jueves, 3 de mayo de 2007

Amores Universitarios

"Aquél a quien guía la pasión, no llegará lejos"
Vardhama


Permítanme contarles, en una versión lo más breve que mi mínima capacidad de síntesis me permite, la épica historia de mi amor platónico universitario. Pero antes, recordemos por favor que en la universidad fui la encarnación del romanticismo, así en su versión más dramática y obviamente desinformada. Eso de tener un "amor platónico", aunque claramente esté mal aplicado el término y  Platón está harto de retorcerse en su tumba por todos los que lo usamos mal, me hacía sentir como la protagonista de una telenovela de bajo presupuesto que al menos tiene a alguien por quien llorar con dignidad... o más bien, sin ella.

Este gran amor fue el legítimo titular de los derechos autorales de mis escasas pero absolutamente vergonzosas borracheras universitarias y el responsable directo de que yo hiciera lo impensable: levantarme dos horas antes —sí, DOS— para elegir los pants más sexys (una categoría discutible) y maquillarme como si fuera a una alfombra roja, todo para llegar a clase como un bombón recién horneado. ¿El resultado? Él ni me miraba. Inmune a mis encantos. Ciego. Etéreo. Mientras tanto, mis compañeros, que claramente no estaban en esta telenovela o tenían su amor platónico en otro lado, llegaban en pants raídos, lagañas incluidas y con la gracia de elefante rosa de Dumbo.

¿Quién era este amor platónico académico? Mi profesor de Filosofía del Derecho. Alto, elegante, con unos ojos verde agua que probablemente inspiraron más de quince poemas mal logrados, cabello castaño oscuro con ese largo descuidado que grita “soy profundo pero casual”, doctor en filosofía política, sonriente, políglota y con un talento sobrenatural para resistir cualquier tipo de coqueteo. Una muralla emocional. Y yo, por supuesto, en mi versión de Lolita con ojeras, creyendo que un día se fijaría en mí. 

No obstante,  la vida,  gran dramaturga con gusto por los giros argumentales poco sutiles, siempre tiene una sorpresa bajo la manga. Pasaron los años y, sin darme cuenta, me descubrí divorciada, atrapada en un trabajo que me provocaba depresión existencial, sola (había terminado con el buen Che) y, muy probablemente, cruda como sushi. Era un viernes y había menos trabajo que el habitual. Ahí estaba yo, sentada en mi escritorio, con una lista interminable de pendientes que en realidad se reducían a ver cómo las manecillas del reloj daban vueltas con una lentitud humillante, mientras fingía interés en no dormirme de cara al teclado. Fue entonces cuando mi mente, siempre más eficiente que mi entorno laboral, decidió entretenerme con recuerdos: aquellos amores antaños, deslucidos por el tiempo, pero aún con cierto brillo en la nostalgia y, entre todos ellos, claro, apareció él: mi amor platónico filosófico.

En un impulso que solo puede explicarse por la mezcla exacta de soledad, nostalgia, enamoramiento pueril y romántico y aburrición de viernes, abrí Google, escribí su nombre y... ahí estaba. De primera intención, sin rodeos: el destino ya no sabía cómo hacerme entender que quería que lo buscara. Le mandé un correo. Lo respondió. Le mandé otro. También respondió. Al tercer intercambio, ya nos habíamos puesto al corriente de nuestras vidas. O mejor dicho, de la parte de nuestras vidas que realmente nos interesaba: yo ya no era aquella universitaria con brillo labial y esperanzas y él ya no era el inalcanzable académico intocable, ahora éramos los dos uno más en la fila de los divorciados.

¡Una sincronía casi poética! Quedamos de vernos para cenar. Porque, si la vida va a sorprenderte, siempre debe haber una copa de Pinot Noir para recibir esa sorpresa. Eligió un restaurante en la Condesa: velas tenues, manteles largos y camareros que hablan en voz baja como si todos fueran confidentes de una historia secreta. Yo, por supuesto, llegué antes. No podía evitarlo. Me comía las uñas con una ansiedad adolescente que no correspondían con mis recién estrenados treinta años ni con mi nuevo y calculado maquillaje de "me veo bien pero no me esforcé", tan diferente a aquél de la universidad. Decidí que la única compañía digna de semejantes nervios era un Pinot Noir: profundo, elegante, como la noche, como lo recordaba a él.

Lo vi entrar puntualísimo y me paralizó. Suéter negro de cuello alto, ceñido lo justo para delatar una espalda amplia y un abdomen digno de Photoshop, pero real, envidia de cualquier treitañero. Jeans oscuros, sin pretensiones y una gabardina que le daba un aire de espía intelectual. El cabello: el mismo rebelde que yo había observado con devoción desde la tercera fila del aula de Filosofía del Derecho, pero ahora con algunas canas distribuidas estratégicamente, como si hubiera contratado a un estilista.

Tenía más de cuarenta, sí, pero lo llevaba con una testosterona digna de estudio médico. Y la mente... Dios. Una maestría más, un nuevo puesto, una conversación que alternaba entre Kant y sarcasmo con una fluidez que solo da el tiempo y el ego bien cultivado. Me escuchaba, se reía, respondía, y yo, entre sorbo y sorbo, pensaba: “¿Cómo puede alguien ser tan guapo y hablar de esta manera?” Nami a veces me decía que yo tenía el clítoris en los oídos. 

Después de los saludos, anécdotas superficiales y algunos “¿qué fue de fulanito?”, la conversación viró de manera natural, casi científica, hacia lo inevitable. En un momento entre risas, miradas sostenidas y recuerdos compartidos, lo dijimos con total naturalidad: teníamos, al menos, cuatro años de sexo pendiente. Y era momento de saldar cuentas.

Nos fuimos a su departamento, durante el viaje en coche yo pensaba: "las dos horas de arreglo personal antes de clase sí dieron frutos, no fui completamente invisible, ciertamente". 

El trayecto fue un intermedio eléctrico: hablando de libros, del clima, de lo caro que está el vino, cosas triviales que apenas disimulaban la expectativa que se respiraba entre los silencios. Al llegar, su casa, un pent house en Polanco, era exactamente lo que imaginaba que sería: sobria pero con detalles muy íntimos, libros por todos lados, un sillón cómodo, buena iluminación. Y él, en su cocina, preparando vodkas con precisión quirúrgica, mientras hablaba sobre cómo últimamente había redescubierto la música de Nick Cave. Yo solo podía mirarlo y preguntarme cómo era posible que este hombre, que durante años pensé que ni me registraba, estuviera ahora a metros de mí, sacando hielo del congelador y exprimiendo limones mientras se apartaba el pelo del rostro con sus manos grandes y bien cuidadas. De reojo, me sonreía y sus ojos me explicaban silenciosamente todo lo que estaba a punto de suceder. 

Y entonces, como si necesitara confirmar que todo era real y no producto de una fantasía inducida por la botella de Pinot Noir y años de represión romántica, saqué el celular y le mandé un mensaje a Nami, la cotitular oficial de mis borracheras universitarias.

—"No tienes una idea dónde estoy y con quién"
— "¿Qué? ¿Dónde? ¿Qué pasa?"
— "¡No me lo vas a creer!"
— "Dímelo ya, me estás poniendo nerviosa"
— "¡Estoy en casa de R. E.!
— "¿RE?" 

Me marcó inmediatamente y del otro lado de la línea solo escuché un grito ahogado y una risa que sellaron la escena con el tono justo: el de lo increíble, lo impensable, lo deliciosamente cierto.

Después de un par de vodkas se acercó; sentí que el deseo acumulado durante tantos años de coqueteos insurrectos iba a manifestarse en ese momento en un torrente de excitación superlativa, para después descansar placidamente sobre la alfombra de esa amplia estancia a media luz. Entonces, sucedió lo inesperado; aquel hombre de maravillosa espalda, de dientes perfectos, de brazos torneados por horas de gimnasio, de mente brillante y tesis doctoral con mención honorífica, comenzó a emitir sutiles gemidos femeninos. Al principio eran sutiles y yo pretendía no darme cuenta, aunque debo confesar que me desconcentraron del orgasmo que estaba disfrutando por adelantado. Después, cuando pasamos a ocupar una afable posición horizontal sobre la alfombra blanca de la sala, los gemidos eran definitivamente notorios y me parecían poco agradables, le estaban restando testosterona a este irresistible macho alfa con físico de revista. Yo olvidé la concentración en el futuro orgasmo, esperado por casi diez años, y también en la hermosa espalda y en los bien torneados brazos y en el pelo rebelde y los ojos verdes, solo podía concentrarme en los sonidos que ese hombre, mi amor platónico universitario, estaba emitiendo cada vez en decibeles más importantes. Finalmente, ¡terminé por estar pensando solamente en esto! Hecho que terminó por descomponer totalmente ese primer encuentro, no hubo orgasmos ni agitación. 

Al día siguiente, abrí los ojos con una maravillosa vista a la Ciudad de México, en ese lujoso pent-house en Polanco, con café caliente y pan dulce sobre la mesa de noche. Mi recién ganado trofeo, mi tan deseado amor universitario, se acercó con aire seductor a mi cuerpo desnudo y mi memoria auditiva se disparó a una velocidad indescriptible, haciéndome presa del recuerdo de la noche anterior. Como no estaba dispuesta a perder la mejor oportunidad que me brindaba la vida en materia de amores, de inmediato abordé el tema con encanto sutil, hasta que llegamos a una buena negociación sobre los gritos y gemidos.  

Lo que ha seguido después de esto, queridos lectores, ha sido sin duda el festejo más grande de la vida y las ensoñaciones candorosas. Meses de felicidad abstracta, simple y sofisticada a la vez, una felicidad minimalista, llena de elegantes accesorios sin nada que ensucie el escenario. Muchos bares y restaurantes de moda, fines de semana de vino, sexo, pláticas, paseos de la mano por el parque, exposiciones de arte, cine, desayunos, sombras del pasado que empezaban a asomarse, explicaciones tardías, corazones no listos para un siguiente paso, retazos de un divorcio, terapias, adioses, mi maleta con ropa interior traída de Italia empacada con todos mis remordimientos, ¡lo estoy dejando ir! ¡Lo estoy dejando ir! ¿Por qué no puedo dar el siguiente paso? ¿Qué me detiene? ¿Qué me acongoja? Todo es perfecto. Esto decía mi razón; esto no decía mi corazón, no sé por qué, "estamos anestesiados", lo escuché decir sigilosamente un día que me desperté en su pent-house, durante la madrugada para ir al baño. Regresé a la cama, me abracé a él, anestesida, como mi corazón. Sexo por la mañana, hasta ansiaba los gritos y gemidos de los que sutilmente me había quejado meses atrás. Reposa el deseo, percibo su aroma, aspiro profundamente, quiero que mi memoria olfativa se llene de él, conserve ese aroma para siempre en mi recuerdo. Hasta pronto, oasis de intelectualidad y sensualidad encontrado entre tanta simpleza, ¡gracias por la lencería verde! ¡Gracias por tus ojos verdes! ¡Gracias por la imagen de ese suéter negro de cuello alto y la gabardina! ¡Gracias por el romance! ¡Gracias por el Poujol! "¡Gracias por el fuego!", ¡Gracias por todo el desamor universitario y este breve pero imborrable amor maduro! 

Siempre, 

Alba. 

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