El malvado descansa algunas veces; el necio jamás.
José Ortega y GassetEste es un texto muy mujeril y bastante largo, así que ténganle mucha paciencia y vayan leyéndoselo de a poquito. A mis amigos hombres, sí, se los voy a mandar, aunque en realidad entiendo que no lo disfrutarán tanto como las mujeres, pero pediré de favor que les sirva para tratar de entender un poco a sus mujeres.
Así pues, mi historia empieza un día de ocio en Pabellón Polanco. Un día cualquiera en el que fui a comer con Lili, Tapia, Felipe y Emer. Edgar se apellida Lili, cosa que nos resulta por demás extremadamente hilarante y por eso preferimos llamarle Lili o, a veces, Controler. ¿Saben por qué? Porque es el Contralor de la empresa ¡Qué tal eh! Vale la pena agregar que parte del equipo creativo de EMI pasa su vida soltando perogrulladas a diestra y siniestra, por lo que se han vuelto parte importante de la cultura culinaria de EMI la perogrüllez (maestro Arriga, ¿cómo se escribe esto?) en todo su esplendor. Cabe señalar también que una parte de nuestra cultura culinaria transcurre en Pabellón Polanco, lugar en donde solemos estacionar el coche para después comer unos deliciosos y dietéticos sopes en los Caldos Leo. Tapia, Adolfo Tapia, es mi Gerente Creativo, bueno, no mío pero como si fuera. A Felipe muchos de ustedes ya lo conocen de referencia o en vivo y en directo, Felipe (Monki) es quien se mete a robarse los cafés de los laboratorios del Chopo alegando que espera a una amiga que se está haciendo una resonancia magnética, esa paso a ser yo. Felipe es el músico-creativo-productor de EMI y blanco de todas (o casi todas) las angustias de Tapia, su jefe. Emer es mi jefe, quien desde hace un par de meses es ya jefe de todos. Mi jefe es mormón
[1], serio, justo, estoico, altamente conservador, reservado, sumamente meticuloso y toma el trabajo con una seriedad absoluta. Todos somos un grupo “que se nivela”, por decirlo de alguna manera. Están los creativos: dispersos y divertidos. Emer: serio y preocupado y Lili y yo que nos estresamos la mitad del tiempo pero la otra mitad nos tiramos a la dispersión y a la diversión con los creativos.
El día que todo comenzó habíamos comido nuestra dietética comida en los caldos Leo y estábamos “curioseando” en Pabellón Polanco. Lili, Felipe y yo pasábamos frente a la vitrina de PRADA y atrajeron mi atención unos lindos y originales zapatitos repletos de plumas. “Yo los quiero, no me importa cuánto cuesten”, aseveración que resulta muy comprensible en alguien como Paris Hilton, por ejemplo, quien además de saber de prisiones y borracheras, supongo que sabe mucho de marcas y de moda. Para mí, la moda existe en las revistas y en las pasarelas, en el mundo real igual me da Zara que el tianguis de la Cibeles y lo mismo me pongo un traje sastre (porque no me queda de otra) que una falda larga con cascabeles que hacía desesperar a Nami ya desde mis tiempos de universitaria. Y, al parecer, ahora también ya me dan lo mismo mis huaraches 100% made in Oaxaca que mis zapatitos PRADA. El caso de los zapatitos PRADA comenzó así, sin más ni más: $3,480.00 pesos a seis meses sin intereses con su tarjeta Banamex. Bueno, sí, es caro, para unos zapatos es caro, sobre todo porque mis delicados pies lucen sendos juanetes, desde tiempos inmemoriales, del tamaño de dos nueces. Los zapatos eran, como es de suponerse, tremendamente incómodos para alguien con unos juanetes de tanto abolengo y de tales dimensiones, pero eso no era importante, lo importante era que tenían plumas. ¿Qué más se puede pedir de unos zapatos? Les voy a contestar con mucha sencillez: que sean completamente incombinables, como son los hermosos zapatitos PRADA, cuyas plumas son azul grisáceo, beige con motitas café oscuro y están finamente retocados con las puntas de unas plumas de pavo real, o sea, verde avispón. Eso es lo que hace que unos zapatos sean completos, holísticos digamos: que sean incómodos e incombinables. Pero no importa, yo me los estaba probando y Lili y Felipe me estaban alentando a comprarlos. Lili alegaba que en qué más puedo gastar mi dinero si no tengo grandes responsabilidades: no tengo una hipoteca ni unos hijos que mantener. “Ajá, buen punto, pensé, cuando tenga hijos no voy a poder comprarme zapatitos de plumas”, claro, olvidé comentarme en ese momento que cuando tuviera hijos los zapatitos seguirían guardados en su cajita y finamente envueltos, porque nunca encontraría algo lo suficientemente lindo para usarlo con ellos. Finalmente, asesorada por el financiero de la oficina y EL creativo fashion, no me quedó otra que comprarlos, ¿qué podía hacer?, tenía la mejor asesoría que se puede requerir para estas decisiones tan importantes. Los zapatitos holísticos fueron guardados en mi clóset. Mi intención era estrenarlos en la boda de mi amiga Ana, para la cual faltaban como tres meses, así que tenía tiempo de escoger un vestido que le combinara y unos accesorios lindos, que por ningún motivo podían robarle atención a los zapatos. Incluso pensé en mandarme hacer un vestido que también tuviera plumas, al fin y al cabo tenía tiempo de sobra y mi sastre es muy buena.
Transcurrió el tiempo y los zapatitos seguían guardados, yo sólo me acordaba de ellos cuando llegaba mi estado de cuenta y pensaba: “Ay, Alba, espero que estos espasmos de insensatez te ataquen sólo una vez cada tres años”. También se acercaba la boda de Ana, pero la ausencia del atuendo ideal para los zapatos no me preocupaba, empecé a pensar: “bueno, si no me da tiempo de mandarlo a hacer, igual me compro uno hecho y tal vez le pego las plumas y ya”. Pero, el tiempo seguía pasando y mis ajetreados fines de semana sumamente productivos, consistentes en: cine, blockbuster, cenas en casa, vino tinto, vodka riki, Watashi, más cines y más vino, no me permitieron salir a realizar tan importante empresa.
La boda de Ana estaba a dos semanas de distancia y yo caí en una crisis existencial, derivado de un suceso un tanto desagradable e imprevisto para mí, que no me permitía pensar en nada, ni hacer nada, ni querer nada, ni nada de nada. No obstante, como todos ustedes sabrán, las crisis tienen sus altas y sus bajas. Dentro de mis altas, me comportaba como una persona medianamente sensata: venía a trabajar, me alimentaba sanamente, llegaba temprano a casa, iba al gimnasio y leía. PERO, en mis bajas era un ser humano incongruente, inestable, insensato, iracundo e irracional: no llegaba temprano ni a la chamba ni a ningún lado, pasaba horas mirando por la ventana, tomaba todo el pinche café que se antojaba (como saben, lo tengo restringido por instrucciones médicas), no iba al gimnasio ni leía ni nada y, llegando el fin de semana, me dedicaba a evadirme con unas cervecitas y la Watashi, y sólo con la Watashi porque absolutamente a cualquier otra persona pude haberle aventado los zapatitos de plumas en la cabezota y bueno, alguna vez le pedí que se callara, así ya, de plano: “¡calla Watashi que te voy a aventar la catsup en la cabeza!”
Cuando en mis bajas no tenía nada que hacer ni dónde evadirme ni nada, entonces le ordenaba a mi mente que se ocupara, ¡por piedad!, en alguna intrascendencia. Y, automáticamente, mi mente volaba al atuendo adecuado para la boda de Ana. Era todo un problema a resolver por varias cosas: 1) la boda de Ana era a medio día, 2) la boda de Ana era en un jardín en Yautepec, 3) a la boda de Ana nadie se iba a caer de formalidad, al contrario, pintaba más para ser una boda hippie en la cual de pronto pasara por ahí algún Krishna, 4) en la boda estarían dos exnovios míos (¿o tres?) y mi exmarido y 5) en la boda estaría la madre de unos de mis exnovios, de quien nuca fui santo de devoción. Por lo tanto, el atuendo debería ser sofisticado, sí, porque yo soy una nena muy sofisticada, je je, pero no muy llamativo, cosa que no logré. Pasé por varias etapas.
La primera fue: “Me valen madre los zapatitos holísticos, me voy a llevar el vestido rojo, que siempre me pongo para los eventos diurnos, y ya”. Pero el vestido rojo me hacía ver gorda, ¿cómo no si podría ser modelo de Botero con mis 50 kg.? La segunda etapa, cuando me probaba el vestido rojo, era: “Bueno, no me veo tan mal. Sí soy una gorda obesa, pero no me veo tan mal. Pero no me puedo llevar los mismos zapatos que siempre me pongo con este vestido porque ya están muy viejitos. Bueno, me compro unos zapatos rojos”. De ahí saltaba a la tercera etapa: “Bueno, si ya me voy a comprar unos zapatos rojos, ¿qué tal que mejor me llevo el vestido negro? El vestido negro es más sexy. El vestido negro, con los accesorios correctos, puede ser usado de día y de noche. Además, si compro accesorios en rojo y, tal vez, en verde, por ejemplo, puedo tener dos atuendos diferentes, a ver cuál me gusta más”. El problema estaba medianamente solucionado: los zapatitos PRADA se quedarían en casa y yo ya no tendría que gastar en un vestido, sólo en dos pares de zapatos, dos collares, dos bolsas y dos chalinas que pudieran conformar el “outfit” rojo y/o el verde. La cuarta etapa era una mezcla de todas las anteriores: de pronto regresaba a la idea de llevarme los zapatos de plumas, media hora después volvía pensar en el vestido rojo y dos horas más tarde me decidía por el negro y entonces empezaba mi angustia por la serie de accesorios que no tenía. Pasaba horas con Watashi dilucidando cuál sería la mejor estrategia. Ella, mientras, se mantenía estoica con su vestido amarillo de florecitas moradas; obvio, a ella los formalismos nunca le han incomodado y por eso ella sí brillará en sociedad, el día que deje de tomar vodka.
A mí los vestidos de florecitas no me gustan. De hecho, las “reglas de etiqueta” para boda de día tampoco me gustan. La etiqueta dice que a las bodas de día se va con un vestido corto, abajo de la rodilla, corte channel, de color claro, floripondio u olanudo, con algún sombrero y perlas. En resumen, cosa más ridícula y menos sexy que un atuendo para boda de día no puede haber. El vestido no puede ser negro, ni blanco, ni beige. Mis zapatos de plumas combinan perfecto con tonos crudos como el beige o el hueso, o el gris claro, pero el gris claro tampoco se lleva a una boda de día. Una semana antes de la boda de Ana, me dediqué a pasearme por las denominadas “tiendas departamentales”, nunca he entendido por qué: Palacio, Liverpool y Sears, sin encontrar nada que me satisficiera. Todos los vestidos eran floripondios y olanudos, y los que no, eran negros, blancos o beiges. El fin de semana anterior a la boda de Ana, me fui al cumpleaños de mi amiga Elka, que me prestó un lindo vestido azul grisáceo perfecto para los zapatitos de plumas, pero que me quedó grande. Para este punto, el caso del vestido estaba tomando amplias proporciones, la mitad de la gente que me conoce estaba enterada del estrés del vestido y del color de los zapatos de plumas, la otra mitad no, porque no había hablado con ellos, no por otra cosa.
Al día siguiente, el domingo anterior a la boda de Ana, me fui al centro a pasearme por todo 20 de noviembre. Me probé aproximadamente 15 vestidos, y los únicos que combinaban perfecto con los zapatos eran dos vestidos blancos: mi búsqueda estaba destinada al fracaso y yo, también. Regresé a casa con la mente saturada de vestidos y con la firme convicción de que al día siguiente iría a comprar los zapatos rojos y los verdes y me llevaría el vestido negro. Convicción que se borró de mi mente el lunes, cuando nuevamente tuve una baja en mi crisis y decidí que de plano ya no iba a la boda. ¿Para qué si de todos modos me iban a tirar mala vibra las nuevas novias y esposas de mis exes y los padres de mi otro ex, el de las primaveras extraviadas, de más reciente rompimiento? Mejor me quedaba en casa y le cosía plumas a algún vestido para la siguiente boda de alguien. La desgana duró lunes y martes. El miércoles, estando en mi oficina mirando por la ventana sin querer hablar con nadie, decidí que no podía darme por vencida tan fácilmente y que debía comenzar a realizar la búsqueda del outfit perfecto para la boda. Entonces, tomé mis pendientes y salí a paso veloz rumbo a la oficina de mi jefe, el mormón que es muy serio y muy profesional. Iba saliendo de su oficina cuando me interpuse en su camino y le dije en tono muy serio y decidido: “Emer, esto tenemos que verlo ahora mismo porque yo me voy a salir a buscar un vestido para la boda de Ana”. En otra circunstancia, Emer me hubiera dicho amablemente que fuera con Lili a buscar mi finiquito y que había sido todo un gusto trabajar conmigo. Pero, supongo que esta vez se dio cuenta que estaba realmente pasando por una crisis femenina y me dijo que lo esperara en su oficina y que regresaría en dos minutos.
Mientras lo esperaba recordé que en mis primeros días de chamba en EMI me pareció excelente idea ir de vez en cuando al cine a la hora de la comida. Los cines están muy cerca de aquí y generalmente uno se toma menos tiempo en el cine viendo una película y comiendo palomitas que yéndose a la cantina los viernes, regresando ya muy tarde a la oficina y con uno que otro tequila de por medio. Por lo tanto, a mí me parecía muy sano que un viernes de cada dos, en lugar de irnos a la cantina, nos fuéramos al cine. Uno de los días en que tuve a bien llevar a cabo mi sano plan cinéfilo, había terminado todos mis pendientes y en ese entonces, que sólo me llevaba con Monki, le dije que nos fuéramos al cine. Para mí era lo más natural del mundo, eran sólo dos horas de película y estaríamos de vuelta a las 4.30 pm. Era tan cuco mi plan que fui a decirle a Emer que me iba al cine con Felipe. Después me enteré, con el tiempo y conforme me fui haciendo amiga del resto del grupo de trabajo, que esas son el tipo de cosas que uno NUNCA debe decirle a Emer. ¿Cómo? Yo no entendía nada: era más correcto irnos todos a echar los tequilas a la cantina y regresar al filo de las 6.00 pm. los viernes, ¿pero no era correcto ir al cine durante la hora de la comida? Pues así es, con el tiempo me di cuenta. Entonces, estaba en la oficina de mi jefe, recordando el episodio del cine y de pronto pensé: “¡Pero seré imbécil! ¡El vestido es el equivalente al cine!, mi jefe va a regresar con mi renuncia en la mano y, lo peor, no me va a quedar de otra que firmarla. Motivo: un vestido”. Emer regresó y nos pusimos a trabajar. Después de unos veinte minutos me dijo: “Alba, ¿cómo es que un pedazo de tela puede tenerte a ti tan preocupada?” Le contesté que no lo entendía yo tampoco, que estaba sumamente preocupada por “el pedazo de tela” y tan pero tan gorda que todo se me veía de la chingada. Emer me miró, soltó una carcajada, supongo que por mis 50 kilos de peso, y me indicó que me fuera por mi vestido. Salí corriendo y ya en el coche pensé: “¿Qué habrá querido decir Emer con eso de ‘a ti’? ¿Habrá querido insinuar que de plano lo mío lo mío lo mío NO es el buen vestir y, por ende, pa’ qué chingaos me preocupo por un “pedazo de tela”? ¿O intentó hacerme un piropo e insinuar que de cuándo a’ca me preocupan a mí las frivolidades y banalidades teñidas de diferentes colores?, tan profunda yo”. Supongo que nunca lo sabré, el caso del vestido para la boda no es un tema que hayamos vuelto a tratar Emer y yo.
Llegué a la Zona Rosa, lugar donde, según mi madre, hay muchas “boutiques” con ropa “diferente”. Mi pobre madre, a fuerza de haber sido mi madre durante 31 años, ya sabe que su hija no aceptará nunca EL arte de la compostura, LA importancia de la mesura y discreción (su hija escribe en una revista de sexo), LA risa moderada y en bajos decibeles, EL típico vestido floripondio para una boda, finamente retocado con un manicure francés. Así que me mandó a la zona rosa a buscar el vestido. Me caminé la calle de Londres como seis cuadras, encontrando sólo a mi paso un Ted Kenton, Mango, Zara, Bershka, Maringo, Julio.... si me compraba un vestido en cualquiera de estas tiendas corría el riesgo de ir vestida igualita a 10 viejas más invitadas a la boda. En una ocasión, ¡ah!, en la boda de la exnovia de Carlitos, mi texto intitulado “Far away so close”, llevaba un vestido negro de Mango, sí, yo y tres chicas más. Le llamé a mi mamá: “Madre, ¡aquí hay puras tiendas de “marca”! ¿Dónde están las boutiques con ropa diferente?” Mi pobre madre ya no supo ni qué contestar, así que guardé el celular en mi bolsa y me dispuse a caminar las seis cuadras de regreso rumbo a mi coche. Saqué el coche del segundo estacionamiento, para estas alturas ya había yo pagado como 50 pesos de estacionamientos, y me dirigí a la oficina con el afán de terminar toda mi chamba y salirme temprano para volver al plan B y comprar dos chalinas, dos pares de zapatos y dos juegos de accesorios para el vestido negro.
De pronto, pasé frente a una “boutique” pequeñita que tenía en el aparador un vestido negro corto con un adorno en el frente repleto de piedras, brillos y cascabeles. “¡Eso es lo mío!, seguro lo tienen en otro color”. Me metí al tercer estacionamiento y llegué muy esperanzada porque me había encontrado con EL VESTIDO, que, obvio, no tenían en otro color más que en verde. A mí no me gusta el verde y cuando me pongo algo verde parezco rana ojerosa. Así que verde no era la opción. Ni modo, salí cabizbaja y al cruzar la calle, rumbo al pago de 20 pesos más, me topé con otra tiendita a la que, en principio, me metí porque en el aparador tenían una blusa de mangas amplias, chaquiritas y mensadas colgando de todos lados. En esa tienda, arrumbados en un rincón, tenían unos cuantos vestidos “de cocktail” y de noche. Me probé un par de vestidos: uno rosa y otro azul pitufo y decidí que, como no podía decidirme, me compraría los dos, de todas formas, tenía todavía el jueves y el viernes para decidirme. Aunque en realidad no tenía todo el jueves y el viernes porque tenía que trabajar y, además, mis zapatos de plumas NO LE COMBINABAN a ninguno de los dos vestidos seleccionados; razón por la cual era necesario comprar accesorios para ambos vestidos.
Cuando regresé a mi oficina, Lili y Alejandra
[2] inquirieron por el vestido. Entonces comencé la descripción
[3] : “El vestido rosa es strapless, de licra, completamente ceñido al cuerpo, hasta el tobillo, está abierto del lado izquierdo y la abertura es hasta arriba de la rodilla, en medio tiene un adorno dorado, bordado con chaquiras y lentejuelas, que está justo en medio del busto y del cual salen dos tiras doradas, bordadas también, que se amarran en el cuello. ¡Está bien lindo!”. Ale me miró sorprendida y me preguntó: “Pero, entonces, ¿es largo?” .... mmmmhhhh (silencio). “Sí, sí es largo”, contesté. Y ella volvió a preguntar: “¿Y tiene dorado?”.... mmmmhhh (otro silencio). “Sí, tiene dorado”. Lo bueno de convivir tanto tiempo con alguien es que aprendes a entender sus miradas; no fue necesario que Ale dijera lo que ambos (Ale y Lili) estaban pensando: “Entonces, ¿¡por qué chingados te lo compraste si tu boda es de día y en un jardín!?” Después del tercer silencio, los miré a los dos y dije: “No es un vestido muy apropiado para el día, ¿verdad?”, a lo que Ale agregó: “¡Y tampoco le combina a tus zapatos de plumas!” No obstante, procuré no sucumbir ante el pánico, ya que pánico y crisis de atuendo combinados pueden desencadenar reacciones agresivas. El vestido azul pitufo siempre podía ser opción, aunque también fuera largo y no tuviera absolutamente NADA con qué ponérmelo, ni zapatos, ni bolsa, ni chalina, ni aretes, ni ni madres.
El problema era que ahora estaba muy entusiasmada con el vestido rosa, aunque, si lo recuerdan, yo tenía que lucir “poco llamativa”, cosa que era completamente imposible con un vestido ROSA (no fiusha, no, más bien como rosa bubaloo, ¿se acuerdan de los chicles bubaloo?, ¿esos que tenían “un centro líquido jugoso y su sabor es tuti frutti, de-li-cio-so”? Bueno pues de ese rosa) CON DORADO y, además, largo. Pero, ni modo, toda la energía de mi crisis estaba violentamente versada sobre EL vestido rosa, ya no sobre los zapatos de plumas. Salí de trabajar y corrí a Parque Delta, acompañada de Felipe como asesor de moda, a comprar zapatos y accesorios dorados y plateados; los plateados, “por si acaso”, si acaso cabía en mí la prudencia de la “etiqueta” y la “discreción” y tenía a bien llevarme el vestido azul pitufo. Vi zapatos, vi accesorios, ubiqué dónde estaba todo pero, como la toma de decisiones era algo que se había dificultado tremendamente en las últimas dos semanas, decidí regresar por ellos el jueves. Mientras tanto, pasé toda la noche del miércoles mareando a la Watashi con mis interrogantes sobre lo inapropiado que sería llevar ese vestido a la boda. Le llamé a Gwenn-älle, la hermana de la novia, para preguntarle sobre su vestido y poco me faltó para agarrarme al primer despistado que se subiera al elevador de mi chamba y bombardearlo con cuestionamientos sobre el manual de Carreño y las bodas de día.
El jueves la vida se complicó. Yo no tenía accesorios y el CEO de EMI a nivel mundial estaría de visita en México el lunes siguiente. A Mary
[4] y a mí nos habían encomendado la peligrosa misión de comprar un regalo para el señor CEO, Leo se llama, y tiene apellido de coche deportivo pero no sé cómo se escribe. La verdad es que comprar un regalo “bueno” y muy mexicano es en realidad muy sencillo: un buen tequila, de esos de colección y de alcurnia, y ya. Pero, la consigna de mi jefe mormón era que no fuera alcohol. Entonces, ¿qué le puedes regalar al CEO de la Editora de música más grande del mundo? Eso empezaba a complicarse. Para colmo, Emer había señalado desde la junta del lunes que NO QUERÍA QUE TODO SE HICIERA A ÚLTIMA HORA. Que no quería vernos correr el jueves por las plantas para la oficina, por el regalo, etc. Como la energía femenina, y con ella “el toque femenino” es escaso en esta oficina, las labores “femeninas” se complican. Mary tenía que comprar un juego de baño y las dos el regalo del CEO y yo, los accesorios. Y era jueves, es decir: la última hora. A las seis de la tarde logramos salir corriendo rumbo a Parque Delta, Mary y yo. Después de comprar un par de cosas en Palacio, Mary se dedicó al juego de baño y yo a los accesorios de los vestidos, de los dos. No encontramos nada, que no fuera una linda botella de algo, para el CEO. Así que terminé mi jueves con unos zapatos dorados de Nine West, un anillo, unos aretes y una pulsera dorada de Palacio, accesorios que ya ascendían a la cantidad de $1, 200.00 pesos, y sin regalo para el CEO. Cuando llegó Watashi a casa y le conté y le enseñé lo que había comprado, me dijo: “Vaya que te han salido caros los zapatos PRADA, eh”. Pues sí, ahora ya sólo me faltaban los accesorios plateados para el vestido azul pitufo, y, claro, ir a recoger los vestidos el viernes.
El viernes llegué a la oficina con pocos pendientes, ya que en mi crisis de “atuendo perfecto para la boda de Ana”, decidía trabajar rápidamente todos los días para salirme temprano y seguir evadiéndome con el caso del vestido. Todo iba bien, hasta que me recibió Tapia en el elevador, en su crisis personal de histeria, euforia, conflicto, enojo, engaño y un sin fin de cosas, que no puedo explicarme cómo le sucedieron en tan sólo 14 horas que llevaba sin verlo, solicitándome apresuradamente dos contratos para medio día. Cuando llegué a la oficina, Emer ya había mandado cuatro mails referentes a los contratos, Mary me estaba forwardeando uno más, Tapia lloraba por los rincones y yo ya no estaba tan segura de poder salir a tiempo a recoger los vestidos y completar los accesorios del vestido azul pitufo. El viernes transcurrió entre apuros, gritos, sombrerazos, mails, malos entendidos, tristezas y, en fin, todos somos como una pequeña familia y, como tal, de pronto nos da por madrearnos e intrigarnos los unos a los otros. Pero, en esta ocasión, yo no quería servir de doctora corazón para nadie, ni hablar con nadie, ni apapachar a nadie, lo único que podía pensar era que tenía que terminar todos los pendientes para pode acompañar a Mary por el chingado regalo del CEO (“de última hora”) y por los vestidos y el resto de los accesorios.
Para añadirle un poco de limón y sal al extraño caso del trastorno del vestido rosa, el autor para quien redacté el contrato, y que llegó a firmar a las 12 hrs. en punto, es un “novato” en contratos de edición. Nunca había firmado uno y no tenía idea de qué se trataban, así que me senté con él y con Tapia en la sala de juntas a explicarle cláusula por cláusula de qué se trataba el contrato. En el inter, también le explicaba un par de cláusulas a Tapia, que supongo que nunca se había sentado a leer uno de los contratos de edición de obra porque, durante la explicación, el autor me decía: “es que te estoy cediendo mis derechos por 13 años” y yo contestaba: “sí, así es, es el período que está establecido”. Y Tapia interrumpía: “no, mi hermano, son sólo 10 años”. Yo volteaba a verlo insinuándole sutilmente con la mirada: “Compadrito, ¡que me quiten al referí, caray!, ¿de qué lado estás?”, pero, con voz tierna y condescendiente contestaba: “no, amigo, sí son 13”, y él repetía: “pero aquí dice 10”, y yo volvía a contestar tiernamente: “sí, pero contados a partir de la terminación del contrato, que es de 3 años”. Y mi Compadre volvía a decir: “pero, AQUÍ dice 10”. Y yo, pensaba en los zapatos dorados. El autor se fue casi a las 4.00 pm. ¡Cuatro horas de explicación de un contrato! Y el segundo autor, según me había dicho Tapia, llegaba a las 5.00 pm. Yo tenía que salir a las seis en punto para llegar a la zona rosa y encontrar algo abierto y comprar los accesorios color plata. Resulta que Tapia tuvo a bien llamarle al segundo autor para que, con la finalidad de que nos diera tiempo de comer, llegara mejor a entre 5.30 y 5.45 pm. ¡O sea!, ¿cómo? Y así fue, el segundo autor llegó a las 5.45 pm. y a esa hora decidieron que también era buena idea hacerle firmar, de una vez, unos seis contratos de cesión de derechos de obra musical. Yo ya estaba a punto de llorar, Ale entraba a mi oficina y yo quería llorar, Mary ya se había ido por el regalo del CEO solita y cuando nada podía salir peor: EMPEZÓ A LLOVER, y todos ustedes sabrán que, en esta ciudad, la estupidez al volante es soluble en agua. Logré salir casi a las siete de la noche. Periférico ya estaba parado y Reforma también, llovía bastante y la ciudad de la esperanza era un caos total. Yo inhalaba y exhalaba pero de lo único que tenía ganas era de ahorcar a Tapia y a sus greñudos autores, je je, no es cierto, uno de ellos estaba muy guapito. Cuando llegué a la Zona Rosa, el estacionamiento que está a una cuadra de la tiendita de los vestidos cucos y sexys estaba lleno, así que tuve que irme a otro que estaba a tres cuadras de la tiendita. Llovía y los jeans que llevaba puestos me arrastran, o sea que, además, me iba a mojar los jeans y los pies porque traía zapatos abiertos, ¡ah!, y no traía sombrilla. Me bajé del coche y me di cuenta que la lluvia sí estaba muy cañona y que caminar tres cuadras bajo esa lluvia sí me haría llegar echa una sopa a la tiendita. Además, tenía en la mano una bolsa con los zapatos de Nine West, para probármelos con el vestido rosa, ya que si no combinaban, disponía de una hora para llegar corriendo a Parque Delta a Nine West (que cierra a las 8.00 pm.) a cambiar los zapatos por otros que ya también me había probado y, en la otra mano, una bolsa de plástico en la cual había metido mi bolsa de mano, que es de gamuza y no debe mojarse porque se mancha. No había dado ni dos pasos y, por ir pendejeando para que la bolsa de gamuza no se mojara, metí mis lindos pies juanetosos en un charco, y me empapé el pie derecho; cosa que me hizo bajar la vista y ¡oh sorpresa!, estaba pasando junto a una boutique que en su aparador lucía decenas de zapatos plateados y bolsas: la suerte me estaba sonriendo. Me metí a la boutique.
Para mi sorpresa, la boutique estaba repleta de ropa rara y escandalosa, como yo, y de una pared completa de vestidos ADECUADOS para bodas de día, pero diferentes y lindísimos todos. Le encargué el cúmulo de cosas que venía cargando a la chica que atendía y descolgué aproximadamente 10 vestidos para probármelos, junto con un perro labrador, propiedad de la dueña del local, que insistía en meterse conmigo al probador y echarse a mi lado, en un probador de medio metro por medio metro. Finalmente, entre perros y jeans mojados, me probé los 10 vestidos, todos eran lindísimos y todos me gustaban, el más bello era café y no le combinaba ni a los zapatos de Nine West y tampoco a los de PRADA, pero lindo era. Mientras me veía en el espejo y me lamentaba porque ninguno de mis dos pares de zapatos (ni los accesorios dorados) combinaban con el vestido café, la dueña me dijo que ese mismo vestido lo tenía en blanco, con ciertas variantes. “No, pero es que blanco no, porque voy a una boda”, comenté. “Pruébatelo mi reina, se te va a ver bien bonito. No lo hemos podido vender porque como es blanco no le queda a muchas chicas, tienen que estar así, ‘menuditas’ como tú para que se les vea bien”. ¡Vaya!, me había llamado “menudita”, obvio la señora era, en ese momento, mi heroína y no podía hacerle el desaire de no comprar el vestido blanco. Así que me lo trajo, me lo probé y, ¡se me veía precioso! Un vestido corto, cuello halter, muy similar a EL CÉLEBRE VESTIDO de Marilyn Monroe, y ¿qué creen? Le iba perfecto a los zapatos de plumas. PERO, Nami dice que definitivamente si había una boda a la que NO se podía ir de blanco era a la de Ana, porque Ana es como sensible y probablemente le hubiera dado un infarto al miocardio. Yo estuve de acuerdo, no quería ser culpable de la viudez anticipada de Ulises y, por lo tanto, el vestido no podía ser blanco, por más lindo y sexy que estuviera, ¡así que me lo compré azul!, ¿por qué no? Aunque ya tuviera uno azul y nada con qué combinarlo. Ahí mismo compré una bolsa plateada y recordé que para la boda de Elka había comprado zapatos plateados, pero para noche. Así que decidí arriesgarme, no me acordaba bien de los zapatos pero según yo no eran muy escandalosos y tal vez podrían ser multimodales: de noche y de día.
Me hicieron la cuenta, omitiré el total, y saqué mi tarjeta de débito para pagar, muy segura de mí misma porque Mary me había informado que los depósitos pasaban el viernes después de medio día. Mi tarjeta fue declinada. Le dije a la señora que la volviera a pasar, seguro había un error, yo tenía dinero. Declinada por segunda ocasión. Podía pagar con mi tarjeta de crédito, la que cargo para “emergencias”, tales como comprar UN TERCER vestido para la boda de Ana. Sin embargo, en ese momento me entró la angustia. No hace muchos meses, a Hendrik, el esposo de Gwenn-älle, la hermana de Ana, la novia que entraría en shock si me hubiese visto llegar de blanco Marilyn Monroe a su boda, le vaciaron su cuenta por Internet. Como yo hago TODOS mis pagos por Internet, pensé inmediatamente que me habían vaciado la cuenta, entonces decidí ir al cajero a checar mi saldo. Me prestaron un paraguas en la tienda, caminé dos cuadras en la lluvia, me mojé más los zapatos, los pies y los jeans y el cajero al que llegué no servía. Me metí al Sanborns de Niza y quise retirar dinero. El cajero se enloquecía y me informaba que mi saldo era insuficiente. Cada vez que le pedía dinero, aparecía en la pantalla: “su saldo es insuficiente, usted tiene $3,850.00 pesos”, luego apareció que $5,320.00, luego $330.00... “Ahora sí, ya no tengo dinero, ya me hicieron un fraude por Internet y ya valió gorro TODA mi quincena”. En ese momento quise llamar al banco, para lo cual tenía que encontrar EL PAPELITO en donde tengo apuntado mi número de usuario INVERTEL y mi clave de seguridad. Me recargué en uno de los mostradores de Sanborns, el paraguas prestado goteaba y, como no había donde recargarlo, lo coloqué entre mis piernas, con lo cual logré lo que había evitado toda la noche: empaparme los pantalones también de la entrepierna. Saqué como 40 bauchers de mi cartera, dos recibos del salón de belleza, 10 tarjetas de presentación, un RFC de la compañía y como 4 post its con direcciones de algún lugar desconocido para mí. Empecé a buscar EL PAPELITO, vi el reloj, 9.20 pm. La tienda de los vestidos en compostura cerraba a las 10.00 pm. Empecé a desesperarme y a perderme en un sin fin de papelitos y papelitos que, no sé por qué, me dio por empezar a analizar EN ESE PRECISO MOMENTO: Zara, Santa Fe, $200.00 pesos. La Casita, $450.00 pesos, Spa Hantum $1,400.00 pesos, Celtics, $620.00 pesos “Ay, Alba, pero ¿de dónde?, ¿de dónde madres te sientes profunda si pura pinche frivolidad y borrachera?, ¿por qué no tienes ni un pinche baucher de la Gandhi, caray? Volví en mí y me di cuenta que no era ni el momento, ni la hora, ni el lugar de comenzar a cuestionarme la administración de mis finanzas y la profundidad de mi vida y, como EL PAPELITO no aparecía, decidí llamarle a Lili para que me confirmara el depósito. Le llamé y, en efecto, no había depósito. Bueno, eso me tranquilizaba: nadie me había robado nada por Internet, pero en ese momento era yo muy pobre y tenía que pagar mi vestido. Regresé a la tienda y pagué con mi tarjeta de crédito “para emergencias”.
Tomé mis bolsas y me dirigí a la otra tienda por los otros dos vestidos. Sólo tenían listo el rosa, cosa que ya no me importaba porque yo tenía OTRO vestido azul. Así que tomé mis cosas, tomé mi vestido rosa escandaloso, inapropiado para boda de día y mi vestido Marilyn Monroe azul. Me fui a casa bajo la lluvia. En el camino le llamé a Nami y le dije: ¿qué crees que hice?, y la muy tarada me contestó: “Le quitaste el cuellito cuco al vestido rosa, se lo cosiste al vestido azul pitufo, te compraste el collar carísimo azul que te querías comprar para el vestido azul pitufo y te vas a plantar tus zapatos de plumas, para demostrarles a todos, una vez más, que sí se puede todo”. Y bueno, ¿qué contestaba a eso?, tenía toda la razón del mundo, de verdad había vivido un par de semanas la pobre Watashi estresada por el vestido rosa, los zapatos rojos, los de Nine West, los de plumas, el vestido azul pitufo... pero lo que no sabía era que ahora teníamos un tercero en discordia. Le informé sobre el vestido azul de Marilyn Monroe y sobre la bolsa plateada. Nos reímos mucho y le comenté que en verdad tenía que escribir algo sobre “lo caro que puede resultar estar en crisis existencial”, a lo que me contestó que no era la crisis existencial sino el hecho de haber comprado los zapatos PRADA lo que me había salido carísimo ya que, a la fecha, no había encontrado absolutamente nada con qué ponerme los zapatos.
Llegué a mi casa y saqué los dos vestidos y todos los accesorios. También empecé a hacer la maleta y, mientras buscaba mi bikini, encontré un vestido cuquérrimo que me compré hace años para un congreso en Acapulco, mismo que nunca había estrenado porque no tenía zapatos que le combinaran. Me lo probé también y se veía tan lindo, que dudé en llevarme UNO QUE YA TENÍA, al cual no le combinaba absolutamente nada de lo que me había comprado porque es gris con rojo, pero apropiado para boda de día según el manual de Carreño, se los juro. Llegaron Nami y Parrish y entonces empezamos los tres a cuestionarios sobre lo apropiado o inapropiado que podía ser el vestido rosa, pero estaba lindo. Acabé empacando el vestido rosa Y EL ROJO CON GRIS, el azul Marilyn Monroe se quedó en casa y ahora está en una bolsa esperando a que tenga tiempo de ir a cambiarlo a la tienda por el blanco, porque ya decidí que mejor me quedo con el blanco para tener aunque sea una prenda que le combine a los zapatos PRADA, aunque Nami insiste en que no me lo voy a poder poner para nada porque no puedo a ir a una boda de blanco, aunque traiga plumas en los pies y claramente no parezca yo la novia.
Una hora antes de la boda de Ana yo me probaba el vestido gris con rojo y luego el rosa, y volvía a titubear entre el rosa y el gris con rojo, y traía todos los accesorios para cualquiera de los dos vestidos. Finalmente, apoyada por Nami, Parrish y Felipe, me puse el vestido rosa, total, eventualmente se haría de noche, aunque ahora mismo fueran las doce del día y yo trajera un vestido largo, escandaloso y muy rosa. En la iglesia, el Ché, que sabía más o menos la historia/histeria del vestido, se me acercó y me dijo al oído: “Oye, ¿el vestido que traes no es un poco inapropiado para una boda de día?”
En la boda abundaban los vestidos “correctos” y “floripondios”, no había sombreros pero sí muchas perlas y muchos hombres de blanco, claro, ellos sí pueden ir de blanco a las bodas matutinas en jardines. Y ahí, en medio de 15 mesas distribuidas en el amplio jardín de Maryvonne Folange, a 32 grados centígrados, sin nada que tomar porque las chelas todavía no habían llegado, asándonos, rodeada de vestidos “de etiqueta”, con la boda civil de Ana llevándose a cabo a unos cuantos metros de ahí, se escuchaba una risa sumamente estridente que provenía de “esa de rosa a quien se le perdió la boda de noche”.
Por cierto, vendo zapatos PRADA, lindos, elegantes y adornados con finas plumas de colores incombinables. Precio por fin de temporada: $6,500 pesos. Igual los permuto por vales de despensa.
Besos y estrellas,
A.
[1] Con esto comenzarán a tener la primera idea de lo que les digo: no toma, no fuma, no toma café, acciones todas ellas, o más bien omisiones, por las cuales generalmente se encuentra fuera de los encuentros del resto del grupo. Encuentros que se desarrollan en cantinas los viernes y alguna que otra vez en la casita naranja los fines de semana.
[2] Otra compañera de trabajo de risa estridente, como la mía, y marcada inclinación hacia el tequila, como la de todos.
[3] Según Nami Watashi, soy rete mala para describir vestidos, así que háganse a la idea, o pídanle que les mande las fotos.
[4] Mary es la Asistente de Dirección, y Recursos y Humanos y psicóloga de Ale y mía, y mamá de una hija, y mano derecha de Emer, y resuelve los problemas de todo mundo, y sirve cafecitos, y siempre está de buenas. Bueno, yo creo que primero corren a Emer que a Mary.