panti-protectores, un encendedor, dos labiales y un gloss de toronja a medio usar, una cigarrera vacía, que nunca ha visto un cigarro, una cartera hinchada de bauchers ya vencidos, tres espejos (ninguno útil), una bolsa de maquillaje abierta como caja de Pandora, un enchinador de pestañas traidor, cápsulas de calcio, una botellita de agua casi vacía, un paquete de Kleenex, su Blackberry moribundo, y tres sobres cerrados que son casi gritos: American Express, Cablevisión, Telmex.

Él, sin inmutarse, se arrodilla y empieza a ayudarla a recogerlo todo. Ríe. Una risa franca, nostálgica, la misma de hace años, pero con un eco distinto. Le sigue haciendo gracia su caos, su torpeza. Ella también se ríe, mientras esconde la vergüenza con un gesto automático. Se sientan. Él le sirve champagne, sonríe, con la misma cara de quien cree que ha hecho una gran elección. Ella no lo corrige. No todavía.

Entonces suena su celular, el de ella. Ella empieza la excavación arqueológica en la bolsa, vuelve a sacar todo, encuentra el aparato.

- "Dame un minuto, corazón, es mi jefe", y se va caminando por el restaurante mientras habla con expresión de funeral.

Son catorce minutos. Él los cuenta. No por impaciencia, sino porque algo, muy dentro, comienza a sentir que su tiempo, el de ella, ya no le pertenece, a él. 

Ella cuelga, camina un poco más y se pierde en ese restaurante giratorio. Da dos vueltas y pasa junto a su mesa sin verlo. Él la deja, la observa, se ríe. Aún le parece adorable esa torpeza, por alguna razón, empieza a sentir nostalgia, le duele un poco, no sabe qué.

A la tercera vuelta, la toma del brazo. Ella se sorprende. Él le acerca la silla. Ella se sienta.

Él sirve otra copa. Brindan. Sonríen.

Él: "Salud, ¡ah!, por tu besos ¡Buen champagne!"
Ella: "Sí, muy bueno. ¿Cuáles besos?"
Él: (Con una risa breve) "¿Cómo que cuáles besos? Tus besos, en general".
Ella: "Ah! ¡Claro! Sí. Salud, mi amor". 

Ella comienza a hablar, desplegando la madeja de su día: el trabajo, que consume horas y paciencia; la casa, que siempre espera un milagro para ordenarse; la última visita al súper donde, como olvidó la lista, compró cosas que no necesitaba y olvidó las esenciales; la depilación láser que duele menos pero no desaparece, y el nuevo galán de su mejor amiga, que, según cuenta, parece salido de un promocional de la Época de Oro del Cine Mexicano. Él, paciente, se dedica a servirle champagne y a tomar su mano para llevársela al pecho, gesto que es eco del amor que todavía los sostiene. Ella, distraída, comenta que la chica del manicure está de incapacidad por maternidad y que sus uñas están hechas un desastre, y retira su mano porque se avergüenza de sus uñas. 

- "¡Felicidades, hermosa!", dice él, sonriendo.
- "Sí, felicidades... ¿por qué?", responde ella, sin levantar la guardia.
Él ríe, con esa risa que sabe a complicidad y a tiempo compartido,  "Ya son, ¿cuántos?, ¿tres años?"

Ella se sobresalta, como si hubiera despertado de un sueño en medio de una tormenta.

- "¿Hoy es 9 de diciembre?"
- "Sí, hasta las 12.00 de la noche", responde él, sereno.

Ella baja la mirada, culpable, y murmura:
- " Amor, perdóname, lo olvidé por completo. No tengo vida desde que empezó este proyecto en la compañía, pero, ¿sabes?, es muy importante para mí porque justo ahora...

La botella de champagne se termina. Ella interrumpe con una pregunta entre juego y verdad:

- "¿Cuáles besos?"

Él toma el resto de su copa, pide la carta con una mano firme y responde con una sonrisa que esconde una tristeza apenas disimulada:

- "Los de antes", dice él sin apartar la mirada del menú.
- "¿Los de antes?", replica ella, sus ojos buscando los de él en un acto silencioso de humildad.

Y en esa mirada, en ese momento, encuentra las primeras notas de abandono, un adiós disfrazado de ternura, acompañado del último champagne que beberían juntos. La mirada se prolonga, se hace dolorosa y es él quien rompe el silencio con palabras que duelen más que cualquier reproche:

- "Eres una persona maravillosa, han sido tres años adorables". 

A ella se le escapa una lágrima, lenta, inevitable. Con voz lábil dice:

- "Hace meses que no te doy un beso", y las lágrimas empiezan a brotar de sus ojos. 

Él aprieta su mano y la besa con suavidad, como si quisiera devolverle un poco de lo que se va. En ese instante, el mesero regresa a tomar la orden. Ella se limpia los ojos con la mano libre, toma su bolso y comienza de nuevo el ritual de sacar, una por una, las veinte cosas inútiles que siempre lleva consigo. Entre ellas, un estuche de lentes. Los de él.

Se los entrega sin decir nada. Él vuelve a besarle la mano, un gesto pequeño, un último puente.

Ella hace el mismo gesto y susurra:

- "Me tengo que ir"

Él la mira y en esa mirada la complicidad brilla, intacta, como un faro que no se apaga a pesar de la tormenta que se avecina. En silencio, se repiten todo el amor que se tuvieron y recuerdan cómo fue cuando se amaron, sin miedo ni distancia.

Él pregunta con un dejo de ironía triste:
- "¿Te vas sin cenar?"

Se ríen, dos amantes, que saben que esa noche volverán a ser dos extraños. Ordenan la cena y comparten los platos con un cuidado casi ceremonial. En cada bocado, en cada sorbo, en cada aliento, ella le devuelve a él el alma que él le compartió durante todo ese tiempo. Él, él se alimenta de su magia, de su fugacidad, y en cada bocado, en cada sorbo, en cada aliento, le devuelve uno a uno los secretos que ella dejó, sin saber, en su cama.


Para ti, "que has aprendido a vivir como si nada fuera eterno". Desde el recuerdo, siempre, querido Cronopio. 

Besos y estrellas, 
A. 


viernes, 27 de julio de 2007

La adolescencia prolongada

"El adolescente vive en un estado permanente de embriaguez espiritual".
Platón

El sábado pasado fui a una cena en casa de un amigo que fue mi compañero en la universidad. Teníamos mucho tiempo sin vernos y conforme nos íbamos poniendo de acuerdo para coordinar las apretadas agendas de la vida adulta y lograr cenar juntos, nos fuimos acordando de todos los amigos, y poniéndonos en contacto con ellos, y así acabamos organizando una cena con 12 comensales. 

La universidad la dejamos hace algún tiempo, ahora se supone que somos personas serias, adultas, que pagan cuentas, casados, divorciados, vueltos a casar incluso y algunos ya hasta un pequeño hijo por ahí. Por todo esto, yo me esperaba una cena de adulto contemporáneo, que es lo que ahora somos. Es decir, una mesita elegantemente puesta, aperitivo, plática de política, medio ambiente, trabajos actuales, dificultades laborales,  posteriormente cena con vino y luego ya, seguirse con el vino sin duda, para finalmente tomar un café y regresar a casa a la 1 am a más tardar. Para mi grata sorpresa, resultó que volvimos a ser los universitarios de entonces y hasta me atrevería a decir que la pasamos mucho mejor que cuando estábamos en prepa: el liceo tampoco dejaba mucho espacio para el esparcimiento.

Llegamos a un lindísimo departamento en Interlomas, con una hermosa vista y un decorado minimalista de muy buen gusto y nos sentamos en la sala, alrededor de una mesa de centro que tenía papitas y más papitas, me sorprendió un poco pero comí papitas, preguntándome en silencio dónde estaría el jamón serrano y los bocadillos Melba. El anfitrión se apresuró a servir una primera ronda de vodkas (mmhhh..., ¿ya así?, ¿de plano?, ¿brincar a los fuertes sin el aperitivo?¿Sin vinito? y el vinito? Bueno, la verdad que yo no soy difícil de convencer y a la Tierra que fueres haz lo que vieres). Yo venía acompañada de mi nuevo galán, que en realidad es el resucitado del Pleistoceno superior, siempre feliz, siempre agradable, siempre cínico y superlativamente insubordinado Cronopio. Aunque el Cronopio y yo hemos vivido ya varias etapas de una relación, creo que esa fue la primera reunión a la que me acompañó con mis amigos universitarios. El Cronopio galán es todo un hombre él, hecho y derecho, un abogado renombrado, de 36 años bien puestos, ideas concisas y abundantes, un ser muy pensante, sárcastico y extremadamente divertido. No obstante, estaba un poco temerosa suponiendo que podría llegar a aburrirse  con las típicas conversaciones de los viejos amigos de un colegio: 

-“¿Te acuerdas del maestro de Amparo?” 
- “¿Cuál? ¿El de los lentes de fondo de botella?” 
- “No, no. Creo que ese nos dio un semestre de Obligaciones solamente. El que nos daba Amparo era el güey este que siempre traía un pañuelo de puntitos rojos en el saco”. 
- “Y, ¿te acuerdas de Claudia Estévez? Pues se casó y tiene como tres chamacos, el esposo le pone el cuerno con la que era amiga de Rocío, ¿te acuerdas de ella? 
- "¿Una flaca, alta de chinos?...” 

Y así empiezan todas las anécdotas universitarias que sólo hacen reír a los que fueron protagonistas de las misas, el resto de los comensales suele aburrirse como ostra. A mí me ha tocado estar en ambos lugares y, desde la ostra aburrida, me preocupaba que mi novio tuviera que ponerse a ver las fotos de los portarretratos del depa so pena de caer dormido en el sofá. Al poco rato, el anfitrión volvió a pararse a rellenar los vasos vacíos. Yo no había terminado ni la mitad de mi vodka cuando la mayoría ya iba por el segundo. 

- “Estás muy lenta, mi Albita, ¿estás fichando?”, me hizo notar mi amigo anfitrión, mientras el resto de los comensales se dedicaba a tomar justo como cuando estábamos en la universidad.

De pronto, el esposo de una de mis amigas (o sea, uno de los que no eran de la universidad, pero venía con muchas ganas de encajar) soltó un albúr de esos bien arrabaleros, digno de una fonda con tele colgada en la esquina. Mi amiga lo miró con amor, resignación y un ataque de risa y le dijo entre carcajadas: “Mi vida, ahora sí ya sacaste lo gato”. Y ahí fue cuando todo se desató.

Después de semejante muestra de elegancia verbal, la reunión dio el giro definitivo y tomó un tono verdaderamente universitario: el alcohol se empezó a tomar por deporte, por instinto o por pura nostalgia, sin importar si venía en una botella artesanal de vidrio soplado o en un garrafón que huele a etanol con esencia de frutas. A esas alturas, nos daba exactamente lo mismo un vodka de 100 pesos que el que Nami y yo, en nuestra versión adulta con pretensiones, juramos preferir.

La cena brillaba por su ausencia. En su lugar, papitas, cacahuates y una charola de queso que se evaporó en cuanto se abrió. La música empezó a subir de volumen y retrasarse en décadas. Lo que sonaba en el iPod del anfitrión era una mezcla cuidadosamente descuidada de: Flans, Timbiriche, Magneto y hasta Fandango.

Me volví hacia Nami y, sin decir palabra, supe que estaba pensando lo mismo: era el momento de ejecutar la coreografía de “Corro, vuelo, me acelero”, con buena intención y buena postura. Y ahí nos tienes: bailando como si aún estuviéramos en secundaria, junto con la esposa del anfitrión y otra esposa (o novia) de otro amigo universitario, que se sumaron al escuadrón femenino desde el primer grito desafinado: "las mil y una noches que pasé (mil y una noches)", aquí el grito desafinado. Porque en toda persona habita una Yuri, lista para salir al menor estímulo auditivo de los 80.

El esposo de mi amiga (sí, el mismo al que minutos antes se le había salido lo gato con su albur nivel Ecatepec) se acercó a mi novio y comenzó a presumirle su coche. El hombre traía un Audi y aseguraba con aínco que “jalaba” más que el Eclipse de mi novio. Spoiler: obvio era cierto. Absolutamente cierto.

Volteé a ver a mi Cronopio, que me lanzó una mirada de auxilio digna de película muda. Claramente decía: “Dime algo, por favor. ¿Qué se contesta en estos casos?” El Cronopio cultiva el cerebro, no los músculos y mucho menos los motores y los autos. Yo tampoco tenía idea. Aquello ya era una reunión versión fiestón ochentero: alcohol en todas las superficies, mis dos amigas tratando de bailar "Ven Claridad" como si no hubieran pasado veinte años, el anfitrión sirviendo ron con vocación de cantinero y otro amigo contando frente a la esposa del anfitrión todas las legendarias borracheras universitarias, con especial énfasis en cómo el anfitrión (o sea, el marido de la mujer que tenía enfrente) “se ligaba a la vieja que quisiera”. ¡Que alguien por favor lo calle! Y ya que estamos en eso, que le quiten a la anfitriona de enfrente, por caridad.

Mientras tanto, Nami buscaba frenéticamente la siguiente canción en el iPod y decía en voz alta, más para sí que para el mundo: "¡Ay! ¿En esta iPod no tienes Fresas?" (¡En la madre! ¿Entonces en cuál sí?) Y ahí estaba yo, rodeada de esta parafernalia preparatoriana, viendo cómo mi novio era acorralado con preguntas sobre la velocidad de su coche, retado a demostrar potencia como si estuviéramos en una película de Rápido y Furioso, Edición Interlomas. Él solo buscaba aprobación en mis ojos, aprobación para seguir provocando al amigo que sí es fanático de los coches. Pero yo le lancé la mirada de “es tu bronca, compadre”,  porque si los papeles estuvieran invertidos y sus amigas me estuvieran preguntando sobre manicure, implantes de senos o delineado semipermanente, tampoco esperaría que él me salvara.

Y me fui, dignamente, a la cocina a seguirme alcoholizando. Luego intenté ir al baño, pero estaba cerrado con seguro: uno de nuestros amigos estaba ahí adentro, con su esposa, en plena pasión de prepa. Porque aparentemente la nostalgia también tiene efectos afrodisíacos. El anfitrión, muy amable, me permitió usar el baño de su recámara mientras me contaba, resignado, que sin duda iba a tener problemas con su mujer por la letanía de conquistas que el otro amigo había relatado con tanto entusiasmo (y tan poca conciencia de contexto).

Cuando regresé, mi Cronopio estaba enfrascado en una discusión técnica, en la cual él carecía de tecnicismos, sobre velocidad, potencia y caballos de fuerza. No tenía datos. No tenía argumentos. No tenía idea. Pero ahí estaba, firme, asegurando que su Eclipse era “una nave” y que el Audi del otro no pasaba de “bochito caro”. Lo dijo con tal convicción que hasta yo estuve tentada a creerle.

Me senté junto a él, riéndome en silencio del enojo inflamado del otro contendiente en el concurso de naves potentes. Pero también sonreí, de verdad, al ver lo que me pareció su mejor jugada de toda la noche: esa adaptación sin reservas, sin condiciones, a una fiesta que no era la suya y a un pasado que, aunque no le pertenecía, estaba dispuesto a habitar, solo porque era el mío.

Me levanté por otro vodka y me lo serví en un vaso que, francamente, no sabía si era el mío, el de Nami, el del Cronopio o de cualquier otro comensal con el que ya habíamos compartido papitas, anécdotas y, sin duda, bacterias. Cuando regresé, encontré al hermoso Cronopio bailando “Tú y Yo Somos Uno Mismo” con dos de mis amigas y con coreografía incluida. La escena me hizo soltar una carcajada y me uní al baile de buena gana, porque, seamos honestas, no hay mejor prueba de amor que ver a un hombre de 36 años integrarse sin resistencia a una fiesta con vibra de prepa y terminar discutiendo con otro señor sobre la potencia de su coche… sin tener la más mínima idea de lo que está diciendo. A las 2 a. m., mi único temor real era que la siguiente fase de la fiesta incluyera a todos los hombres sacando orgullosos sus miembros viriles para compararlos al grito de: “¡yo la tengo más grande que tú!”. Eso no pasó. Tristemente. Porque la antropóloga que vive en mí hubiera disfrutado muchísimo ese espectáculo.

Al día siguiente, los 36 años nos pasaron la factura con intereses. A las 11 de la mañana seguíamos tirados como momias mal embalsamadas y a las 13 horas cancelamos sin culpa una comida familiar para quedarnos bebiendo un vinito, viendo películas de terror y recordando entre risas todas las teorías mecánicas que el Cronopio le soltó a mi amigo como si trabajara en la Fórmula 1. Una noche gloriosa, como si la vida solo nos hubiera disfrazado de adulto funcional por un ratito pero con las canas que ya le salieron a la cruda.

jueves, 14 de junio de 2007

Lo caras que pueden salir las crisis... o comprarse unos zapatos Prada

El malvado descansa algunas veces; el necio jamás.
José Ortega y Gasset



Este es un texto muy mujeril y bastante largo, así que ténganle mucha paciencia y vayan leyéndoselo de a poquito. A mis amigos hombres, sí, se los voy a mandar, aunque en realidad entiendo que no lo disfrutarán tanto como las mujeres, pero pediré de favor que les sirva para tratar de entender un poco a sus mujeres.

Así pues, mi historia empieza un día de ocio en Pabellón Polanco. Un día cualquiera en el que fui a comer con Lili, Tapia, Felipe y Emer. Edgar se apellida Lili, cosa que nos resulta por demás extremadamente hilarante y por eso preferimos llamarle Lili o, a veces, Controler. ¿Saben por qué? Porque es el Contralor de la empresa ¡Qué tal eh! Vale la pena agregar que parte del equipo creativo de EMI pasa su vida soltando perogrulladas a diestra y siniestra, por lo que se han vuelto parte importante de la cultura culinaria de EMI la perogrüllez (maestro Arriga, ¿cómo se escribe esto?) en todo su esplendor. Cabe señalar también que una parte de nuestra cultura culinaria transcurre en Pabellón Polanco, lugar en donde solemos estacionar el coche para después comer unos deliciosos y dietéticos sopes en los Caldos Leo. Tapia, Adolfo Tapia, es mi Gerente Creativo, bueno, no mío pero como si fuera. A Felipe muchos de ustedes ya lo conocen de referencia o en vivo y en directo, Felipe (Monki) es quien se mete a robarse los cafés de los laboratorios del Chopo alegando que espera a una amiga que se está haciendo una resonancia magnética, esa paso a ser yo. Felipe es el músico-creativo-productor de EMI y blanco de todas (o casi todas) las angustias de Tapia, su jefe. Emer es mi jefe, quien desde hace un par de meses es ya jefe de todos. Mi jefe es mormón[1], serio, justo, estoico, altamente conservador, reservado, sumamente meticuloso y toma el trabajo con una seriedad absoluta. Todos somos un grupo “que se nivela”, por decirlo de alguna manera. Están los creativos: dispersos y divertidos. Emer: serio y preocupado y Lili y yo que nos estresamos la mitad del tiempo pero la otra mitad nos tiramos a la dispersión y a la diversión con los creativos.

El día que todo comenzó habíamos comido nuestra dietética comida en los caldos Leo y estábamos “curioseando” en Pabellón Polanco. Lili, Felipe y yo pasábamos frente a la vitrina de PRADA y atrajeron mi atención unos lindos y originales zapatitos repletos de plumas. “Yo los quiero, no me importa cuánto cuesten”, aseveración que resulta muy comprensible en alguien como Paris Hilton, por ejemplo, quien además de saber de prisiones y borracheras, supongo que sabe mucho de marcas y de moda. Para mí, la moda existe en las revistas y en las pasarelas, en el mundo real igual me da Zara que el tianguis de la Cibeles y lo mismo me pongo un traje sastre (porque no me queda de otra) que una falda larga con cascabeles que hacía desesperar a Nami ya desde mis tiempos de universitaria. Y, al parecer, ahora también ya me dan lo mismo mis huaraches 100% made in Oaxaca que mis zapatitos PRADA. El caso de los zapatitos PRADA comenzó así, sin más ni más: $3,480.00 pesos a seis meses sin intereses con su tarjeta Banamex. Bueno, sí, es caro, para unos zapatos es caro, sobre todo porque mis delicados pies lucen sendos juanetes, desde tiempos inmemoriales, del tamaño de dos nueces. Los zapatos eran, como es de suponerse, tremendamente incómodos para alguien con unos juanetes de tanto abolengo y de tales dimensiones, pero eso no era importante, lo importante era que tenían plumas. ¿Qué más se puede pedir de unos zapatos? Les voy a contestar con mucha sencillez: que sean completamente incombinables, como son los hermosos zapatitos PRADA, cuyas plumas son azul grisáceo, beige con motitas café oscuro y están finamente retocados con las puntas de unas plumas de pavo real, o sea, verde avispón. Eso es lo que hace que unos zapatos sean completos, holísticos digamos: que sean incómodos e incombinables. Pero no importa, yo me los estaba probando y Lili y Felipe me estaban alentando a comprarlos. Lili alegaba que en qué más puedo gastar mi dinero si no tengo grandes responsabilidades: no tengo una hipoteca ni unos hijos que mantener. “Ajá, buen punto, pensé, cuando tenga hijos no voy a poder comprarme zapatitos de plumas”, claro, olvidé comentarme en ese momento que cuando tuviera hijos los zapatitos seguirían guardados en su cajita y finamente envueltos, porque nunca encontraría algo lo suficientemente lindo para usarlo con ellos. Finalmente, asesorada por el financiero de la oficina y EL creativo fashion, no me quedó otra que comprarlos, ¿qué podía hacer?, tenía la mejor asesoría que se puede requerir para estas decisiones tan importantes. Los zapatitos holísticos fueron guardados en mi clóset. Mi intención era estrenarlos en la boda de mi amiga Ana, para la cual faltaban como tres meses, así que tenía tiempo de escoger un vestido que le combinara y unos accesorios lindos, que por ningún motivo podían robarle atención a los zapatos. Incluso pensé en mandarme hacer un vestido que también tuviera plumas, al fin y al cabo tenía tiempo de sobra y mi sastre es muy buena.

Transcurrió el tiempo y los zapatitos seguían guardados, yo sólo me acordaba de ellos cuando llegaba mi estado de cuenta y pensaba: “Ay, Alba, espero que estos espasmos de insensatez te ataquen sólo una vez cada tres años”. También se acercaba la boda de Ana, pero la ausencia del atuendo ideal para los zapatos no me preocupaba, empecé a pensar: “bueno, si no me da tiempo de mandarlo a hacer, igual me compro uno hecho y tal vez le pego las plumas y ya”. Pero, el tiempo seguía pasando y mis ajetreados fines de semana sumamente productivos, consistentes en: cine, blockbuster, cenas en casa, vino tinto, vodka riki, Watashi, más cines y más vino, no me permitieron salir a realizar tan importante empresa.

La boda de Ana estaba a dos semanas de distancia y yo caí en una crisis existencial, derivado de un suceso un tanto desagradable e imprevisto para mí, que no me permitía pensar en nada, ni hacer nada, ni querer nada, ni nada de nada. No obstante, como todos ustedes sabrán, las crisis tienen sus altas y sus bajas. Dentro de mis altas, me comportaba como una persona medianamente sensata: venía a trabajar, me alimentaba sanamente, llegaba temprano a casa, iba al gimnasio y leía. PERO, en mis bajas era un ser humano incongruente, inestable, insensato, iracundo e irracional: no llegaba temprano ni a la chamba ni a ningún lado, pasaba horas mirando por la ventana, tomaba todo el pinche café que se antojaba (como saben, lo tengo restringido por instrucciones médicas), no iba al gimnasio ni leía ni nada y, llegando el fin de semana, me dedicaba a evadirme con unas cervecitas y la Watashi, y sólo con la Watashi porque absolutamente a cualquier otra persona pude haberle aventado los zapatitos de plumas en la cabezota y bueno, alguna vez le pedí que se callara, así ya, de plano: “¡calla Watashi que te voy a aventar la catsup en la cabeza!”

Cuando en mis bajas no tenía nada que hacer ni dónde evadirme ni nada, entonces le ordenaba a mi mente que se ocupara, ¡por piedad!, en alguna intrascendencia. Y, automáticamente, mi mente volaba al atuendo adecuado para la boda de Ana. Era todo un problema a resolver por varias cosas: 1) la boda de Ana era a medio día, 2) la boda de Ana era en un jardín en Yautepec, 3) a la boda de Ana nadie se iba a caer de formalidad, al contrario, pintaba más para ser una boda hippie en la cual de pronto pasara por ahí algún Krishna, 4) en la boda estarían dos exnovios míos (¿o tres?) y mi exmarido y 5) en la boda estaría la madre de unos de mis exnovios, de quien nuca fui santo de devoción. Por lo tanto, el atuendo debería ser sofisticado, sí, porque yo soy una nena muy sofisticada, je je, pero no muy llamativo, cosa que no logré. Pasé por varias etapas.

La primera fue: “Me valen madre los zapatitos holísticos, me voy a llevar el vestido rojo, que siempre me pongo para los eventos diurnos, y ya”. Pero el vestido rojo me hacía ver gorda, ¿cómo no si podría ser modelo de Botero con mis 50 kg.? La segunda etapa, cuando me probaba el vestido rojo, era: “Bueno, no me veo tan mal. Sí soy una gorda obesa, pero no me veo tan mal. Pero no me puedo llevar los mismos zapatos que siempre me pongo con este vestido porque ya están muy viejitos. Bueno, me compro unos zapatos rojos”. De ahí saltaba a la tercera etapa: “Bueno, si ya me voy a comprar unos zapatos rojos, ¿qué tal que mejor me llevo el vestido negro? El vestido negro es más sexy. El vestido negro, con los accesorios correctos, puede ser usado de día y de noche. Además, si compro accesorios en rojo y, tal vez, en verde, por ejemplo, puedo tener dos atuendos diferentes, a ver cuál me gusta más”. El problema estaba medianamente solucionado: los zapatitos PRADA se quedarían en casa y yo ya no tendría que gastar en un vestido, sólo en dos pares de zapatos, dos collares, dos bolsas y dos chalinas que pudieran conformar el “outfit” rojo y/o el verde. La cuarta etapa era una mezcla de todas las anteriores: de pronto regresaba a la idea de llevarme los zapatos de plumas, media hora después volvía pensar en el vestido rojo y dos horas más tarde me decidía por el negro y entonces empezaba mi angustia por la serie de accesorios que no tenía. Pasaba horas con Watashi dilucidando cuál sería la mejor estrategia. Ella, mientras, se mantenía estoica con su vestido amarillo de florecitas moradas; obvio, a ella los formalismos nunca le han incomodado y por eso ella sí brillará en sociedad, el día que deje de tomar vodka.

A mí los vestidos de florecitas no me gustan. De hecho, las “reglas de etiqueta” para boda de día tampoco me gustan. La etiqueta dice que a las bodas de día se va con un vestido corto, abajo de la rodilla, corte channel, de color claro, floripondio u olanudo, con algún sombrero y perlas. En resumen, cosa más ridícula y menos sexy que un atuendo para boda de día no puede haber. El vestido no puede ser negro, ni blanco, ni beige. Mis zapatos de plumas combinan perfecto con tonos crudos como el beige o el hueso, o el gris claro, pero el gris claro tampoco se lleva a una boda de día. Una semana antes de la boda de Ana, me dediqué a pasearme por las denominadas “tiendas departamentales”, nunca he entendido por qué: Palacio, Liverpool y Sears, sin encontrar nada que me satisficiera. Todos los vestidos eran floripondios y olanudos, y los que no, eran negros, blancos o beiges. El fin de semana anterior a la boda de Ana, me fui al cumpleaños de mi amiga Elka, que me prestó un lindo vestido azul grisáceo perfecto para los zapatitos de plumas, pero que me quedó grande. Para este punto, el caso del vestido estaba tomando amplias proporciones, la mitad de la gente que me conoce estaba enterada del estrés del vestido y del color de los zapatos de plumas, la otra mitad no, porque no había hablado con ellos, no por otra cosa.

Al día siguiente, el domingo anterior a la boda de Ana, me fui al centro a pasearme por todo 20 de noviembre. Me probé aproximadamente 15 vestidos, y los únicos que combinaban perfecto con los zapatos eran dos vestidos blancos: mi búsqueda estaba destinada al fracaso y yo, también. Regresé a casa con la mente saturada de vestidos y con la firme convicción de que al día siguiente iría a comprar los zapatos rojos y los verdes y me llevaría el vestido negro. Convicción que se borró de mi mente el lunes, cuando nuevamente tuve una baja en mi crisis y decidí que de plano ya no iba a la boda. ¿Para qué si de todos modos me iban a tirar mala vibra las nuevas novias y esposas de mis exes y los padres de mi otro ex, el de las primaveras extraviadas, de más reciente rompimiento? Mejor me quedaba en casa y le cosía plumas a algún vestido para la siguiente boda de alguien. La desgana duró lunes y martes. El miércoles, estando en mi oficina mirando por la ventana sin querer hablar con nadie, decidí que no podía darme por vencida tan fácilmente y que debía comenzar a realizar la búsqueda del outfit perfecto para la boda. Entonces, tomé mis pendientes y salí a paso veloz rumbo a la oficina de mi jefe, el mormón que es muy serio y muy profesional. Iba saliendo de su oficina cuando me interpuse en su camino y le dije en tono muy serio y decidido: “Emer, esto tenemos que verlo ahora mismo porque yo me voy a salir a buscar un vestido para la boda de Ana”. En otra circunstancia, Emer me hubiera dicho amablemente que fuera con Lili a buscar mi finiquito y que había sido todo un gusto trabajar conmigo. Pero, supongo que esta vez se dio cuenta que estaba realmente pasando por una crisis femenina y me dijo que lo esperara en su oficina y que regresaría en dos minutos.

Mientras lo esperaba recordé que en mis primeros días de chamba en EMI me pareció excelente idea ir de vez en cuando al cine a la hora de la comida. Los cines están muy cerca de aquí y generalmente uno se toma menos tiempo en el cine viendo una película y comiendo palomitas que yéndose a la cantina los viernes, regresando ya muy tarde a la oficina y con uno que otro tequila de por medio. Por lo tanto, a mí me parecía muy sano que un viernes de cada dos, en lugar de irnos a la cantina, nos fuéramos al cine. Uno de los días en que tuve a bien llevar a cabo mi sano plan cinéfilo, había terminado todos mis pendientes y en ese entonces, que sólo me llevaba con Monki, le dije que nos fuéramos al cine. Para mí era lo más natural del mundo, eran sólo dos horas de película y estaríamos de vuelta a las 4.30 pm. Era tan cuco mi plan que fui a decirle a Emer que me iba al cine con Felipe. Después me enteré, con el tiempo y conforme me fui haciendo amiga del resto del grupo de trabajo, que esas son el tipo de cosas que uno NUNCA debe decirle a Emer. ¿Cómo? Yo no entendía nada: era más correcto irnos todos a echar los tequilas a la cantina y regresar al filo de las 6.00 pm. los viernes, ¿pero no era correcto ir al cine durante la hora de la comida? Pues así es, con el tiempo me di cuenta. Entonces, estaba en la oficina de mi jefe, recordando el episodio del cine y de pronto pensé: “¡Pero seré imbécil! ¡El vestido es el equivalente al cine!, mi jefe va a regresar con mi renuncia en la mano y, lo peor, no me va a quedar de otra que firmarla. Motivo: un vestido”. Emer regresó y nos pusimos a trabajar. Después de unos veinte minutos me dijo: “Alba, ¿cómo es que un pedazo de tela puede tenerte a ti tan preocupada?” Le contesté que no lo entendía yo tampoco, que estaba sumamente preocupada por “el pedazo de tela” y tan pero tan gorda que todo se me veía de la chingada. Emer me miró, soltó una carcajada, supongo que por mis 50 kilos de peso, y me indicó que me fuera por mi vestido. Salí corriendo y ya en el coche pensé: “¿Qué habrá querido decir Emer con eso de ‘a ti’? ¿Habrá querido insinuar que de plano lo mío lo mío lo mío NO es el buen vestir y, por ende, pa’ qué chingaos me preocupo por un “pedazo de tela”? ¿O intentó hacerme un piropo e insinuar que de cuándo a’ca me preocupan a mí las frivolidades y banalidades teñidas de diferentes colores?, tan profunda yo”. Supongo que nunca lo sabré, el caso del vestido para la boda no es un tema que hayamos vuelto a tratar Emer y yo.

Llegué a la Zona Rosa, lugar donde, según mi madre, hay muchas “boutiques” con ropa “diferente”. Mi pobre madre, a fuerza de haber sido mi madre durante 31 años, ya sabe que su hija no aceptará nunca EL arte de la compostura, LA importancia de la mesura y discreción (su hija escribe en una revista de sexo), LA risa moderada y en bajos decibeles, EL típico vestido floripondio para una boda, finamente retocado con un manicure francés. Así que me mandó a la zona rosa a buscar el vestido. Me caminé la calle de Londres como seis cuadras, encontrando sólo a mi paso un Ted Kenton, Mango, Zara, Bershka, Maringo, Julio.... si me compraba un vestido en cualquiera de estas tiendas corría el riesgo de ir vestida igualita a 10 viejas más invitadas a la boda. En una ocasión, ¡ah!, en la boda de la exnovia de Carlitos, mi texto intitulado “Far away so close”, llevaba un vestido negro de Mango, sí, yo y tres chicas más. Le llamé a mi mamá: “Madre, ¡aquí hay puras tiendas de “marca”! ¿Dónde están las boutiques con ropa diferente?” Mi pobre madre ya no supo ni qué contestar, así que guardé el celular en mi bolsa y me dispuse a caminar las seis cuadras de regreso rumbo a mi coche. Saqué el coche del segundo estacionamiento, para estas alturas ya había yo pagado como 50 pesos de estacionamientos, y me dirigí a la oficina con el afán de terminar toda mi chamba y salirme temprano para volver al plan B y comprar dos chalinas, dos pares de zapatos y dos juegos de accesorios para el vestido negro.

De pronto, pasé frente a una “boutique” pequeñita que tenía en el aparador un vestido negro corto con un adorno en el frente repleto de piedras, brillos y cascabeles. “¡Eso es lo mío!, seguro lo tienen en otro color”. Me metí al tercer estacionamiento y llegué muy esperanzada porque me había encontrado con EL VESTIDO, que, obvio, no tenían en otro color más que en verde. A mí no me gusta el verde y cuando me pongo algo verde parezco rana ojerosa. Así que verde no era la opción. Ni modo, salí cabizbaja y al cruzar la calle, rumbo al pago de 20 pesos más, me topé con otra tiendita a la que, en principio, me metí porque en el aparador tenían una blusa de mangas amplias, chaquiritas y mensadas colgando de todos lados. En esa tienda, arrumbados en un rincón, tenían unos cuantos vestidos “de cocktail” y de noche. Me probé un par de vestidos: uno rosa y otro azul pitufo y decidí que, como no podía decidirme, me compraría los dos, de todas formas, tenía todavía el jueves y el viernes para decidirme. Aunque en realidad no tenía todo el jueves y el viernes porque tenía que trabajar y, además, mis zapatos de plumas NO LE COMBINABAN a ninguno de los dos vestidos seleccionados; razón por la cual era necesario comprar accesorios para ambos vestidos.

Cuando regresé a mi oficina, Lili y Alejandra[2] inquirieron por el vestido. Entonces comencé la descripción[3] : “El vestido rosa es strapless, de licra, completamente ceñido al cuerpo, hasta el tobillo, está abierto del lado izquierdo y la abertura es hasta arriba de la rodilla, en medio tiene un adorno dorado, bordado con chaquiras y lentejuelas, que está justo en medio del busto y del cual salen dos tiras doradas, bordadas también, que se amarran en el cuello. ¡Está bien lindo!”. Ale me miró sorprendida y me preguntó: “Pero, entonces, ¿es largo?” .... mmmmhhhh (silencio). “Sí, sí es largo”, contesté. Y ella volvió a preguntar: “¿Y tiene dorado?”.... mmmmhhh (otro silencio). “Sí, tiene dorado”. Lo bueno de convivir tanto tiempo con alguien es que aprendes a entender sus miradas; no fue necesario que Ale dijera lo que ambos (Ale y Lili) estaban pensando: “Entonces, ¿¡por qué chingados te lo compraste si tu boda es de día y en un jardín!?” Después del tercer silencio, los miré a los dos y dije: “No es un vestido muy apropiado para el día, ¿verdad?”, a lo que Ale agregó: “¡Y tampoco le combina a tus zapatos de plumas!” No obstante, procuré no sucumbir ante el pánico, ya que pánico y crisis de atuendo combinados pueden desencadenar reacciones agresivas. El vestido azul pitufo siempre podía ser opción, aunque también fuera largo y no tuviera absolutamente NADA con qué ponérmelo, ni zapatos, ni bolsa, ni chalina, ni aretes, ni ni madres.

El problema era que ahora estaba muy entusiasmada con el vestido rosa, aunque, si lo recuerdan, yo tenía que lucir “poco llamativa”, cosa que era completamente imposible con un vestido ROSA (no fiusha, no, más bien como rosa bubaloo, ¿se acuerdan de los chicles bubaloo?, ¿esos que tenían “un centro líquido jugoso y su sabor es tuti frutti, de-li-cio-so”? Bueno pues de ese rosa) CON DORADO y, además, largo. Pero, ni modo, toda la energía de mi crisis estaba violentamente versada sobre EL vestido rosa, ya no sobre los zapatos de plumas. Salí de trabajar y corrí a Parque Delta, acompañada de Felipe como asesor de moda, a comprar zapatos y accesorios dorados y plateados; los plateados, “por si acaso”, si acaso cabía en mí la prudencia de la “etiqueta” y la “discreción” y tenía a bien llevarme el vestido azul pitufo. Vi zapatos, vi accesorios, ubiqué dónde estaba todo pero, como la toma de decisiones era algo que se había dificultado tremendamente en las últimas dos semanas, decidí regresar por ellos el jueves. Mientras tanto, pasé toda la noche del miércoles mareando a la Watashi con mis interrogantes sobre lo inapropiado que sería llevar ese vestido a la boda. Le llamé a Gwenn-älle, la hermana de la novia, para preguntarle sobre su vestido y poco me faltó para agarrarme al primer despistado que se subiera al elevador de mi chamba y bombardearlo con cuestionamientos sobre el manual de Carreño y las bodas de día.

El jueves la vida se complicó. Yo no tenía accesorios y el CEO de EMI a nivel mundial estaría de visita en México el lunes siguiente. A Mary[4] y a mí nos habían encomendado la peligrosa misión de comprar un regalo para el señor CEO, Leo se llama, y tiene apellido de coche deportivo pero no sé cómo se escribe. La verdad es que comprar un regalo “bueno” y muy mexicano es en realidad muy sencillo: un buen tequila, de esos de colección y de alcurnia, y ya. Pero, la consigna de mi jefe mormón era que no fuera alcohol. Entonces, ¿qué le puedes regalar al CEO de la Editora de música más grande del mundo? Eso empezaba a complicarse. Para colmo, Emer había señalado desde la junta del lunes que NO QUERÍA QUE TODO SE HICIERA A ÚLTIMA HORA. Que no quería vernos correr el jueves por las plantas para la oficina, por el regalo, etc. Como la energía femenina, y con ella “el toque femenino” es escaso en esta oficina, las labores “femeninas” se complican. Mary tenía que comprar un juego de baño y las dos el regalo del CEO y yo, los accesorios. Y era jueves, es decir: la última hora. A las seis de la tarde logramos salir corriendo rumbo a Parque Delta, Mary y yo. Después de comprar un par de cosas en Palacio, Mary se dedicó al juego de baño y yo a los accesorios de los vestidos, de los dos. No encontramos nada, que no fuera una linda botella de algo, para el CEO. Así que terminé mi jueves con unos zapatos dorados de Nine West, un anillo, unos aretes y una pulsera dorada de Palacio, accesorios que ya ascendían a la cantidad de $1, 200.00 pesos, y sin regalo para el CEO. Cuando llegó Watashi a casa y le conté y le enseñé lo que había comprado, me dijo: “Vaya que te han salido caros los zapatos PRADA, eh”. Pues sí, ahora ya sólo me faltaban los accesorios plateados para el vestido azul pitufo, y, claro, ir a recoger los vestidos el viernes.

El viernes llegué a la oficina con pocos pendientes, ya que en mi crisis de “atuendo perfecto para la boda de Ana”, decidía trabajar rápidamente todos los días para salirme temprano y seguir evadiéndome con el caso del vestido. Todo iba bien, hasta que me recibió Tapia en el elevador, en su crisis personal de histeria, euforia, conflicto, enojo, engaño y un sin fin de cosas, que no puedo explicarme cómo le sucedieron en tan sólo 14 horas que llevaba sin verlo, solicitándome apresuradamente dos contratos para medio día. Cuando llegué a la oficina, Emer ya había mandado cuatro mails referentes a los contratos, Mary me estaba forwardeando uno más, Tapia lloraba por los rincones y yo ya no estaba tan segura de poder salir a tiempo a recoger los vestidos y completar los accesorios del vestido azul pitufo. El viernes transcurrió entre apuros, gritos, sombrerazos, mails, malos entendidos, tristezas y, en fin, todos somos como una pequeña familia y, como tal, de pronto nos da por madrearnos e intrigarnos los unos a los otros. Pero, en esta ocasión, yo no quería servir de doctora corazón para nadie, ni hablar con nadie, ni apapachar a nadie, lo único que podía pensar era que tenía que terminar todos los pendientes para pode acompañar a Mary por el chingado regalo del CEO (“de última hora”) y por los vestidos y el resto de los accesorios.

Para añadirle un poco de limón y sal al extraño caso del trastorno del vestido rosa, el autor para quien redacté el contrato, y que llegó a firmar a las 12 hrs. en punto, es un “novato” en contratos de edición. Nunca había firmado uno y no tenía idea de qué se trataban, así que me senté con él y con Tapia en la sala de juntas a explicarle cláusula por cláusula de qué se trataba el contrato. En el inter, también le explicaba un par de cláusulas a Tapia, que supongo que nunca se había sentado a leer uno de los contratos de edición de obra porque, durante la explicación, el autor me decía: “es que te estoy cediendo mis derechos por 13 años” y yo contestaba: “sí, así es, es el período que está establecido”. Y Tapia interrumpía: “no, mi hermano, son sólo 10 años”. Yo volteaba a verlo insinuándole sutilmente con la mirada: “Compadrito, ¡que me quiten al referí, caray!, ¿de qué lado estás?”, pero, con voz tierna y condescendiente contestaba: “no, amigo, sí son 13”, y él repetía: “pero aquí dice 10”, y yo volvía a contestar tiernamente: “sí, pero contados a partir de la terminación del contrato, que es de 3 años”. Y mi Compadre volvía a decir: “pero, AQUÍ dice 10”. Y yo, pensaba en los zapatos dorados. El autor se fue casi a las 4.00 pm. ¡Cuatro horas de explicación de un contrato! Y el segundo autor, según me había dicho Tapia, llegaba a las 5.00 pm. Yo tenía que salir a las seis en punto para llegar a la zona rosa y encontrar algo abierto y comprar los accesorios color plata. Resulta que Tapia tuvo a bien llamarle al segundo autor para que, con la finalidad de que nos diera tiempo de comer, llegara mejor a entre 5.30 y 5.45 pm. ¡O sea!, ¿cómo? Y así fue, el segundo autor llegó a las 5.45 pm. y a esa hora decidieron que también era buena idea hacerle firmar, de una vez, unos seis contratos de cesión de derechos de obra musical. Yo ya estaba a punto de llorar, Ale entraba a mi oficina y yo quería llorar, Mary ya se había ido por el regalo del CEO solita y cuando nada podía salir peor: EMPEZÓ A LLOVER, y todos ustedes sabrán que, en esta ciudad, la estupidez al volante es soluble en agua. Logré salir casi a las siete de la noche. Periférico ya estaba parado y Reforma también, llovía bastante y la ciudad de la esperanza era un caos total. Yo inhalaba y exhalaba pero de lo único que tenía ganas era de ahorcar a Tapia y a sus greñudos autores, je je, no es cierto, uno de ellos estaba muy guapito. Cuando llegué a la Zona Rosa, el estacionamiento que está a una cuadra de la tiendita de los vestidos cucos y sexys estaba lleno, así que tuve que irme a otro que estaba a tres cuadras de la tiendita. Llovía y los jeans que llevaba puestos me arrastran, o sea que, además, me iba a mojar los jeans y los pies porque traía zapatos abiertos, ¡ah!, y no traía sombrilla. Me bajé del coche y me di cuenta que la lluvia sí estaba muy cañona y que caminar tres cuadras bajo esa lluvia sí me haría llegar echa una sopa a la tiendita. Además, tenía en la mano una bolsa con los zapatos de Nine West, para probármelos con el vestido rosa, ya que si no combinaban, disponía de una hora para llegar corriendo a Parque Delta a Nine West (que cierra a las 8.00 pm.) a cambiar los zapatos por otros que ya también me había probado y, en la otra mano, una bolsa de plástico en la cual había metido mi bolsa de mano, que es de gamuza y no debe mojarse porque se mancha. No había dado ni dos pasos y, por ir pendejeando para que la bolsa de gamuza no se mojara, metí mis lindos pies juanetosos en un charco, y me empapé el pie derecho; cosa que me hizo bajar la vista y ¡oh sorpresa!, estaba pasando junto a una boutique que en su aparador lucía decenas de zapatos plateados y bolsas: la suerte me estaba sonriendo. Me metí a la boutique.

Para mi sorpresa, la boutique estaba repleta de ropa rara y escandalosa, como yo, y de una pared completa de vestidos ADECUADOS para bodas de día, pero diferentes y lindísimos todos. Le encargué el cúmulo de cosas que venía cargando a la chica que atendía y descolgué aproximadamente 10 vestidos para probármelos, junto con un perro labrador, propiedad de la dueña del local, que insistía en meterse conmigo al probador y echarse a mi lado, en un probador de medio metro por medio metro. Finalmente, entre perros y jeans mojados, me probé los 10 vestidos, todos eran lindísimos y todos me gustaban, el más bello era café y no le combinaba ni a los zapatos de Nine West y tampoco a los de PRADA, pero lindo era. Mientras me veía en el espejo y me lamentaba porque ninguno de mis dos pares de zapatos (ni los accesorios dorados) combinaban con el vestido café, la dueña me dijo que ese mismo vestido lo tenía en blanco, con ciertas variantes. “No, pero es que blanco no, porque voy a una boda”, comenté. “Pruébatelo mi reina, se te va a ver bien bonito. No lo hemos podido vender porque como es blanco no le queda a muchas chicas, tienen que estar así, ‘menuditas’ como tú para que se les vea bien”. ¡Vaya!, me había llamado “menudita”, obvio la señora era, en ese momento, mi heroína y no podía hacerle el desaire de no comprar el vestido blanco. Así que me lo trajo, me lo probé y, ¡se me veía precioso! Un vestido corto, cuello halter, muy similar a EL CÉLEBRE VESTIDO de Marilyn Monroe, y ¿qué creen? Le iba perfecto a los zapatos de plumas. PERO, Nami dice que definitivamente si había una boda a la que NO se podía ir de blanco era a la de Ana, porque Ana es como sensible y probablemente le hubiera dado un infarto al miocardio. Yo estuve de acuerdo, no quería ser culpable de la viudez anticipada de Ulises y, por lo tanto, el vestido no podía ser blanco, por más lindo y sexy que estuviera, ¡así que me lo compré azul!, ¿por qué no? Aunque ya tuviera uno azul y nada con qué combinarlo. Ahí mismo compré una bolsa plateada y recordé que para la boda de Elka había comprado zapatos plateados, pero para noche. Así que decidí arriesgarme, no me acordaba bien de los zapatos pero según yo no eran muy escandalosos y tal vez podrían ser multimodales: de noche y de día.

Me hicieron la cuenta, omitiré el total, y saqué mi tarjeta de débito para pagar, muy segura de mí misma porque Mary me había informado que los depósitos pasaban el viernes después de medio día. Mi tarjeta fue declinada. Le dije a la señora que la volviera a pasar, seguro había un error, yo tenía dinero. Declinada por segunda ocasión. Podía pagar con mi tarjeta de crédito, la que cargo para “emergencias”, tales como comprar UN TERCER vestido para la boda de Ana. Sin embargo, en ese momento me entró la angustia. No hace muchos meses, a Hendrik, el esposo de Gwenn-älle, la hermana de Ana, la novia que entraría en shock si me hubiese visto llegar de blanco Marilyn Monroe a su boda, le vaciaron su cuenta por Internet. Como yo hago TODOS mis pagos por Internet, pensé inmediatamente que me habían vaciado la cuenta, entonces decidí ir al cajero a checar mi saldo. Me prestaron un paraguas en la tienda, caminé dos cuadras en la lluvia, me mojé más los zapatos, los pies y los jeans y el cajero al que llegué no servía. Me metí al Sanborns de Niza y quise retirar dinero. El cajero se enloquecía y me informaba que mi saldo era insuficiente. Cada vez que le pedía dinero, aparecía en la pantalla: “su saldo es insuficiente, usted tiene $3,850.00 pesos”, luego apareció que $5,320.00, luego $330.00... “Ahora sí, ya no tengo dinero, ya me hicieron un fraude por Internet y ya valió gorro TODA mi quincena”. En ese momento quise llamar al banco, para lo cual tenía que encontrar EL PAPELITO en donde tengo apuntado mi número de usuario INVERTEL y mi clave de seguridad. Me recargué en uno de los mostradores de Sanborns, el paraguas prestado goteaba y, como no había donde recargarlo, lo coloqué entre mis piernas, con lo cual logré lo que había evitado toda la noche: empaparme los pantalones también de la entrepierna. Saqué como 40 bauchers de mi cartera, dos recibos del salón de belleza, 10 tarjetas de presentación, un RFC de la compañía y como 4 post its con direcciones de algún lugar desconocido para mí. Empecé a buscar EL PAPELITO, vi el reloj, 9.20 pm. La tienda de los vestidos en compostura cerraba a las 10.00 pm. Empecé a desesperarme y a perderme en un sin fin de papelitos y papelitos que, no sé por qué, me dio por empezar a analizar EN ESE PRECISO MOMENTO: Zara, Santa Fe, $200.00 pesos. La Casita, $450.00 pesos, Spa Hantum $1,400.00 pesos, Celtics, $620.00 pesos “Ay, Alba, pero ¿de dónde?, ¿de dónde madres te sientes profunda si pura pinche frivolidad y borrachera?, ¿por qué no tienes ni un pinche baucher de la Gandhi, caray? Volví en mí y me di cuenta que no era ni el momento, ni la hora, ni el lugar de comenzar a cuestionarme la administración de mis finanzas y la profundidad de mi vida y, como EL PAPELITO no aparecía, decidí llamarle a Lili para que me confirmara el depósito. Le llamé y, en efecto, no había depósito. Bueno, eso me tranquilizaba: nadie me había robado nada por Internet, pero en ese momento era yo muy pobre y tenía que pagar mi vestido. Regresé a la tienda y pagué con mi tarjeta de crédito “para emergencias”.

Tomé mis bolsas y me dirigí a la otra tienda por los otros dos vestidos. Sólo tenían listo el rosa, cosa que ya no me importaba porque yo tenía OTRO vestido azul. Así que tomé mis cosas, tomé mi vestido rosa escandaloso, inapropiado para boda de día y mi vestido Marilyn Monroe azul. Me fui a casa bajo la lluvia. En el camino le llamé a Nami y le dije: ¿qué crees que hice?, y la muy tarada me contestó: “Le quitaste el cuellito cuco al vestido rosa, se lo cosiste al vestido azul pitufo, te compraste el collar carísimo azul que te querías comprar para el vestido azul pitufo y te vas a plantar tus zapatos de plumas, para demostrarles a todos, una vez más, que sí se puede todo”. Y bueno, ¿qué contestaba a eso?, tenía toda la razón del mundo, de verdad había vivido un par de semanas la pobre Watashi estresada por el vestido rosa, los zapatos rojos, los de Nine West, los de plumas, el vestido azul pitufo... pero lo que no sabía era que ahora teníamos un tercero en discordia. Le informé sobre el vestido azul de Marilyn Monroe y sobre la bolsa plateada. Nos reímos mucho y le comenté que en verdad tenía que escribir algo sobre “lo caro que puede resultar estar en crisis existencial”, a lo que me contestó que no era la crisis existencial sino el hecho de haber comprado los zapatos PRADA lo que me había salido carísimo ya que, a la fecha, no había encontrado absolutamente nada con qué ponerme los zapatos.

Llegué a mi casa y saqué los dos vestidos y todos los accesorios. También empecé a hacer la maleta y, mientras buscaba mi bikini, encontré un vestido cuquérrimo que me compré hace años para un congreso en Acapulco, mismo que nunca había estrenado porque no tenía zapatos que le combinaran. Me lo probé también y se veía tan lindo, que dudé en llevarme UNO QUE YA TENÍA, al cual no le combinaba absolutamente nada de lo que me había comprado porque es gris con rojo, pero apropiado para boda de día según el manual de Carreño, se los juro. Llegaron Nami y Parrish y entonces empezamos los tres a cuestionarios sobre lo apropiado o inapropiado que podía ser el vestido rosa, pero estaba lindo. Acabé empacando el vestido rosa Y EL ROJO CON GRIS, el azul Marilyn Monroe se quedó en casa y ahora está en una bolsa esperando a que tenga tiempo de ir a cambiarlo a la tienda por el blanco, porque ya decidí que mejor me quedo con el blanco para tener aunque sea una prenda que le combine a los zapatos PRADA, aunque Nami insiste en que no me lo voy a poder poner para nada porque no puedo a ir a una boda de blanco, aunque traiga plumas en los pies y claramente no parezca yo la novia.

Una hora antes de la boda de Ana yo me probaba el vestido gris con rojo y luego el rosa, y volvía a titubear entre el rosa y el gris con rojo, y traía todos los accesorios para cualquiera de los dos vestidos. Finalmente, apoyada por Nami, Parrish y Felipe, me puse el vestido rosa, total, eventualmente se haría de noche, aunque ahora mismo fueran las doce del día y yo trajera un vestido largo, escandaloso y muy rosa. En la iglesia, el Ché, que sabía más o menos la historia/histeria del vestido, se me acercó y me dijo al oído: “Oye, ¿el vestido que traes no es un poco inapropiado para una boda de día?”

En la boda abundaban los vestidos “correctos” y “floripondios”, no había sombreros pero sí muchas perlas y muchos hombres de blanco, claro, ellos sí pueden ir de blanco a las bodas matutinas en jardines. Y ahí, en medio de 15 mesas distribuidas en el amplio jardín de Maryvonne Folange, a 32 grados centígrados, sin nada que tomar porque las chelas todavía no habían llegado, asándonos, rodeada de vestidos “de etiqueta”, con la boda civil de Ana llevándose a cabo a unos cuantos metros de ahí, se escuchaba una risa sumamente estridente que provenía de “esa de rosa a quien se le perdió la boda de noche”.

Por cierto, vendo zapatos PRADA, lindos, elegantes y adornados con finas plumas de colores incombinables. Precio por fin de temporada: $6,500 pesos. Igual los permuto por vales de despensa.

Besos y estrellas,

A.




[1] Con esto comenzarán a tener la primera idea de lo que les digo: no toma, no fuma, no toma café, acciones todas ellas, o más bien omisiones, por las cuales generalmente se encuentra fuera de los encuentros del resto del grupo. Encuentros que se desarrollan en cantinas los viernes y alguna que otra vez en la casita naranja los fines de semana.

[2] Otra compañera de trabajo de risa estridente, como la mía, y marcada inclinación hacia el tequila, como la de todos.
[3] Según Nami Watashi, soy rete mala para describir vestidos, así que háganse a la idea, o pídanle que les mande las fotos.
[4] Mary es la Asistente de Dirección, y Recursos y Humanos y psicóloga de Ale y mía, y mamá de una hija, y mano derecha de Emer, y resuelve los problemas de todo mundo, y sirve cafecitos, y siempre está de buenas. Bueno, yo creo que primero corren a Emer que a Mary.

jueves, 3 de mayo de 2007

Amores Universitarios

"Aquél a quien guía la pasión, no llegará lejos"
Vardhama


Permítanme contarles, en una versión lo más breve que mi mínima capacidad de síntesis me permite, la épica historia de mi amor platónico universitario. Pero antes, recordemos por favor que en la universidad fui la encarnación del romanticismo, así en su versión más dramática y obviamente desinformada. Eso de tener un "amor platónico", aunque claramente esté mal aplicado el término y  Platón está harto de retorcerse en su tumba por todos los que lo usamos mal, me hacía sentir como la protagonista de una telenovela de bajo presupuesto que al menos tiene a alguien por quien llorar con dignidad... o más bien, sin ella.

Este gran amor fue el legítimo titular de los derechos autorales de mis escasas pero absolutamente vergonzosas borracheras universitarias y el responsable directo de que yo hiciera lo impensable: levantarme dos horas antes —sí, DOS— para elegir los pants más sexys (una categoría discutible) y maquillarme como si fuera a una alfombra roja, todo para llegar a clase como un bombón recién horneado. ¿El resultado? Él ni me miraba. Inmune a mis encantos. Ciego. Etéreo. Mientras tanto, mis compañeros, que claramente no estaban en esta telenovela o tenían su amor platónico en otro lado, llegaban en pants raídos, lagañas incluidas y con la gracia de elefante rosa de Dumbo.

¿Quién era este amor platónico académico? Mi profesor de Filosofía del Derecho. Alto, elegante, con unos ojos verde agua que probablemente inspiraron más de quince poemas mal logrados, cabello castaño oscuro con ese largo descuidado que grita “soy profundo pero casual”, doctor en filosofía política, sonriente, políglota y con un talento sobrenatural para resistir cualquier tipo de coqueteo. Una muralla emocional. Y yo, por supuesto, en mi versión de Lolita con ojeras, creyendo que un día se fijaría en mí. 

No obstante,  la vida,  gran dramaturga con gusto por los giros argumentales poco sutiles, siempre tiene una sorpresa bajo la manga. Pasaron los años y, sin darme cuenta, me descubrí divorciada, atrapada en un trabajo que me provocaba depresión existencial, sola (había terminado con el buen Che) y, muy probablemente, cruda como sushi. Era un viernes y había menos trabajo que el habitual. Ahí estaba yo, sentada en mi escritorio, con una lista interminable de pendientes que en realidad se reducían a ver cómo las manecillas del reloj daban vueltas con una lentitud humillante, mientras fingía interés en no dormirme de cara al teclado. Fue entonces cuando mi mente, siempre más eficiente que mi entorno laboral, decidió entretenerme con recuerdos: aquellos amores antaños, deslucidos por el tiempo, pero aún con cierto brillo en la nostalgia y, entre todos ellos, claro, apareció él: mi amor platónico filosófico.

En un impulso que solo puede explicarse por la mezcla exacta de soledad, nostalgia, enamoramiento pueril y romántico y aburrición de viernes, abrí Google, escribí su nombre y... ahí estaba. De primera intención, sin rodeos: el destino ya no sabía cómo hacerme entender que quería que lo buscara. Le mandé un correo. Lo respondió. Le mandé otro. También respondió. Al tercer intercambio, ya nos habíamos puesto al corriente de nuestras vidas. O mejor dicho, de la parte de nuestras vidas que realmente nos interesaba: yo ya no era aquella universitaria con brillo labial y esperanzas y él ya no era el inalcanzable académico intocable, ahora éramos los dos uno más en la fila de los divorciados.

¡Una sincronía casi poética! Quedamos de vernos para cenar. Porque, si la vida va a sorprenderte, siempre debe haber una copa de Pinot Noir para recibir esa sorpresa. Eligió un restaurante en la Condesa: velas tenues, manteles largos y camareros que hablan en voz baja como si todos fueran confidentes de una historia secreta. Yo, por supuesto, llegué antes. No podía evitarlo. Me comía las uñas con una ansiedad adolescente que no correspondían con mis recién estrenados treinta años ni con mi nuevo y calculado maquillaje de "me veo bien pero no me esforcé", tan diferente a aquél de la universidad. Decidí que la única compañía digna de semejantes nervios era un Pinot Noir: profundo, elegante, como la noche, como lo recordaba a él.

Lo vi entrar puntualísimo y me paralizó. Suéter negro de cuello alto, ceñido lo justo para delatar una espalda amplia y un abdomen digno de Photoshop, pero real, envidia de cualquier treitañero. Jeans oscuros, sin pretensiones y una gabardina que le daba un aire de espía intelectual. El cabello: el mismo rebelde que yo había observado con devoción desde la tercera fila del aula de Filosofía del Derecho, pero ahora con algunas canas distribuidas estratégicamente, como si hubiera contratado a un estilista.

Tenía más de cuarenta, sí, pero lo llevaba con una testosterona digna de estudio médico. Y la mente... Dios. Una maestría más, un nuevo puesto, una conversación que alternaba entre Kant y sarcasmo con una fluidez que solo da el tiempo y el ego bien cultivado. Me escuchaba, se reía, respondía, y yo, entre sorbo y sorbo, pensaba: “¿Cómo puede alguien ser tan guapo y hablar de esta manera?” Nami a veces me decía que yo tenía el clítoris en los oídos. 

Después de los saludos, anécdotas superficiales y algunos “¿qué fue de fulanito?”, la conversación viró de manera natural, casi científica, hacia lo inevitable. En un momento entre risas, miradas sostenidas y recuerdos compartidos, lo dijimos con total naturalidad: teníamos, al menos, cuatro años de sexo pendiente. Y era momento de saldar cuentas.

Nos fuimos a su departamento, durante el viaje en coche yo pensaba: "las dos horas de arreglo personal antes de clase sí dieron frutos, no fui completamente invisible, ciertamente". 

El trayecto fue un intermedio eléctrico: hablando de libros, del clima, de lo caro que está el vino, cosas triviales que apenas disimulaban la expectativa que se respiraba entre los silencios. Al llegar, su casa, un pent house en Polanco, era exactamente lo que imaginaba que sería: sobria pero con detalles muy íntimos, libros por todos lados, un sillón cómodo, buena iluminación. Y él, en su cocina, preparando vodkas con precisión quirúrgica, mientras hablaba sobre cómo últimamente había redescubierto la música de Nick Cave. Yo solo podía mirarlo y preguntarme cómo era posible que este hombre, que durante años pensé que ni me registraba, estuviera ahora a metros de mí, sacando hielo del congelador y exprimiendo limones mientras se apartaba el pelo del rostro con sus manos grandes y bien cuidadas. De reojo, me sonreía y sus ojos me explicaban silenciosamente todo lo que estaba a punto de suceder. 

Y entonces, como si necesitara confirmar que todo era real y no producto de una fantasía inducida por la botella de Pinot Noir y años de represión romántica, saqué el celular y le mandé un mensaje a Nami, la cotitular oficial de mis borracheras universitarias.

—"No tienes una idea dónde estoy y con quién"
— "¿Qué? ¿Dónde? ¿Qué pasa?"
— "¡No me lo vas a creer!"
— "Dímelo ya, me estás poniendo nerviosa"
— "¡Estoy en casa de R. E.!
— "¿RE?" 

Me marcó inmediatamente y del otro lado de la línea solo escuché un grito ahogado y una risa que sellaron la escena con el tono justo: el de lo increíble, lo impensable, lo deliciosamente cierto.

Después de un par de vodkas se acercó; sentí que el deseo acumulado durante tantos años de coqueteos insurrectos iba a manifestarse en ese momento en un torrente de excitación superlativa, para después descansar placidamente sobre la alfombra de esa amplia estancia a media luz. Entonces, sucedió lo inesperado; aquel hombre de maravillosa espalda, de dientes perfectos, de brazos torneados por horas de gimnasio, de mente brillante y tesis doctoral con mención honorífica, comenzó a emitir sutiles gemidos femeninos. Al principio eran sutiles y yo pretendía no darme cuenta, aunque debo confesar que me desconcentraron del orgasmo que estaba disfrutando por adelantado. Después, cuando pasamos a ocupar una afable posición horizontal sobre la alfombra blanca de la sala, los gemidos eran definitivamente notorios y me parecían poco agradables, le estaban restando testosterona a este irresistible macho alfa con físico de revista. Yo olvidé la concentración en el futuro orgasmo, esperado por casi diez años, y también en la hermosa espalda y en los bien torneados brazos y en el pelo rebelde y los ojos verdes, solo podía concentrarme en los sonidos que ese hombre, mi amor platónico universitario, estaba emitiendo cada vez en decibeles más importantes. Finalmente, ¡terminé por estar pensando solamente en esto! Hecho que terminó por descomponer totalmente ese primer encuentro, no hubo orgasmos ni agitación. 

Al día siguiente, abrí los ojos con una maravillosa vista a la Ciudad de México, en ese lujoso pent-house en Polanco, con café caliente y pan dulce sobre la mesa de noche. Mi recién ganado trofeo, mi tan deseado amor universitario, se acercó con aire seductor a mi cuerpo desnudo y mi memoria auditiva se disparó a una velocidad indescriptible, haciéndome presa del recuerdo de la noche anterior. Como no estaba dispuesta a perder la mejor oportunidad que me brindaba la vida en materia de amores, de inmediato abordé el tema con encanto sutil, hasta que llegamos a una buena negociación sobre los gritos y gemidos.  

Lo que ha seguido después de esto, queridos lectores, ha sido sin duda el festejo más grande de la vida y las ensoñaciones candorosas. Meses de felicidad abstracta, simple y sofisticada a la vez, una felicidad minimalista, llena de elegantes accesorios sin nada que ensucie el escenario. Muchos bares y restaurantes de moda, fines de semana de vino, sexo, pláticas, paseos de la mano por el parque, exposiciones de arte, cine, desayunos, sombras del pasado que empezaban a asomarse, explicaciones tardías, corazones no listos para un siguiente paso, retazos de un divorcio, terapias, adioses, mi maleta con ropa interior traída de Italia empacada con todos mis remordimientos, ¡lo estoy dejando ir! ¡Lo estoy dejando ir! ¿Por qué no puedo dar el siguiente paso? ¿Qué me detiene? ¿Qué me acongoja? Todo es perfecto. Esto decía mi razón; esto no decía mi corazón, no sé por qué, "estamos anestesiados", lo escuché decir sigilosamente un día que me desperté en su pent-house, durante la madrugada para ir al baño. Regresé a la cama, me abracé a él, anestesida, como mi corazón. Sexo por la mañana, hasta ansiaba los gritos y gemidos de los que sutilmente me había quejado meses atrás. Reposa el deseo, percibo su aroma, aspiro profundamente, quiero que mi memoria olfativa se llene de él, conserve ese aroma para siempre en mi recuerdo. Hasta pronto, oasis de intelectualidad y sensualidad encontrado entre tanta simpleza, ¡gracias por la lencería verde! ¡Gracias por tus ojos verdes! ¡Gracias por la imagen de ese suéter negro de cuello alto y la gabardina! ¡Gracias por el romance! ¡Gracias por el Poujol! "¡Gracias por el fuego!", ¡Gracias por todo el desamor universitario y este breve pero imborrable amor maduro! 

Siempre, 

Alba. 

viernes, 23 de marzo de 2007

Jiu Jitsu, arte marcial para mujeres

"El ataque por engaño es especialmente el ataque del maestro".
Bruce Lee

Ayer decidí quedarme a tomar una clase de Jiu Jitsu brasileño en el gimnasio al que asisto regularmente. Conforme se acercaba la hora, vi que llegaban hombres y más hombres, altos, fornidos, corpulentos, mucha masa muscular y ninguna otra mujer. A los diez minutos llegó otra curiosa y detrás de ella, una más: éramos tres contra 10. El profesor (1.80, 90 kilos de músculo, mucha testosterona) nos hizo el favor de explicar brevemente qué era Jiu Jitsu, para los nuevos. Comenzó su explicación diciendo que era un arte marcial adecuado para las mujeres, ya que no implicaba solamente combate sino el arte de inmobilizar al contrincante; por lo tanto, era un arte marcial de defensa personal apto para todos los géneros y tamaños. Al aprender cómo inmovilizar al contrincante, habíamos ganado la mitad de la contienda,  ya que (aquí hizo una pausa y me dirigió una mirada) “¿como cuánto pesas?”, me dijo señalándome con su enorme mano. 

—¿Yo? Bueno... 50 kilos —mentí descaradamente. Antes muerta, inmobilizada por el contrincante y con el ego por el suelo que admitir la verdad y que alguien diga: gorda. 

El maestro, muy en su papel de Einstein cinta negra, procedió a la clase magistral de física aplicada al combate:

— "Si las leyes de la física no se equivocan, su compañera no puede defenderse de alguien de 80 kilos con pataditas. Un golpe puede doler, pero el contrincante golpeado puede seguir atacando. En cambio, un codo se rompe con una presión de solo 4 kilos. Y con un codo roto, ya no peleas ¿Ves a lo que me refiero?"

Yo solo asentí con la cabeza, como si eso me hiciera más letal. ¿Romper un codo? Mi mayor logro físico del día de ayer fue un ball change con dos pivotes y un split elegantísimo en la clase de jazz, de ahí, ¿a dislocar extremidades? Hay un abismo de arnica y películas de Marvel de por medio. 

El profe siguió: 

- "Es como si te subes a un Mini Cooper y te estrellas contra un tráiler a toda velocidad". 

Diez minutos de clase y ya me estaba llamando Mini Cooper. Excelente. Todo lo que quería: ser un automóvil compacto con complejo de Godzilla. 

Y ahí empezó el calentamiento infernal. Yo ese día había elegido una clase de Body Balance, ya sabes, cobra, estiramientos, paz interior, mantras de fondo, meditación al final y de pronto: "hagan dos líneas y marometas de un extremo al otro del salón". ¿Marometas?, la última vez que hice una tenía dientes de leche, me parece. Rodé como panda cuatro veces, de un extremo al otro. 

- "Excelente, 60 lagartijas" (¿Perdón? Yo me caigo después de 5). 
- "¿Las puedo hacer con las rodillas en el piso?" 
El profe me dirigió una mirada despectiva y yo ... hice 5 lagartijas.  
- "Ahora, caminatas en cuatro patas (sin comentarios) y saltos de rana". 

¿Todo aquello para llegar al objetivo del día: aprender a asfixiar a alguien y dislocar un hombro? 

La técnica del hombro me salió medio bien (bendito seas, contrincante con cuerpo de Jetta), pero después, cambiamos a la asfixia. Y me tocó con el maestro: El tráiler humano.

El profe se tira al piso y me dice que vamos a aprender la técnica desde ahí. Claro, no quiere que nos matemos aprendiendo a derribar al contrincante, mejor vamos directo a lo bueno. En el piso me dice: 

- “A ver, súbete como si quisieras apretar mis costillas con tus piernas”. Romántico el asunto.

Yo obedecí como buena karateca en formación. Me subí y claro, mis rodillas ni tocaban el suelo de lo grande que era este hombre, tuve un ataque de risa. Estaba como flotando sobre una montaña humana. Me imaginé la escena de mi combate en la vida real. El atacante se acerca a mí con velocidad y yo interrumpo: "oye, espera, antes de que sigamos ¿te puedes acostar aquí un segundito? Es que sin eso, no sé asfixiarte bien".

El profe me acomoda: 

- "Pasa tu brazo derecho por debajo de mi cabeza, presiona con tu cabeza, agarra tu bícep con la otra mano..."
- "No alcanzo".
- "Es que tienes que acercarte más".
¡Ajá! ¡Un caballero este tráiler! ¿Y ni siquiera un beso para acercarme más? ¿Me voy a acercar tanto a mi contrincante? ¿Y si no es tan guapo como este hombre tráiler?

Hice lo que pude. Toqué mi bícep (milagro) y luego traté de llevar la otra mano al oído. Me sentía haciendo yoga versión MMA.

— "Aprieta", ordenó.
Y yo apretaba, con todo mi ser, con mis poderosos 50 kilos, todo un colibrí con uniforme.
- "Más fuerte". 
- "¡Estoy usando todo el peso de mi cuerpo de Mini Cooper!" Pero el tráiler apenas bostezaba.

Me acordé de mi amiga Andrea que una vez, hablando de un ex mío igual de grandote, dijo:
- "¿Y tú qué hacías? ¿Te trepabas como lagartija en piedra?"

Y sí, justo en ese momento eso era yo: una lagartija haciendo cosplay de luchadora profesional.

Miré el espejo: otra chica intentaba lo mismo, pero con un tipo aún más grande y ella estaba abajo, él era el asfixiador, totalmente inequitativo ese equipo. Yo decidí retirarme, con dignidad, claro. Apreté, apreté, apreté hasta que sentí la palmadita en la espalda en señal de stop, supe que había terminado la tortura. Solté al maestro, rodé dramáticamente, quedé boca arriba jadeando como si hubiera corrido un maratón, el profe ni despeinado estaba, y gentilmente otro alumno no tan tráiler se acercó a levantarme.Y entonces, ¡empezó el combate!

El compañero me pregunta:
- "¿Quieres intentarlo otra vez?"
- "Por supuesto que no, querido. A ti sí te mato fácilmente", le dije mientras le cerraba el ojo. 

Me amarré el pelo como heroína de telenovela, me puse brillito en los labios (porque una no pierde el estilo ni en combate) y me senté junto a los demás compañeros que estaban esperando su turno, empecé a platicar con ellos. En minutos, los contrincantes estaban a mi alrededor, escuchándome y riéndose, preguntándome dónde trabajaba y qué hacía de mi vida. El profesor me veía con cara de desaprobación, estaba distrayendo a sus alumnos. Ni golpes, ni llaves, ni inmovilizaciones: la verdadera arma mortal era yo con mi encanto implacable y los labios pintados. Sutilmente, el combate lo había ganado yo, sin necesidad de dislocar hombros ni asfixiar a nadie. Los contrincantes habían sucumbido ante unos labios brillosos y unos ojos coquetos, puede que mis bubis hayan influido un poco y la extraña posición de asfixia con el profe, también. El combate, en resumen:

Hombros intactos. Vidas a salvo. Mi ego estable y crecido, los oponentes completamente rendidos.

Besos y estrellas, 

Su amiga Bruce Lee

 

jueves, 1 de febrero de 2007

El macho protector

“Voy a usar mi virilidad como pluma
para escribir en tu cuerpo de papel”
Y. Álvarez


Homosexualidad egodistónica, término que aprendí de memoria porque la palabra me gustó, desde el día uno de la clase de psicopatología y criminología en la universidad. En realidad no era una clase, era un taller opcional que Nami y yo decidimos tomar debido a nuestra tremenda propensión al estudio de los transtornos mentales. Después decidimos no sólo estudiarlos sino escoger algunas parejas como material de estudio y desarrollar una tesis sobre sus comportamientos, para después sufrir por nuestro propio transtorno y la inevitable separación. 

Si bien las clases eran todos los viernes de 6 a 9 de la noche, no nos importó mucho sacrificar las largas tardes de comidas por conocer un poco más del comportamiento humano; y así pasamos las tardes de los viernes durante dos semestres completos. Todos los viernes escuchábamos hablar de transtronos y su tratamiento en la comisión de delitos: los inimputables, los atenuantes de responsablidad, etc. Aprendimos los comportamientos de ciertas manías, neurosis, el efecto de las sustancias psicotrópicas, los grados de alcoholismo, el funcionamiento (o disfuncionamiento) del cerebro de los alcohólicos y, entre otras cosas, “los diferentes tipos de sexualidad” o “diferentes preferencias sexuales”. De ahí el término homosexualidad egodistónica, clínicamente significa: “estado de una persona con excitación homosexual no deseada y angustiante y que desea adquirir o aumentar su interés por la excitación heterosexual”. En términos coloquiales: una persona que aunque quisiera no puede salir del clóset, una vida muy frustrante. 

El fin de semana pasado aboradaba un avión para regresar al DF y estaba muy esperanzada en que me tocara como compañero de viaje alguien interesante con quien poder platicar. Siempre me ha pareceido muy romántico, aunque muy cliché, conocer en el avión al hombre de tu vida y enamorarte en un vuelo de Madrid a México. Conforme me acercaba al asiento 15A, ví a un hombre muy agradable: linda sonrisa, guapo, ojos oscuros, mandibula bien torneada, tez morena, manos grandes, se notaba que era alto aunque estuviera ya sentado, más joven que yo, pero, ¿cuál es el problema? Ya tengo experiencia en Primaveras Extraviadas. Entre más me acercaba la emoción me hacía pensar: "¡Uy! nuestros hijos serían guapísimos".

Tomé mi lugar junto a él; ¡con permiso! Sí, perdón, muchas gracias. Me esmeraba en inclinarme un poco para dejar ver mi pronunciado escote. Una vez que me instalé junto a él comencé alegremente la plática: me presenté, pregunté su nombre, a qué iba al DF y antes de despegar ya me las había ingeniado para enterarme de su situación sentimental: no tenía novia, había termiando con ella hacía 6 meses. No te preocupes, vamos a olvidarla juntos, pensaba mientras me detenía a observar detalladamente sus  cejas... ¿Están depiladas? Nunca había visto un hombre con cejas depiladas, más delineadas que las mías, ¡bueno! Está bien, empieza a estar de moda que los hombres también se interesen por su aspecto. Además, yo siempre me quejé de que Santi se bañaba, se vestía con lo primero que encontraba y se salía a la calle. Me pasaba horas rogándole que me dejara quitarle las cejas de Loco Valdés que por ahí se asomaban o persiguiéndolo con una crema para el contrno de ojos; nunca dio resultado.  

Se me agotó el repertorio de preguntas. Un fenómeno inusual en mí, debo decir. Me di cuenta, con cierta consternación, de que él, muy correcto eso sí, respondía cada una de mis inquisiciones con precisión quirúrgica, pero jamás devolvía el gesto con una sola pregunta propia. Nada. Ni un tímido: ¿y tú a qué te dedicas?, ¿te gustó Madrid?, ¿por qué tienes esa cara de sarcasmo contenido?... Nada.

No podía ser que no le resultara interesante. ¡Por favor! Soy una conversadora nata, tomo café y vinito con igual entusiasmo, soy multifacética, me adapto a casi cualquier escenario social, y, dato no menor, le caigo bien a los suegros, incluso a los difíciles. ¿Qué más se puede pedir?

Resignada, pero sin perder el estilo, saqué el encantador librito que mi amiga Andrea tuvo la brillante idea de regalarme: Cuentos para desvelarse en lunes. Sólo el título ya era un guiño a mis insomnios selectivos. Me sumergí en uno de los ejercicios que me recordó aquellos tiempos entrañables en el taller de creación literaria con Pili. El ejercicio consistía en lo siguiente: una frase, sin consigna, sin contexto, sin instrucciones. Un simple conjunto de palabras y, a partir de ahí, cada quien a hacer con eso lo que pudiera, o lo que su inconsciente le dictara. Una libertad absoluta... o el espejismo de ella.

Mientras él seguía inmerso en sus pensamientos, yo me entregué a la lectura, encantada de haber vuelto a mi elemento. Porque, a fin de cuentas, hay placeres más nobles que intentar encender una chispa donde claramente no hubo combustible. En aquella ocasión, Pili, siempre tan críptica, nos lanzó una frase sugerente: “seda oscura sobre sus piernas”. ¡Dios! A mí me pareció profundamente erótica, un susurro de sensualidad envuelto en terciopelo y seda. Pero, al parecer, fui la única que lo leyó de ese modo. El resto del taller terminó produciendo textos lúgubres, salpicados de muerte, traumas infantiles y dolores viscerales. Definitivamente, el erotismo es una experiencia tan íntima como subjetiva.

En el taller autoproclamado La Pensadora, en el cuento que estaba leyendo durante el silencio del avión, les tocó algo mucho más... doméstico, digamos: “waffles con pasitas”. Y, curiosamente, de esa mezcla tan inofensiva surgieron relatos encantadores, algunos realmente ingeniosos. Estaba absorta en esas páginas cuando hubo una ligera turbulencia y las azafatas comenzaron a emitir esas voces estudiadadas, ese ballet automático con el que nos amenazan, siempre con una sonrisa que se escucha a través del altoparlante, para explicarnos cómo sobrevivir a lo impensable.

Fue entonces cuando noté que mi vecino de asiento, el caballero de cejas impecablemente depiladas, sacaba un cuadernito con fórmulas y números y se sumergía en él con una concentración casi monástica. Un contraste encantador: él resolviendo ecuaciones; yo, entregada al aroma ficticio de unos waffles con pasitas y a la idea inquietante de unas piernas cubiertas de seda oscura, que podrían ser las de él.

Como dice mi amiga Lulis, “hemos nacido con la parte del cerebro que procesa el entendimiento de las matemáticas completamente necrosada”. Por lo tanto, encontré una nueva forma fácil de despertar la conversación: 

- “Oye, ¿qué haces?”
- “Ah, es que estoy haciendo un master en sistemas y tecnologías (de la no sé qué demonios)”

Apenas escuché “tecnologías de la no-sé-qué-demonios”, supe que estaba perdida. Dos cosas me ocurrieron de inmediato: la primera, una certeza casi divina de que no entendería ni una sílaba más de lo que estaba estudiando aquel hombre de hermosa piel canela y le recé al cielo con fervor para que no tuviera la brillante idea de explicármelo. La segunda, una aparición fantasmal cargada de melancolía: mi ex de las seis Primaveras Extraviadas, que hace tiempo pasó a formar parte del archivo muerto de lo imposible, como una novela inconclusa que uno se niega a releer pero tampoco borra. La verdad, ya no tenía claro si quería seguir conversando con el matemático en turno; yo estaba sumergida en relatos de waffles con pasitas, por amor a Dios. ¿Cómo se supone que una conjuga el olor a mantequilla derretida con la lógica binaria? ¿Dónde se encuentran el deseo y el algoritmo? Que alguien me lo explique, pero que lo haga en prosa poética y con voz grave, porque si me lo dicen en lenguaje de programación, me bajo del avión, así, en plena turbulencia. 

Resulta que el atractivo hombre de los números, al que ahora también le noté la boca ligeramente delineada, en respuesta a mi inocente y, francamente, retórica pregunta, no optó sólo por una oscura explicación sobre el funcionamiento de los sistemas (nunca entendí qué sistemas, pero da igual). No, además de eso, se lanzó, sin previo aviso, a contarme su biografía entera. Completita. Desde sus días gloriosos en el Tec de Monterrey, pasando por cada empleo, emprendimiento y taller de liderazgo que ha pisado, hasta su reciente desembarco en Madrid, donde estudia un máster importantísimo y se ha unido con fervor casi religioso “a esto del fitness”. Hasta que hablamos de fitness yo estaba entusiasmadísima: ya tenía su atención plena, seguro la novia se le había olvidado y ahora estaba pensando seriamente a dónde me invitaría a cenar ni bien aterrizáramos en el DF. 

- "¿Fitness?", pregunté curiosa. 
- "He bajado diez kilos, dijo con orgullo, y ahora me cuido muchísimo. Es fascinante el mundo del fitness".
- "¿Fascinante?, repetí sorprendida, ¡ay! ¡Qué curisosa selección de un adjetivo!"

Cuando entró en detalles sobre su piso madrileño (ubicación, metros cuadrados, precio de renta, vista parcial al supermercado, decoración, y las cenas que organizaba con sus amigos, en los que él era la Martha Stewart madrileña) yo ya me estaba acurrucando contra la ventanilla, abrazada mentalmente a mis waffles con pasitas, que al menos tenían la decencia de no hablar, y pensando involuntariamente en la palabra: egodistónico. Mientras él seguía con su monólogo inmobiliario-fitness, decoración y cuidadosos montajes de mesa, yo me repetía a mí misma con tono firme y maternal: "no habrá seda oscura sobre sus piernas". 

Finalmente, después de casi dos horas de monólogo ininterrumpido, donde lo único que respiraba era un lado femenino bastante desarrollado, el caballero de los números decidió tener el gesto humanitario de preguntarme quién era yo, cómo me llamaba y qué hacía con mi existencia. Un detalle, la verdad. Generalmente soy bastante parlanchina, muy de compartir la biografía no autorizada en menos de cinco minutos, pero en ese momento ya solo quería preservar mi dignidad y no ser rechazada tajantemente, como billete nuevo en un cajero de estacionamiento.

Cuando llegamos al glorioso tema de los “galanes”, le conté que estaba en break (¡ay, cómo me gusta esa palabrita, suena a algo temporal pero ligeramente dramático y con el final inevitable que todos conocemos), con el Ingeniero en Electrónica y Redes de Comunicación, que resultó ser bastante maniático y muy celoso. 

-“Hace algo muy parecido a lo que tú haces, creo… nunca lo entendí del todo. Supongo que nuestro problema fue esa intersección imposible entre la literatura y el lenguaje binario. Un romance condenado desde la primera línea de código”.

Y en medio de esa conversación ya de por sí tan llena de matices existenciales, solté mi pregunta estrella, la que lanzo cuando quiero parecer profunda pero también un poco quejumbrosa:

-"Dime tú ¿cómo se sobrevive a la eterna falta de entendimiento entre humanistas y matemáticos?"

Él me miró como si yo acabara de pedirle que resolviera la paz mundial con una ecuación. Y yo solo quería waffles, con pasitas; la seda oscura iba a descansar sobre mis piernas, en una cama vacía. Finalmente contestó: 

- "Yo la verdad no creo eso, mis últimas dos novias han sido psicólogas". 
- "¿Novias?", pregunté, con esa mirada escudriñadora de detective aficionado que, con la lectura correcta, decía: tranqui, soy LGBT ally, lo que sea está bien conmigo, aunque hubiera estado mucho mejor esas sábanas de seda oscura, pero no me digas que has tenido novias porque honestamente no te creo ni medio byte”.

- "Sí, varias".  

- "¡Ah!", respondí, fingiendo interés, aunque pensando: bueno, tal vez se animó a salir del clóset el día que decidió depilarse las cejas, nunca es tarde para florecer.

- "La verdad es que las españolas son muy liberales, continuó, no buscan un novio, solo quieren salir, divertirse un rato y de vez en cuando echarse un polvo".

Ajá… cuatro meses en Madrid y ya te sientes madrileño con vocabulario y todo, ¿no? Guapo amigo egodistónico, mira, si vas a ser vulgar, sélo con estilo nacional: di “una buena cogida” y listo. No seas pretencioso.

- "¡Ah!, mira", dije, mientras pensaba: eso, justo eso, creí que era lo que todos los hombres querían. Este claramente no. Y con la misma espontaneidad que usé para pedir otra copa de vino, solté:

- "Oye, pero no te lo tomes a mal… ¿no estarás buscando donde no?"

Me miró como si acabara de preguntarle si prefería dividir entre cero o besar a su primo.

- "¿Perdón?"

- "Sí, o sea, tal vez darle chance a un guapo chico..."

-"¡Ja, ja, ja! No, ¿cómo crees? ¿Por qué lo dices?"

¿Por qué lo digo? Bueno, porque tienes más ademanes que un comercial de shampoo, esas cejas tuyas me están distrayendo más que mi novela, tus labios están delineados y lees revistas de Martha Stewart. 

- "Pues no sé, me hice un poco la inocente, tus gestos, tu forma de hablar, tus… cejas, dije, con mi mejor sonrisa de: “todo bien, tú échalo pa' fuera si quieres, mis vecinos están guapísimos y súper en el fitness fascinante”".

- "¡Ah! Mis cejas… bueno, es que me hice un book, ¿sabes lo que es?"

Sí, sí sé lo que es un book, idilio frustado con brazos de concurso. Estuve casada con un fotógrafo, no vivo debajo de una piedra. Pero, y tú, querido, eres ingeniero, ¿por qué te hiciste un book? ¿Ves por qué sospecho?

- "Sí, sé qué es un book. Pero… ¿por qué te hiciste un book?"

- "Un amigo mío, que es fotógrafo, me dijo que me hacía uno. ¡Ah! con el que te conté que me fui a las Canarias de vacaciones". 

Claro:  tres semanas de vacaciones con tu amigo fotógrafo en una isla… ¿y tú todavía te sorprendes de mis preguntas?

-"Pero para hacerme el book tenía que tener las cejas arregladas. Me ofreció llevarme y… bueno, me las hice". 

Me quedé en silencio, metida otra vez en mi librito, esperando que ahí muriera la historia del book. Pero no, claro que no.

-"Bueno, ahora además está de moda, ¿no?"

-"¿Qué?"

-"Esto… o sea, este estilo gay, medio angrógino, como David Bowie. A las mujeres les llama mucho la atención. Como que se ponen un reto, tipo: “yo a éste lo hago hombre”".

Lo miré con la misma cara con la que uno mira a alguien que acaba de mezclar Coca-Cola Light con un buen Malbec.

- "Mira… pues no, ¿eh? A mí, al menos, no. Para nada y no tengo muchas amigas que tengan esa preferencia", somos otra generación. 

Y ahí, justo en ese instante, creo que el apuesto hombre del book, las cejas depiladas y el culto al fitness entendió que si su intención era prenderme alguna chispa de interés, la chispa ni encendió, ni chispeó, ni tenía gas. El silencio se instaló. Yo me devoré como seis cuentos, él sacó su laptop (porque todos los ingenieros vienen con una integrada, parece) y se puso a ver una película.

Me asomé con todo el descaro del mundo a la pantalla de su lap, ¿qué querían?, llevaba tres horas y media oyéndolo hablar de proteínas, mesas con velas de colores, sistemas, cejas y books y me había quedado claro que ninguna cena (de esas que a mí me gustan) seguría llegando a México y mucho menos un café a la mañana siguente, entre las sábanas de seda. Tenía derecho a un poco de entretenimiento visual.

- "¿Qué película es?", pregunté, como quien no quiere la cosa.

- "¡Ah! 'Diario de una Pasión', ¿la viste?"

¿La vi? No, corazón, no la vi. Me advirtieron que era tristísima y, además, ¡es una de esas películas que las chicas ven con Kleenex en una mano y helado de chocolate en la otra! Andrea lloró como si le hubieran cancelado su boda y Kuki ni se diga, tuvo que hidratarse con electrolitos después de tanto sollozo. Te lo juro por mis hermosos senos que nunca volteaste a ver: si no eres gay, eres presidente del club de fans de Ryan Gosling.

En fin. Cerré mi libro, me recargué en la ventanilla y me puse a filosofar. No sobre él, que ya me había dado todo el contenido para escribir tres ensayos, sino sobre la belleza de la diversidad. Pensé en lo hermoso que es cuando alguien, hombre o mujer, puede abrazar su manera de ser con toda la confianza del mundo: si eres varonil, bien por ti; si eres delicado, también; si eres drag, aplausos dobles. Lo importante es que uno se sepa querer como es, sin forzar poses ni arrastrar trauma, ceja bien depilada y el novio fotógrafo de la mano, ¿por qué no? Y, por supuesto, no pienso que sea gay solo porque le gustan las chick flicks, se depila las cejas y mueve la mano como si diera clase de flamenco en Sevilla. No, todavía no tengo prejuicios tan elevados. Los míos son bajitos, discretos, con sandalias hippies y buen humor, pero vamos a lo importante: ¿en qué momento exacto empezó a considerarse atractivo que el hombre tuviera las cejas mejor definidas que las de su novia? ¿En qué año se volvió sexy que su lado del baño pareciera un stand de Sephora, con más cremas, tónicos y sueros que el mío? ¿En qué capítulo del apocalipsis alguien dijo que era varonil ordenar una ensaladita con vinagre balsámico, dos aceitunas negras y limonada con poco jarabe, mientras una se estaba imaginando su filete término medio, papas a la francesa y una buena botella de Chianti?

Les comento que alguna vez leí en un librito, de cuyo nombre no puedo acordarme, pero que sin duda tenía letras y página, que, desde un punto de vista biológico animal, las mujeres nos sentimos naturalmente atraídas por los machos fuertes, anchos de hombros y de voz cavernosa. Es puro instinto, amigas: nos hace tilín el brazo que parece muralla, el cuerpo de espantapájaros no tanto. Pero ojo, amigos delgados, finitos, suaves y delicadamente hidratados: esto es solo instinto, no sentencia; es animal, hemos evolucionado. Luego viene el intelecto y dice “hola, soy el criterio”, y con eso nos conquista el de gafas, poesía y análisis profundo del existencialismo en una terraza con vermut.

Ahora, eso sí: personalmente, me cuesta que me atraiga un hombre que parece recién salido de una editorial de moda femenina. Me pierdo cuando hay tanto brillo, tanto gloss y tanta postura ¿Dónde quedaron esas feromonas crudas, esas axilas que huelen a leña y a responsabilidad emocional? Pensé en Santi, en el ex de las Primaveras Extraviadas, estos son hombres: altos, fornidos, ¡uy! Esos pectorales con Primaveras Extraviadas. Amigos, consejo con cariño: no disfracen su esencia con colonia de diseñador ni posturas de catálogo. Dejen que la barba de dos días haga su magia, que la voz no se module como locutor de audiolibro de meditación y que el cuerpo se mantenga sano, sí, pero no tan pulido como mármol romano, como escultura de Migel Ángel. Eso ya es demasiado museo y poca cama.

La masculinidad, para mí, es ese equilibrio glorioso entre lo natural y el cuidado. Es la camiseta sencilla, el olor a piel con un dejo de loción y la seguridad de saber que su función no es deslumbrar, sino proteger, contener, levantarte en brazos, que Martha Steweart seas tú. Nosotras, las delicadas, bien perfumadas y perfectamente cejilizadas, que no nos quiten el trono:  porque el manicure francés no se hace solo, señores, los pilates no se se levantan en vano y caminar en tacones es un arte. 

Besos y estrellas,

Esta amiga suya, hembra fina y delicada, que ahora no tiene manicure francés porque hacérselo en Madrid era muy caro.

lunes, 8 de enero de 2007

El Melocotón, con sus primaveras extraviadas

"La edad no se cuenta, se vive"
Anónimo

A mi novio se le perdieron en alguna parte unas seis primaveras, mismas que yo adquirí por error, asumo que las compré porque estaban de oferta en alguna tienda departamental y no me gusta dejar pasar las ofertas. Como resultado de estas primaveras extraviadas nuestra relación tiene una amplia gama de diferencias que hacen de mi vida una rueda de la fortuna (favor de notar esta metáfora, es compleja, muy profunda y poco socorrida; significa que unas veces se está arriba y otras abajo).

El novio de las seis primaveras extraviadas vive en casa de sus padres, como se estila a su edad y en este país. Yo vivo sola, como se estila cuando se es divorciada y no se tiene intención de volver al seno familiar. Él es ingeniero, estructurado y de pensamiento matemático y poco folklórico. Yo soy abogada de derechos autorales ("la hermanita bohemia del derecho"), de pensamiento disperso, muy propensa al folklore y al vino tinto. Él es mesurado; para mí “la mesura es puro terror”.

En ocasión de las fiestas decembrinas, mi agenda se llenó de compromisos triviales y entretenidos en donde no hay mesura pero sí mucho vino. El novio de las primaveras extraviadas vivó un diciembre no acorde a su edad, mismo que, supongo yo, le supo a madera vieja y a madurez extemporánea; aunque, al parecer, esta mezcla le resulta agradable y, por el momento, entretenida. Imagino que, de no estar en su vida, su diciembre hubiera transcurrido (al lado de una mujer con quien contara las mismas primaveras) en barecillos y antros que sirven chelas hasta las 2.00 de la mañana, hora a la cual hubiese tenido que entregar a la mujer en casa de sus padres (sus padres suyos de ella, como es de suponerse). En vez de esto, el novio vivió episodios entretenidos en restaurantes de moda y reuniones donde se habla de cine, política y viajes a Europa y otros episodios no tan entretenidos, como la compra de un postre para una cena con colegas abogados a quienes no veía hace tiempo. Me había comprometido a llevar el postre, algo que hago muy seguido, no llevar los postres a las cenas, sino comprometerme a cosas que posteriormente me resulta casi imposible cumplir.

Daban casi las 7.30 pm. Yo salía de una junta, tenía que mandar un mail, hablar con los abogados externos, guardar todo lo que había sobre mi escritorio que pudiera ser considerado “información confidencial”, lavarme los dientes y sacar el “kit-manita de gato” en menos de una hora. Misión imposible, como siempre: iba a llegar tarde. 

Mientras redactaba el mail y guardaba los expedientes y carpetas que estaban sobre el escritorio, le llamé al novio de las seis primaveras extraviadas, a quien yo llamaba en broma Melocotón, y que había salido de su trabajo casi un par de horas antes. Él se encontraba en su casa realizando la importante tarea de platicar con su hermano y tal vez jugar un poco algún juego de video de esos que a mí me cuesta tanto trabajo incluso recordar el nombre. Mi intención era solicitar ayuda urgente. Puse el altavoz para utilizar mis dos manos en la redacción del mail y mis ojos en detectar cualquier otra cosa que debiera ser guardada minuciosamente. 

-“Hola Melocotón, ¿cómo vas?”
-“Bien, preciosa, ya fui a cortarme el pelo y estoy platicando con Jorge”. 
-“¡Ah!, ¡qué padre! Oye, ¿podrías hacerme un favorcito? Se me complicó la tarde y no me da tiempo de comprar el postre y el vino, ¿podrías pasar a comprar un postre por favor?” 

En este punto me esperaba la respuesta que yo hubiera dado sin chistar: “sí, amor, no te preocupes, me encargo”; sin embargo, recibí una respuesta para la cual mi mente ocupada en tres diferentes cosas más no estaba preparada: 

-“Sí, claro, ¿como de cuánto compro el postre?” 
-“Mmmmhhhh, ¿perdón?” (igual no entendí bien). 
-“Sí, como de 200, 300 pesos?” 

(¿Cómo?, no entiendo la pregunta, ¿qué contesto? ¿Será poco adecuado encargar un postre caro a un novio con primaveras extraviadas? ¿Cuánto cuesta un postre? ¿Qué es caro para un postre?

-“Pues, no sé, ¡qué pregunta tan extraña! (Risa nerviosa, mía, no de él. Creo firmemente que él estaba seguro de que estaba haciendo la pregunta adecuada) De lo que quieras, si quieres luego te lo pago, no hay bronca”. 
-“No, no es por eso, es porque me imagino que quieres quedar bien, ¿no?” (Ajá, pero, ¿y eso qué cuernos tiene que ver con el precio del postre? ¿Será que la gente piensa: "Mira, ¡qué bien esta Alba, ¡eh! Trajo un postre súper caro"). 
-“O sea, sí, obvio quiero ‘quedar bien’ (¿pero qué entenderá este hombre por quedar bien?, ¿llevar servilletas decoradas?), pero no tengo idea de cuánto cuestan los postres. Lleva algo que se te antoje y ya.”

(Solo espero que no llegue con una mantecada Tía Rosa, ¿no? ¿Tendré que explicarle que el pan dulce Bimbo pierde validez como ofrenda social cuando uno ya rebasó los treinta? ¿O será que en los veintialgo aún no manejan ese nivel de protocolo básico?)

—“Ah, bueno, está bien… ¿Algo como qué? ¿Un pastel de chocolate?, ¿de nuez?, ¿un pie?”

(No tengo idea, joven. ¿De verdad tengo que contestar esto? ¿No puede usar su criterio adulto y resolverlo solito mientras yo pienso en cómo redactar una cláusula penal sin abrirme una demanda de nulidad por ambigüedad? Llevo 12 minutos atrapada en esta conversación absurda. ¿Y si mejor le digo que sí lleve las mantecadas Tía Rosa?)

—“A ver, corazón, estoy escribiendo un mail urgente que tengo que mandar antes de salir. Pero claro que sí, voy a cerrar todo para concentrarme exclusivamente en la trascendental misión del postre y su precio.”

Con esta ironía supuse que mi novio contestaría: “bueno, no importa, preciosa, yo veo qué hago. Sigue con tu chamba y al rato paso por ti”. Pues no, resulté bastante mala para suponer cómo reacciona el sexo opuesto, sobre todo cuando las primaveras se le han extraviado en alguna chamarra de piel, que se le ve tan bien en esa hermosa y ancha espalda, ¡listo! Ahora recuerdo y visualizo claramente por qué seguimos juntos.  Su respuesta fue: “ok. Te espero”. (What?) Dejé de redactar mi mail y puse mis 5 sentidos en el dilema del postre: 

-“Amor, no sé, cualquier cosa. En El Globo venden unas mini tartaletas de diferentes sabores. Eso está bien, así hay para escoger postre”.
-“Ah, sí, ya sé cuáles. ¿Cuántas compro?” (de pronto me vi atrapada en una conversación sin sentido sobre las tartaletas del Globo, conversación en la que ciertamente no quería participar ¿Cómo que "¿cuántas compro?", ¿por qué no mejor le encargué el vino? De ese podría decirle cuál y en dónde comprarlo y me hubiera tomado 3 minutos. De acuerdo, concentrémonos de nuevo en la espalda y los pectorales...
-“No sé, somos 6 invitados”. 
Imploraba por un “ok. Al rato nos vemos”, pero ¡no! El terrible caso de la complejidad del postre se prolongaba:
-“¡Ah!, unas ¿seis entonces? O ¿dos por persona?” 
-“Compra las que quieras. Mejor sí dos por persona, lo de menos es que sobre” (Pectorales, brazos, espalda... ok, respira, ¡tú puedes!). 

Por fin me dijo ok. Nos despedimos, colgamos, 20 minutos más tarde. Desconcentrada completamente de lo que estaba haciendo del trabajo y tuve que volver a retomar mis labores ¿Sabían que cuesta aproximadamente 10 minutos volver a ganar la concentración perdida en una labor? De pronto mi mente volaba en un asombro absoluto por lo complicado que había sido encargarle un postre al novio. ¿Sería la edad? ¿Sería simplemente el género? ¿Sería igual si mi novio tuviera mi edad? ¿Será que en verdad la diferencia de edad va a terminar por separarnos y éste es sólo el principio? No importa, pensé de nuevo en esa maravillosa espalda y los pectorales y demás zonas que por pudor callo. Mi novio llegó con 12 mini tartaletas del Globo y un traje impecable, no apropiado para una cena informal, de hecho, era el único de traje. Durante la cena pensé que todo era delicioso: volver a ver mis colegas, la cena, el postre y ese novio que había, incluso, usado un traje para la cena con su novia mayor que él, para estar a la altura. La vida es una delicia y las primaveras extraviadas, también.