Anónimo
O, ¿un Muppet?
Ayer volví a poner los pies dentro de mi cocina para preparar algo que no fuera sólo fondue de cajita o pechugas de pollo a la plancha, quemadas y desabridas.
Susana llegó a mi casa alrededor de las seis de la tarde. Susana también llegó a casa vía área, como Moka, en el mismo vuelo directo Caracas-México. Por cierto, ayer, entre otras cosas, me reconfortó saber que Moka ha intentando tirarse de los balcones en varias ocasiones, lo que implica que la vida a mi lado no es para el suicidio. Además me daba risa escuchar a Susana con su acento venezolano decirle muy seria a la gata: “Moka, si te tiras por esa ventana ya te dije que adoptaré otro pinche gato”. Y Moka se retiraba cuidadosamente de la venta y se volteaba para, literalmente, meter las narices en lo que Susana estaba preparando para la cena. Lo único que probó fue una aceituna. El olor del corcho del vino blanco la hizo salir corriendo: ésta no es digna gata de Susana y mucho menos mía: no le gusta el vino.
Susana llegó a México por vía aérea hace apenas un par de semanas, Moka se la trajo, me imagino que sin jaula porque Susana se comporta a la altura en vuelos internacionales y, hasta donde sé, no necesita somníferos, ni vomita en el vuelo. Susana irrumpió en mi vida por puro azar, ese mismo azar caprichoso que la arrastró también al delirante viaje de Semana Santa, una expedición que reunió a unos quince entusiastas con recursos limitados pero una voluntad desbordante. Bañarse antes de salir a bailar era, dadas las circunstancias, una proeza digna de medalla: con tanta gente, el simple acto de ducharse se convirtió en un privilegio, casi un lujo. Así que, en un despliegue de lógica impecable, optamos por dejar de intentarlo. Total, en el antro terminaríamos igual: sudados, perfumados de cigarro, felicidad dudosa y embriagados hasta el delirio.
Ana, siempre pragmática, fue la primera en abrazar esta filosofía higiénica alternativa. Incluso se atrevió a cuestionarse en voz alta: “¿Será que en realidad no me gusta bañarme?”, pensamiento inquietante, aunque no del todo sorprendente.
Fue en este viaje que Susana se ganó, con méritos indiscutible, el apodo de Muppet. Nami suele decir que yo soy un Muppet, pero eso es solo porque aún no ha tenido el privilegio de conocer a Susana. El apodo, sorprendentemente, le gustó. Y claro, ¿cómo no habría de gustarle, si lo único que hice fue revelarle la verdad sobre su linaje? Sí, su verdadero padre es Jim Henson. De ahí en adelante, Susana no fue más Susana: fue Muppet.
Susy-Muppet quiere ser cocinera profesional, una chef, como Elena Reygadas, pero en fusión Venezuela- México. Apenas puso un pie en mi casa y, después de saludar a Moka, sacó un papelito con una receta que en la parte de arriba decía: “Cena light para un Muppet”. La cena tenía que ser light porque Susy-Muppet, yo y el resto de los integrantes del grupo vacacional oaxaqueño, dedicamos la mayor parte del día a degustar tlayudas con asiento, sopecitos, moles de mil colores, tejates, chocolates, panes de yema y todas esas delicias que componen la gastronomía oaxaqueña. El resultado: algunos kilos de más, por lo tanto, nos declaramos a dieta rigurosa. Entonces, la cena de ayer consistía en una ensalada y un salmón al vodka. Primero fuimos a rentar unas películas y luego al súper a comprar los ingredientes. No había salmón, así que el plato fuerte fue Blanco del Nilo al vodka; ya no se escuchaba tan sofisticado, pero igual nos dispusimos a preparar la cena light.
Y toda esta introducción, amigos, viene a colación porque recordé que la cocina me gusta para compartirla. Es decir, meterme a la cocina yo sola para cocinar una alcachofa resulta tremendamente aburrido; mientras que saber que al tiempo que yo cocino la alcachofa hay alguien que prepara la vinagreta al lado y me la da a probar con el dedito meñique para ver qué le hace falta es, sin duda, lo que hace de la cocina algo tan sensual y atractivo. La última vez que gocé estar en la cocina, antes de ayer, fue en septiembre del año pasado, lo recuerdo perfecto, cuando Nami y yo tuvimos la genial idea de preparar una lasaña con salsa bechamel con canela, porque no teníamos nuez moscada, que quedó deliciosa.
Ayer Muppet cocinaba y yo era pinche; ella medía las proporciones de aceite de olivo y vinagre que mezclaría en su delicioso aderezo de cilantro mientras yo picaba ajo y ambas hablábamos de los pormenores de la vida con una copa de vino blanco. El resultado fue una ensalada de manzana verde, lechuga y nuez con vinagreta de cilantro, ajo, vinagre y aceite de oliva. El plato fuerte fueron dos filetes Blanco del Nilo marinados en una mezcla de vodka y aceite de olivo y rociados con una salsa blanca de vodka y crema (light), finamente adornados con eneldo. Y así se fue mi tarde, de las tardes más agradables que he tenido en mucho tiempo: oliendo, platicando, degustando, riendo, creando.
¡Qué dicha la de mi cocina cuando los aromas se pasean libres, traviesos, como secretos compartidos en voz baja! Me envuelvo en los sabores cuando no llegan de golpe, sino en pequeñas insinuaciones sobre la yema del dedo meñique, como si el gusto se tomara su tiempo para seducir.
Mientras el cielo se apagaba en tonos ocres, esa forma altiva que tiene el día de despedirse, y Moka protagonizaba su enésimo intento de suicidio (el número trescientos veintidós, según el conteo extraoficial), yo me entregaba al hechizo de la cocina: ese espacio donde la sensualidad no se insinúa, se manifiesta abiertamente. Los aromas se mezclan como amantes sigilosos: el ajo alza la voz, el tomillo murmura en las esquinas, y la risa (la nace cuando uno se deja llevar y se termina la botella de blanco) se disuelve entre las notas profundas del calor, la nueva amistad y la complicidad compartida.
Porque hay lugares donde el cuerpo descansa, y otros, como mi cocina, donde el alma despierta envuelta en vapor y especias, con suaves espasmos de melancolía y fuertes arrebatos de risa disuelta en cebolla y crema light.
No hay comentarios:
Publicar un comentario