Platón
El sábado pasado fui a una cena en casa de un amigo que fue mi compañero en la universidad. Teníamos mucho tiempo sin vernos y conforme nos íbamos poniendo de acuerdo para coordinar las apretadas agendas de la vida adulta y lograr cenar juntos, nos fuimos acordando de todos los amigos, y poniéndonos en contacto con ellos, y así acabamos organizando una cena con 12 comensales.
La universidad la dejamos hace algún tiempo, ahora se supone que somos personas serias, adultas, que pagan cuentas, casados, divorciados, vueltos a casar incluso y algunos ya hasta un pequeño hijo por ahí. Por todo esto, yo me esperaba una cena de adulto contemporáneo, que es lo que ahora somos. Es decir, una mesita elegantemente puesta, aperitivo, plática de política, medio ambiente, trabajos actuales, dificultades laborales, posteriormente cena con vino y luego ya, seguirse con el vino sin duda, para finalmente tomar un café y regresar a casa a la 1 am a más tardar. Para mi grata sorpresa, resultó que volvimos a ser los universitarios de entonces y hasta me atrevería a decir que la pasamos mucho mejor que cuando estábamos en prepa: el liceo tampoco dejaba mucho espacio para el esparcimiento.
Llegamos a un lindísimo departamento en Interlomas, con una hermosa vista y un decorado minimalista de muy buen gusto y nos sentamos en la sala, alrededor de una mesa de centro que tenía papitas y más papitas, me sorprendió un poco pero comí papitas, preguntándome en silencio dónde estaría el jamón serrano y los bocadillos Melba. El anfitrión se apresuró a servir una primera ronda de vodkas (mmhhh..., ¿ya así?, ¿de plano?, ¿brincar a los fuertes sin el aperitivo?¿Sin vinito? y el vinito? Bueno, la verdad que yo no soy difícil de convencer y a la Tierra que fueres haz lo que vieres). Yo venía acompañada de mi nuevo galán, que en realidad es el resucitado del Pleistoceno superior, siempre feliz, siempre agradable, siempre cínico y superlativamente insubordinado Cronopio. Aunque el Cronopio y yo hemos vivido ya varias etapas de una relación, creo que esa fue la primera reunión a la que me acompañó con mis amigos universitarios. El Cronopio galán es todo un hombre él, hecho y derecho, un abogado renombrado, de 36 años bien puestos, ideas concisas y abundantes, un ser muy pensante, sárcastico y extremadamente divertido. No obstante, estaba un poco temerosa suponiendo que podría llegar a aburrirse con las típicas conversaciones de los viejos amigos de un colegio:
-“¿Te acuerdas del maestro de Amparo?”
- “¿Cuál? ¿El de los lentes de fondo de botella?”
- “No, no. Creo que ese nos dio un semestre de Obligaciones solamente. El que nos daba Amparo era el güey este que siempre traía un pañuelo de puntitos rojos en el saco”.
- “Y, ¿te acuerdas de Claudia Estévez? Pues se casó y tiene como tres chamacos, el esposo le pone el cuerno con la que era amiga de Rocío, ¿te acuerdas de ella?
- "¿Una flaca, alta de chinos?...”
Y así empiezan todas las anécdotas universitarias que sólo hacen reír a los que fueron protagonistas de las misas, el resto de los comensales suele aburrirse como ostra. A mí me ha tocado estar en ambos lugares y, desde la ostra aburrida, me preocupaba que mi novio tuviera que ponerse a ver las fotos de los portarretratos del depa so pena de caer dormido en el sofá. Al poco rato, el anfitrión volvió a pararse a rellenar los vasos vacíos. Yo no había terminado ni la mitad de mi vodka cuando la mayoría ya iba por el segundo.
- “Estás muy lenta, mi Albita, ¿estás fichando?”, me hizo notar mi amigo anfitrión, mientras el resto de los comensales se dedicaba a tomar justo como cuando estábamos en la universidad.
De pronto, el esposo de una de mis amigas (o sea, uno de los que no eran de la universidad, pero venía con muchas ganas de encajar) soltó un albúr de esos bien arrabaleros, digno de una fonda con tele colgada en la esquina. Mi amiga lo miró con amor, resignación y un ataque de risa y le dijo entre carcajadas: “Mi vida, ahora sí ya sacaste lo gato”. Y ahí fue cuando todo se desató.
Después de semejante muestra de elegancia verbal, la reunión dio el giro definitivo y tomó un tono verdaderamente universitario: el alcohol se empezó a tomar por deporte, por instinto o por pura nostalgia, sin importar si venía en una botella artesanal de vidrio soplado o en un garrafón que huele a etanol con esencia de frutas. A esas alturas, nos daba exactamente lo mismo un vodka de 100 pesos que el que Nami y yo, en nuestra versión adulta con pretensiones, juramos preferir.
La cena brillaba por su ausencia. En su lugar, papitas, cacahuates y una charola de queso que se evaporó en cuanto se abrió. La música empezó a subir de volumen y retrasarse en décadas. Lo que sonaba en el iPod del anfitrión era una mezcla cuidadosamente descuidada de: Flans, Timbiriche, Magneto y hasta Fandango.
Me volví hacia Nami y, sin decir palabra, supe que estaba pensando lo mismo: era el momento de ejecutar la coreografía de “Corro, vuelo, me acelero”, con buena intención y buena postura. Y ahí nos tienes: bailando como si aún estuviéramos en secundaria, junto con la esposa del anfitrión y otra esposa (o novia) de otro amigo universitario, que se sumaron al escuadrón femenino desde el primer grito desafinado: "las mil y una noches que pasé (mil y una noches)", aquí el grito desafinado. Porque en toda persona habita una Yuri, lista para salir al menor estímulo auditivo de los 80.
El esposo de mi amiga (sí, el mismo al que minutos antes se le había salido lo gato con su albur nivel Ecatepec) se acercó a mi novio y comenzó a presumirle su coche. El hombre traía un Audi y aseguraba con aínco que “jalaba” más que el Eclipse de mi novio. Spoiler: obvio era cierto. Absolutamente cierto.
Volteé a ver a mi Cronopio, que me lanzó una mirada de auxilio digna de película muda. Claramente decía: “Dime algo, por favor. ¿Qué se contesta en estos casos?” El Cronopio cultiva el cerebro, no los músculos y mucho menos los motores y los autos. Yo tampoco tenía idea. Aquello ya era una reunión versión fiestón ochentero: alcohol en todas las superficies, mis dos amigas tratando de bailar "Ven Claridad" como si no hubieran pasado veinte años, el anfitrión sirviendo ron con vocación de cantinero y otro amigo contando frente a la esposa del anfitrión todas las legendarias borracheras universitarias, con especial énfasis en cómo el anfitrión (o sea, el marido de la mujer que tenía enfrente) “se ligaba a la vieja que quisiera”. ¡Que alguien por favor lo calle! Y ya que estamos en eso, que le quiten a la anfitriona de enfrente, por caridad.
Mientras tanto, Nami buscaba frenéticamente la siguiente canción en el iPod y decía en voz alta, más para sí que para el mundo: "¡Ay! ¿En esta iPod no tienes Fresas?" (¡En la madre! ¿Entonces en cuál sí?) Y ahí estaba yo, rodeada de esta parafernalia preparatoriana, viendo cómo mi novio era acorralado con preguntas sobre la velocidad de su coche, retado a demostrar potencia como si estuviéramos en una película de Rápido y Furioso, Edición Interlomas. Él solo buscaba aprobación en mis ojos, aprobación para seguir provocando al amigo que sí es fanático de los coches. Pero yo le lancé la mirada de “es tu bronca, compadre”, porque si los papeles estuvieran invertidos y sus amigas me estuvieran preguntando sobre manicure, implantes de senos o delineado semipermanente, tampoco esperaría que él me salvara.
Y me fui, dignamente, a la cocina a seguirme alcoholizando. Luego intenté ir al baño, pero estaba cerrado con seguro: uno de nuestros amigos estaba ahí adentro, con su esposa, en plena pasión de prepa. Porque aparentemente la nostalgia también tiene efectos afrodisíacos. El anfitrión, muy amable, me permitió usar el baño de su recámara mientras me contaba, resignado, que sin duda iba a tener problemas con su mujer por la letanía de conquistas que el otro amigo había relatado con tanto entusiasmo (y tan poca conciencia de contexto).
Cuando regresé, mi Cronopio estaba enfrascado en una discusión técnica, en la cual él carecía de tecnicismos, sobre velocidad, potencia y caballos de fuerza. No tenía datos. No tenía argumentos. No tenía idea. Pero ahí estaba, firme, asegurando que su Eclipse era “una nave” y que el Audi del otro no pasaba de “bochito caro”. Lo dijo con tal convicción que hasta yo estuve tentada a creerle.
Me senté junto a él, riéndome en silencio del enojo inflamado del otro contendiente en el concurso de naves potentes. Pero también sonreí, de verdad, al ver lo que me pareció su mejor jugada de toda la noche: esa adaptación sin reservas, sin condiciones, a una fiesta que no era la suya y a un pasado que, aunque no le pertenecía, estaba dispuesto a habitar, solo porque era el mío.
Me levanté por otro vodka y me lo serví en un vaso que, francamente, no sabía si era el mío, el de Nami, el del Cronopio o de cualquier otro comensal con el que ya habíamos compartido papitas, anécdotas y, sin duda, bacterias. Cuando regresé, encontré al hermoso Cronopio bailando “Tú y Yo Somos Uno Mismo” con dos de mis amigas y con coreografía incluida. La escena me hizo soltar una carcajada y me uní al baile de buena gana, porque, seamos honestas, no hay mejor prueba de amor que ver a un hombre de 36 años integrarse sin resistencia a una fiesta con vibra de prepa y terminar discutiendo con otro señor sobre la potencia de su coche… sin tener la más mínima idea de lo que está diciendo. A las 2 a. m., mi único temor real era que la siguiente fase de la fiesta incluyera a todos los hombres sacando orgullosos sus miembros viriles para compararlos al grito de: “¡yo la tengo más grande que tú!”. Eso no pasó. Tristemente. Porque la antropóloga que vive en mí hubiera disfrutado muchísimo ese espectáculo.
Al día siguiente, los 36 años nos pasaron la factura con intereses. A las 11 de la mañana seguíamos tirados como momias mal embalsamadas y a las 13 horas cancelamos sin culpa una comida familiar para quedarnos bebiendo un vinito, viendo películas de terror y recordando entre risas todas las teorías mecánicas que el Cronopio le soltó a mi amigo como si trabajara en la Fórmula 1. Una noche gloriosa, como si la vida solo nos hubiera disfrazado de adulto funcional por un ratito pero con las canas que ya le salieron a la cruda.
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