Séneca
Dedicado a todos y cada uno de los lunes, pasados y futuros.
Como buena parca coqueta, se pasea vestida con trajes multicolores de carnaval de muertos. Sombreros con plumas vistosas colocados graciosamente sobre su cráneo. Se le puede adquirir, comprar su imagen, claro está, porque adquirida está desde el nacimiento, tiendas de artesanías, por precios que van desde lo simbólicamente mortal hasta lo escandalosamente funerario. Hecha de papel maché, en tamaños que van desde la figurita de escritorio hasta la tía incómoda en tamaño real. Fue inmortalizada por José Guadalupe Posadas, quien quizás pactó algo con ella para asegurar su fama en el más allá.
También se deja comer, en azúcar, amaranto o chocolate, con una sonrisa que se derrite en la boca durante esos últimos días de octubre y los primeros de noviembre, cuando ella sale a estirar las piernas, contar cabezas y dejar pasar a los habitantes de las Tierras del Eterno Verano. Se le monta en altares como si no estuviera ya en cada rincón, acompañada de flores anaranjadas que huelen a despedida y copal que sabe a nostalgia.
Se vende con levadura en panaderías, rociada de azúcar, como si con eso bastara para endulzar la condena. Se pasea por el cine, coqueta y filosófica, recitando versos en “El lado oscuro del corazón” y seduciendo almas en el cuerpo prestado de Brad Pitt, porque hasta la muerte tiene derecho a ser guapa de vez en cuando. Y cómo olvidar a su prima mal maquillada: la Dama de Negro, arrastrando su drama por ese programa llamado “Hora Marcada”, donde lo más terrorífico era el guión.
Hoy camina a la vista, sin disfraz. Algunos la cuelgan del cuello, otros la tatúan en la carne, o la llevan guardada, como una plegaria invertida, en un rincón del bolso junto a la pólvora, el rosario, las medias de encaje y los condones. Su culto pertenece a los que caminan al borde: soldados con mirada vacía, policías con manos manchadas, narcotraficantes que pactan con lo invisible, delincuentes condenados a repetir su historia, prostitutas que conocen de cerca el filo de la noche, porque siempre hay Jack El Destripador, Desde el Infierno. Le llaman "La Niña Blanca", con una ternura que hiela. No por ingenuidad, sino por respeto: porque saben que es niña, blanca como los huesos que todos terminamos siendo. Ella no elige. Solo espera. Mictecacihuatl, la bautizaron los aztecas. Gorostiza la trata de “puta”. Shakespeare le habla. Pasea entre textos, poemas, obras de teatro, de cine, lienzos, en la antigüedad, en nuestros días, en los días por venir.
Pero a mí, ¡oh señores!, a mí no me engaña. Esta mañana se disfrazó muy temprano de brisa matutina. Se levanta imponente pretendiendo ser el astro rey, acompañando su grandiosa entrada con cánticos de pajarillos afónicos por tanta inversión térmica. Se cuela entre las gotas de agua tibia que recorren mi cuerpo. Se bebe en silencio mi jugo de naranja. Se esconde entre la voz de Víctor Trujillo y el ruido de la secadora de pelo. Se pasea atenta entre los coches de viaducto y periférico, transformada en caos vial y accidentes de poca monta. Se forma detrás de cada empleado del IMPI para checar la entrada. Se oculta en los granos del café y se confabula con mi coffe-mate. Y sigue sin engañarme, por más que todo lo que me haya ofrecido desde que amaneció sean cosas bellas, ¡no me engaña! Se instala conforme atrás de mí para ver cuántos correos electrónicos me han llegado. Se forma paciente, como una sombra resignada, en la fila interminable de los pendientes. Observa, espera, se infiltra. En este preciso instante, se disfraza de nube enferma, se quiere hacer tormenta, se quiere volver aguacero, trueno, desgarro en el cielo. Y por la tarde, cuando la luz se vuelva oblicua y el cuerpo se canse de fingir entusiasmo, se deslizará, sorda y silenciosa, sobre el parquet pulido del salón de jazz.
Y ni así. Ni vestida de tragedia climática, ni agotada de tanto acechar, se digna a dejarme en paz. Esta cabrona, esta puta muerte, no llega con dramatismos épicos ni con la belleza solemne de una escultura barroca. No viene acompañada de violines, epitafios y listones negros. No. Ella prefiere lo cotidiano, lo que duele sin doler, lo que pesa sin gloria. Esta muerte es este lunes y el anterior y el que viene y todos los que vengan. No hay alegoría más cruel, más exacta, más devastadora. El lunes, con su aliento todavía alcohólico, su despertador que no perdona, es su rostro más vulgar y más cierto.
No hace falta verla con guadaña ni con flores de cempasúchil. Basta con abrir los ojos al primer día de la semana. Ahí está. Siempre llega. Siempre vuelve. Y siempre, de alguna forma, mata un poco.
Feliz muerte,
Besos y estrellas,
A.
No hay comentarios:
Publicar un comentario