viernes, 21 de abril de 2006

Cena light para un Muppet

“Nosotros somos una caricatura de lo que queremos ser”
Anónimo
O, ¿un Muppet?


Ayer volví a poner los pies dentro de mi cocina para preparar algo que no fuera sólo fondue de cajita o pechugas de pollo a la plancha, quemadas y desabridas.

Susana llegó a mi casa alrededor de las seis de la tarde. Susana también llegó a casa vía área, como Moka, en el mismo vuelo directo Caracas-México. Por cierto, ayer, entre otras cosas, me reconfortó saber que Moka ha intentando tirarse de los balcones en varias ocasiones, lo que implica que la vida a mi lado no es para el suicidio. Además me daba risa escuchar a Susana con su acento venezolano decirle muy seria a la gata: “Moka, si te tiras por esa ventana ya te dije que adoptaré otro pinche gato”. Y Moka se retiraba cuidadosamente de la venta y se volteaba para, literalmente, meter las narices en lo que Susana estaba preparando para la cena. Lo único que probó fue una aceituna. El olor del corcho del vino blanco la hizo salir corriendo: ésta no es digna gata de Susana y mucho menos mía: no le gusta el vino.

Susana llegó a México por vía aérea hace apenas un par de semanas, Moka se la trajo, me imagino que sin jaula porque Susana se comporta a la altura en vuelos internacionales y, hasta donde sé, no necesita somníferos, ni vomita en el vuelo. Susana irrumpió en mi vida por puro azar, ese mismo azar caprichoso que la arrastró también al delirante viaje de Semana Santa, una expedición que reunió a unos quince entusiastas con recursos limitados pero una voluntad desbordante. Bañarse antes de salir a bailar era, dadas las circunstancias, una proeza digna de medalla: con tanta gente, el simple acto de ducharse se convirtió en un privilegio, casi un lujo. Así que, en un despliegue de lógica impecable, optamos por dejar de intentarlo. Total, en el antro terminaríamos igual: sudados, perfumados de cigarro, felicidad dudosa y embriagados hasta el delirio. 

Ana, siempre pragmática, fue la primera en abrazar esta filosofía higiénica alternativa. Incluso se atrevió a cuestionarse en voz alta: “¿Será que en realidad no me gusta bañarme?”, pensamiento inquietante, aunque no del todo sorprendente.

Fue en este viaje que Susana se ganó, con méritos indiscutible, el apodo de Muppet. Nami suele decir que yo soy un Muppet, pero eso es solo porque aún no ha tenido el privilegio de conocer a Susana. El apodo, sorprendentemente, le gustó. Y claro, ¿cómo no habría de gustarle, si lo único que hice fue revelarle la verdad sobre su linaje? Sí, su verdadero padre es Jim Henson. De ahí en adelante, Susana no fue más Susana: fue Muppet. 

Susy-Muppet quiere ser cocinera profesional, una chef, como Elena Reygadas, pero en fusión Venezuela- México. Apenas puso un pie en mi casa y, después de saludar a Moka, sacó un papelito con una receta que en la parte de arriba decía: “Cena light para un Muppet”. La cena tenía que ser light porque Susy-Muppet, yo y el resto de los integrantes del grupo vacacional oaxaqueño, dedicamos la mayor parte del día a degustar tlayudas con asiento, sopecitos, moles de mil colores, tejates, chocolates, panes de yema y todas esas delicias que componen la gastronomía oaxaqueña. El resultado: algunos kilos de más, por lo tanto, nos declaramos a dieta rigurosa. Entonces, la cena de ayer consistía en una ensalada y un salmón al vodka. Primero fuimos a rentar unas películas y luego al súper a comprar los ingredientes. No había salmón, así que el plato fuerte fue Blanco del Nilo al vodka; ya no se escuchaba tan sofisticado, pero igual nos dispusimos a preparar la cena light.

Y toda esta introducción, amigos, viene a colación porque recordé que la cocina me gusta para compartirla. Es decir, meterme a la cocina yo sola para cocinar una alcachofa resulta tremendamente aburrido; mientras que saber que al tiempo que yo cocino la alcachofa hay alguien que prepara la vinagreta al lado y me la da a probar con el dedito meñique para ver qué le hace falta es, sin duda, lo que hace de la cocina algo tan sensual y atractivo. La última vez que gocé estar en la cocina, antes de ayer, fue en septiembre del año pasado, lo recuerdo perfecto, cuando Nami y yo tuvimos la genial idea de preparar una lasaña con salsa bechamel con canela, porque no teníamos nuez moscada, que quedó deliciosa.

Ayer Muppet cocinaba y yo era pinche; ella medía las proporciones de aceite de olivo y vinagre que mezclaría en su delicioso aderezo de cilantro mientras yo picaba ajo y ambas hablábamos de los pormenores de la vida con una copa de vino blanco. El resultado fue una ensalada de manzana verde, lechuga y nuez con vinagreta de cilantro, ajo, vinagre y aceite de oliva. El plato fuerte fueron dos filetes Blanco del Nilo marinados en una mezcla de vodka y aceite de olivo y rociados con una salsa blanca de vodka y crema (light), finamente adornados con eneldo. Y así se fue mi tarde, de las tardes más agradables que he tenido en mucho tiempo: oliendo, platicando, degustando, riendo, creando. 

¡Qué dicha la de mi cocina cuando los aromas se pasean libres, traviesos, como secretos compartidos en voz baja! Me envuelvo en los sabores cuando no llegan de golpe, sino en pequeñas insinuaciones sobre la yema del dedo meñique, como si el gusto se tomara su tiempo para seducir.

Mientras el cielo se apagaba en tonos ocres, esa forma altiva que tiene el día de despedirse, y Moka protagonizaba su enésimo intento de suicidio (el número trescientos veintidós, según el conteo extraoficial), yo me entregaba al hechizo de la cocina: ese espacio donde la sensualidad no se insinúa, se manifiesta abiertamente. Los aromas se mezclan como amantes sigilosos: el ajo alza la voz, el tomillo murmura en las esquinas, y la risa (la nace cuando uno se deja llevar y se termina la botella de blanco) se disuelve entre las notas profundas del calor, la nueva amistad y la complicidad compartida. 

Porque hay lugares donde el cuerpo descansa, y otros, como mi cocina, donde el alma despierta envuelta en vapor y especias, con suaves espasmos de melancolía y fuertes arrebatos de risa disuelta en cebolla y crema light. 

lunes, 10 de abril de 2006

“Ya chale, chango chilango
Que chafa chamba te chutas
No checa andar de tacuche
Y chale con la charola...”
Jaime López

El viernes pasado departíamos no en torno de una mesa de cantina, pero sí en la de la sala de mi casa; tampoco éramos seis alegres bohemios, éramos cinco, ni tan alegres ni tan bohemios, pero eso sí, igual de dispuestos a salvar al mundo entre trago y trago. Conversábamos, como siempre, sobre todo y sobre nada. Entonces, mi querido Che, argentino, claro, que siempre ha creído que opinar sobre México le da puntos extra en simpatía local, se lanzó con una pregunta tan bien intencionada como involuntariamente demoledora:

—“¿Por qué hay tantos mexicanos que se burlan de ser mexicanos?”

En la mesa habíamos tres mexicanos, el Che y un franco mexicano. Nos miramos con un poco de extrañeza sin saber bien a qué se refería. Al ver nuestras caras de interrogación, más por el alcohol que por la existencialista pregunta, a continuación el Che empezó a enlistar esos “defectos” que, según él, los mismos mexicanos se repiten como mantra: flojera, poca productividad, tranza institucionalizada, adicción a la fiesta, culto al chupe, pasión por la parranda, debilidad por las mujeres y otras autocaricaturas dignas de los textos de Monsiváis. Todo dicho, claro, con el tono compasivo del que observa una civilización entrañable que le dio asilo, pero está en crisis, como siempre, de seguridad, política, valores y corrupción.

Pero ahí no acabó. Como buen Che, y en su papel de embajador emocional del tercer mundo, remató con un elogio épico: “México es un país fascinante, loco. Ustedes son tan interesantes, tan únicos. Esta ciudad es un monstruo hermoso, y el país tan diverso, tan abundante.” Casi lloramos. Aunque no supimos si por orgullo nacional o por la cínica ternura de ver cómo un extranjero se esfuerza en defendernos de nosotros mismos.

Me sinceré: soy de las que me quejo amargamente de los mexicanos, siempre, simplemente me casé con un extranjero y ahora tengo un novio argentino, sí, el Che. También soy de las que se opaca y se avergüenza cuando sale de viaje y se topa con el típico turista que hace las barbaridades más irracionales e irrespetuosas y, para tus adentros o en voz baja, le dice a su acompañante: "seguro es mexicano". Traté de describir una imagen, lo más absurda y llevada al extremo que se ocurrió, tomando en cuenta los efectos del alcohol y la poca atención de mi reducida audiencia que, entre risa y risa, estaba a punto de abrir la tercera botella de vino.  Imaginen que están en las cascadas de Cuetzalan (o a las de Chuveje,  o las lagunas de Monte Bello, al lago de Chapala, ¡Dios! Sí que tenemos escenarios de dónde escoger) y de pronto, como salida de una postal retro, llega una combi destartalada que parece sostenerse por milagro y alambre. Se detiene entre chirridos agónicos y comienza el espectáculo: de sus entrañas empiezan a brotar, como de una caja de payasos maldita, unos quince personajes dignos del realismo mágico mexicano. Primero baja una señora de dimensiones generosas y tono de voz que podría romper cristales, repartiendo zapes a diestra y siniestra sobre seis criaturas que se arrastran entre mocos secos, calzones colgantes y gritos de guerra. 

Le sigue su gemela en talla y en volumen, vestida con un espléndido diseño de flores marchitas, de cuyo borde inferior asoma un fondo con encaje que alguna vez fue blanco y hoy coquetea con el color mantequilla vieja. Va perfectamente peinada con una pinza rosa mexicano y calza unas gloriosas sandalias de hule transparente, esas que anuncian que la comodidad y el estilo no tienen por qué coincidir. Detrás, dos compadres bigotones hacen su entrada triunfal con la gracia etílica que da el mezcal a medio día. Ríen, eructan con entusiasmo patriótico y reparten nalgadas como si estuvieran en carnaval, mientras se abren paso hacia la comadre, ese personaje inolvidable en todas las familias mexicanas: cuarentona, soltera por vocación, o por circunstancias sociales difíciles de explicar, que no pierde la fe y pone a San Antonio de cabeza cada año, pero usa el push up como arma blanca. La comadre viste una blusa de lycra naranja que lucha heroicamente por contener sus "atributos", tirantes negros a la vista, mini falda desteñida, tal vez comprada en un paca, y un tinte rubio que ha pasado por varias guerras. Morena como el paisaje nacional, con actitud de estrella y a quien todos, por supuesto, le llaman "Güera". Un cuadro digno de mural popular, una escena de tragicomedia y documental del canal once. México en su versión sin filtro, sin guion y con mucho, mucho sabor.

Por último, llegan los patriarcas del clan: los abuelitos, a quienes, evidentemente, se les habla de “usté” como si fueran realeza. Caminan poco, ven menos, pero ahí están, cumpliendo con su papel de mobiliario sentimental familiar. La abuelita, con su andadera de confianza, más oxidada que la misma combi, se lanza con valentía suicida por la bajadita del terreno, decidida a llegar hasta donde establecerán el campamento base de este singular grupo. El abuelo, que ya sólo distingue sombras y borrones, es transportado en operativo especial: entre el yerno (chofer designado y eterno endeudado de Elektra y Coppel) y dos de los mocosos, que lo cargan como si fuera un refri viejo, esquivando piedras, hoyos y fauna silvestre para finalmente depositarlo a salvo en el campamento y darle el tercer mezcal del día.

Mientras tanto, los compadres hacen lo suyo: bajan una yielera de unicel, repleta de chelas sudorosas y una gloriosa botella de Bacachá (marca blanca, faltaba más), acompañada de pecsis bien elodias, porque “ya no había Coca-Cola en la tienda de Don Aurelio, mano”.

Una de las señoras de robustas y curvas dimensiones y La Güera, infaltables en la logística fina del evento, bajan cargadas con bolsas de la Mega llenas de lo esencial: totopos, frijoles caliente, tortas de queso de puerco y sangüiches para los niños, guardados en la misma bolsa de pan Bimbo y, claro, el chisme fresco. Se instalan con toda dignidad en el lavadero comunal, espacio poético en donde se despacha, entre otros pensamientos filosóficos, el resumen amoroso de la vecindad donde viven: quién anda con quién, quién le pone el cuerno a quién y quién ya le tiró los perros al de mantenimiento. Todo al ritmo de regaños, zapes y gritos a los niños, como banda sonora de fondo. Una escena familiar, sí, pero no por eso menos surrealista: México, país donde el caos es tradición y la familia una producción colectiva con casting libre.

Posteriormente se instalan robando la paz de quienes, por ejemplo, estábamos ahí tratando de meditar y hacer contacto con la naturaleza. El sonido de las hojas al hacer contacto con la brisa de medio día se acaba de apagar con el ruido de una radio con bocinas mal calibradas que toca: 

“Ay, cómo me duele, cómo me duele,
cómo me duele que te saquen a bailar.
Cómo me duele, cómo me duele,
cómo me duele que te saquen a bailar”

Después, justo cuando uno cree que por fin va a disfrutar de un vino tinto, un trozo de pan y queso (con toda la intención de no dejar ni una mota de basura, metiéndola con ceremoniosa paciencia en la bolsa que se trajo para este fin), da inicio el show mexicano más emblemático y tradicional: las señoras de voluptuosas y grandes dimensiones y la Güera se despojan sin más de los vestidos de flores y la blusa naranja, quedando en fondo y brasier para lanzarse a nadar en el río. Si los hoteles no tienen su anuncio: "Prohibido nadar sin traje de baño" nada más por normatividad. 

Un compadre las sigue estruendosamente, cuidando de no perder su playera del América, mientras aullidos infantiles surgen entre los otros dos compadres, que ya llevan más alcohol del recomendado, lanzándose el clásico insulto que ha definido generaciones: “¡puto el que llegue al último y arriba el América!”. Porque claro, nada dice respeto y seriedad como la discusión futbolera a media borrachera.

El papá, ese ser todo poderoso de la moral local, se encarga de frenar a los “chilpas” que acaban de devorar tortas de queso de puerco con rajas, una bomba digestiva que los inmoviliza como si fueran enfermos terminales y, según la leyenda urbana del pueblo, no pueden meterse a nadar porque están “haciendo digestión”. Magia pura. Terminado este circo autóctono, la familia se retira, pero no sin dejar secuelas: el abuelo ya duerme como tronco; la abuela batalla una épica subida con la andadera; la Güera está en pleno romance tórrido con uno de los compadres, mientras el otro compadre y el papá, ambos en estado etílico avanzado, discuten con pasión enfermiza sobre la supremacía del América, como si de eso dependiera el destino de la humanidad. Los niños lloran desconsolados, víctimas de los zapes de la madre y la tía porque no se quieren ir. 

Finalmente, el éxodo: la Güera sin brasier, los compadres tambaleándose como si acabaran de salir de un ring, la abuela al borde del infarto y los niños peleándose como bestias. El paraíso natural queda sembrado de residuos: botellas de refresco de dos litros, servilletas manchadas, bolsas de la Mega y envases de cerveza no retornables, porque aquí el medio ambiente es una broma más.

Y tú, el pobre ingenuo, que sólo querías un momento de paz, terminas recogiendo toda esa basura del mexican curious con cara de cansancio y frustración, mientras repites, cual letanía resignada: "Por eso estamos como estamos" y recordándole a tu actual novio, argentino, esta escena, para que deje de pensar que conformamos una sociedad fascinante.

Este tipo de vivencias pueden trasladarse a todos los ámbitos de la vida cotidiana: la salida de los niños del colegio, con sus padres enardecidos, como si en recoger a la progenie les fuere la vida; la hora de la comida en algún restaurante de moda, que obvio no acepta reservación; el antro, en donde nunca falta un Charly que por regla general se parece a Joaquín Cosío, pero con 10 kilos más y no permite el paso a los incautos que van a gastar toda su quincena en el antro en cuestión; el tráfico de las mañanas y los que piensan que no dejando pasar un coche, aventando lámina, van a llegar antes al trabajo, etc. Estoy segura que todos ustedes ya se imaginaron aunque sea una buena escena de esta naturaleza. Mis amigos se reían, sí, sabiendo que el privilegio de la educación es de unos pocos y que de estas escenas está lleno el cine mexicano, pero también la realidad. Sin embargo, también pasamos a reconocer que difícilmente se encuentra una ciudad tan completa, tan enigmática y cosmopolita como el DF.  En el DF hay cosas bien “chidas”  y yo, que además tomo la ropa y la moda como un estandarte, una declaración de pertenencia, puro pensamiento filosófico presentando en algodón, mezclilla, gaza y terciopelo negro, elijo mi ropa de acuerdo al lugar particular de la ciudad, o sus alrededores cercanos, que visitaré ese día. 

Tengo el atuendo perfecto de falda larga de algodón y blusa bordada a mano, adquirida a las artesanas oaxaqueñas en el Mercado 20 de Noviembre, para ir a Coyoacán a comprar un café en el Jarocho y sentarme en las jardineras a ver al mimo o a escuchar a los de los tambores, mientras percibes el aroma de diversos inciensos, escuchas esa tortura musical que escupe el cilindro y las voces, que se empiezan apenas a escuchar, de los que se reunieron para la “chelita tempranera” en el Hijo del cuervo. Para sentarme a tomar un Martini Cosmopolitan con Nami, ver pasar gente por la calle y echarle el ojo a atractivos caballeros en cualquier barecito de la Condesa, opto por unos jeans muy entallados, una blusa de gaza con pronunciado escote, que deja ver mis atributos (no tan voluptuosos como los de la Güera) y unos tacones rojos ¿Qué podemos decir del outfit dominguero cuando vas a San Ángel a desayunar y a pasear entre los artistas? Unos pantalones de lino, finas sandalias, bolso con correa bordada por los Huicholes, adquirida en Dolores Hidalgo, playera CH casual y accesorios de Adolfo Domínguez; es importante notar el sincretismo cultural entre Huicholes, chiapanecos, oaxaqueños, Carolina Herrara, Adolfo Domínguez, que es tan normalizado en el DF, la diversidad de esta ciudad te permite todo.

El outfit al que solo te dio tiempo de agregarle unos detalles, porque de la oficina corriste por una botella de tinto al Pata Negra o una cerveza, de la nacionalidad que quieras, al Celtics: pantalón negro de vestir, camisa blanca, cambiaste los mocasines por unos sexis zapatos abiertos, chamarra de mezclilla, bolso Prada ¿Cena en la Terraza Renault en Polanco? Little black dress, mini bolso Pineda Covalin. ¿Cinemex “Casa de Arte”? Jeans rotos, playera con estampado, chamarra de piel negra. No hay que olvidar la vestimenta Tepoz: pura manta, pura magia, pura energía. Observar el Tepozteco y, en mi caso, nunca subirlo; verlo desde abajo, chela en la mano y esperar a los amigos para ir a comer al Ciruelo, ¡magia y más magia! También están los pants Juicy Couture del domingo, para meterte al cine a ver lo que sea: cine de arte, universo Marvel, el festival de cine de Venecia, de cine contemporáneo, la muestra internacional, terror japonés, chick flicks, sin flojera en domingo: Cinemanía, a ver qué te encuentras en cartelera, una película que dejará pensando en todo lo que no has logrado en tu vida. 

Los viernes en la tarde son mis favoritos: termina la semana, se asoma el ansiado fin-de, ¡a disfrutar la soltería! (o, en este caso, al novio argentino), tanto qué hacer: chelita, vinito tempranero en la Roma-Condesa, teatro de tu preferencia, cafecito en el Péndulo con un buen libro, en DF contamos con amplia gama y variedad. ¿Gastronomía? ¡Ah'jijo! ¡Quítense los italianos, franceses y argentinos! Somos patrimonio intangible de la humanidad, no hay quién nos supere. Unos huazontles en salsa de morita, pescado a la veracruzana, cochinita pibil, chiles en nogada, pozole, guajolotas, pambazos, sopes, huachinango en hoja santa ¿Cansado de comida mexicana? El Rincón Argentino, cuando a mi novio le entra la nostalgia; Le Petit Resto, cuando a Santi le entraba la nostalgia; El Suntori, cuando a Nami le entra la nostalgia y acabamos de cobrar el aguinaldo; el Tezka, cuando a nadie le entra la nostalgia pero el ADN sabe de dónde venimos; El Blossom, nadie tiene nostalgia, todos queremos pato laqueado; Agapi Mu, mediterráneo y muy griego, vamos a romper platos; plan de pareja romántico, Pujol, ¡a echarle muchas, pero muchas, ganas al atuendo!; plan con amigos, el Rojo Bistro, sin echarle tantas ganas al atuendo, tengo amigos que hasta de tenis van, ¡Dios me libre! Antes muerta que sencilla.

Tequila, mezcal, enchiladas suizas de Samborn’s, tacos al pastor, tacos de bistec con queso, el Califa de León, micheladas, cubanas, tortas cubanas (¿Qué tenemos con los cubanos que nombramos comida y bebida en su honor?), mole negro, esquites con limón, jochos afuera de los antros, Teotihuacan, Polanco y sus “reinas”, el Tenorio durante la temporada de muertos, el pan de muerto, los cementerios en la noche un 2 de noviembre, veladoras y cempaxúchitl, mariachis en Arroyo, trajineras, El Bar Bar, cuando en un lunes quieres todavía seguir la fiesta, rosca de reyes, tamales el 2 de febrero, las corridas de toros, tacos del Villamelón justo enfrente de la plaza de toros, las sobre mesas de cuatro horas que son sorprendidas por la noche y a veces hasta por el cierre del lugar, el Oxxo con Sabritas que pican (el novio que no entiende por qué las Sabritas pican), el mero concepto: "pica rico"; el tráfico del viernes de quincena y el placer de llegar a encontrarte con tus amigas después de hora y media de tráfico; que te manden “la de la casa” cuando tus amigos y tú decidieron acabar con el arsenal de botellas del Puerto de Veracruz y la tarjeta de crédito va a resentirlo profundamente; la casa azul de Frida; los mariscos del mercado de Coyoacán; el chili piquín para escarchar las cubanas; los chamorros del Bar el Sella; el Desierto de los Leones con su mágico convento; las margaritas de tamarindo del Villa María; los tacos de canasta en las esquinas, frijolito y chicharrón prensado, ¡por favor!; los taxis de sitio, que tienen un papel colgado del retrovisor, con la imagen de una niña cabezona, que huele disque a fresa, ¡llegar mareado a tu destino con ganas de vomitar todas las fresas!

Concluimos, finalmente, mientras abríamos la quinta botella de vino, antes de que estuviéramos instalados en "yo te quiero tantooooo, de verdad, eres como mi hermano",  que el DF es una ciudad apasionante y desafiante. Que nos gusta vivir aquí, que nos gusta la cafeína en la mañana para enfrentarnos al Periférico; que el Che se está empezando a volver a Chilango por elección, a fuerza de tenerme tan cerca; que me encanta que Nami tenga llaves de mi casa y entre y me diga desde la puerta “hola”, mientras yo estoy en mi vestidor decidiendo en qué envolveré esa noche mi filosofía: jeans, mini falda, pantalón de piel, escote, no escote, ¿qué tanto quiero que me vean?... Que me gusta ir a un taller de derechos de autor y durante la comida meterme al cine con Andrea. Que me encanta que mis tías venden máscaras mexicanas en el bazar del sábado de San Ángel. Que está chido que las bodas sean en Cuerna, aunque gastes más de tu presupuesto quincenal en un solo fin de semana para disfrazarte de Timbiriche y cantar el mismo bendito popurrí junto a la novia.

Es de gran notoriedad que para organizar una fiesta solo tengas que levantar el teléfono y decirle a tus amigos o a tu familia: “oye, es de traje” y todo mundo llega con un platillo, bebidas, chelas, refrescos, chicharrón, Sabritas de las que pican... ¡Gran sorpresa llegar a la casa de la Cultura de la Condesa y descubrir que puedes pagar $200.00 pesos mensuales por tomar clases de baile de salón, espectáculo circense, danza contemporánea, yoga o pilates! Esto ayuda a la economía de las mujeres recién entradas en la edad adulta, que la semana pasada pagaron una cuenta equivalente a más de la mitad de su quincena, en un restaurante de Polanco. También pago $60.00 pesos por un maravilloso curso de creación literaria, de donde saqué el premio mayor de mis días actuales: al Che y $60.00 pesos por literatura de vampiros, en donde Pilar Moreno me rescató, con ayuda de Vlad el Empalador, del naufragio del divorcio. 

Sí, es chido ser mexicano, gracias Che por recordárnoslo ¿Dónde podríamos vivir sino aquí? Soy rata de ciudad, flor de asfalto envuelta a veces en Chanel y otras en textiles mexicanos de los mercados oaxaqueños. En DF somos yupis guerreros, surfeando tsunamis de automóviles estáticos en periférico, con ayuda de una alegría con pasas que te venden los ambulantes en pleno periférico, peleando a capa y espada nuestro lugar de estacionamiento en la Condesa ofreciendo al viene viene 20 pesos más que el compadre de al lado, escapando de la ciudad para ir Tepoz o a Valle, hurgando en los sentimientos más íntimos para decidir entre lentejuela, satín, mezclilla o terciopelo, pero siempre en movimiento. 

Moka suicida neurótica

"Los perros nos miran como sus dioses, los caballos como sus iguales, pero los gatos nos miran como sus súbditos"
W. Churchill

Moka llegó a mi casa por vía aérea un sábado por la tarde, como aquel Barrabás de la niña Clara. Después de desembarcar de un vuelo directo Caracas-México, desembarcó directamente en una sala de paredes anaranjadas y sillones azules. Un tremendo sol entraba por las ventanas de mi sala y presurosa cerré las cortinas para no lastimar los ojos de Moka.

Salió sigilosa de su transportadora: primero una patita, después la otra, luego una mirada a esa extraña criatura que le hablaba chiquito en un idioma desconocido (Santi y yo teníamos la firme convicción de que hablarle en francés a los gatos haría su temperamento tranquilo y apacible, esto jamás se ha comprobado, incluso a resultado ser contraproducente). Como recordarán, Santi y yo regalamos a nuestros gatos porque después de un año de fallida educación parecían gatos ferales. Moka continuaba su lento y cauteloso andar: empezó a investigar los rincones de la casa naranja. Se paseaba entre las patas de las sillas del comedor y, medio mareada aún por el somnífero que le aplicaron para el viaje, saltaba no tan ágilmente sobre las sillas y se subía con mucho cuidado a la mesa del comedor. Yo caminaba tranquilamente detrás de ella y ella, por supuesto, me ignoraba olímpicamente.

Así transcurrieron unas cuantas horas. Moka escondida bajo mi cama y yo, indignada, la castigaba con el látigo de mi indiferencia. Cuando por fin decidí tender la cama, abrí la venta de mi habitación y las persianas de par en par para dejar entrar el aire y el sol. Moka salió de debajo de mi cama y se dispuso a indagar el cuarto. Saltó grácilmente sobre mi tocador y se observó en los tres espejos, tal vez no se reconocía o se encontró un par de arrugas nuevas porque estuvo un largo rato observándose sin distracciones y ronroneado. Después saltó a mi mesita de noche y avanzó sobre ésta sin pisar nada y sin mover nada de su lugar, tarea que de por sí a mí se me antoja extremadamente difícil. Mi mesita de noche da refugio a: 6 cajas diminutas de diferentes formas; un teléfono fijo; dos celulares; 3 libros a medio leer; apuntes variados de juntas laborales, de los guiones de cine no terminados, de las clases de psicopatología de Asesinos Seriales; separadores de libros; un reloj; un par de collares con sus respectivos aretes, que se guardan en alguna de las diminutas cajas, dos días después de haber sido lucidos; un vaso de agua; una copa de vino vacía o a medio beber y lo que se acumule en la mañana. 

En cada paso volteaba a verme como solicitando autorización para seguir avanzando; como si en verdad la necesitara, sabiendo que es un gato. Puso mucha atención en no pasar sobre la cama que estaba siendo tendida, actitud que me sorprendió tremendamente; mis gatos siempre saltaron sobre las sábanas y las colchas entorpeciendo lo que se convertía en la interminable labor de tender una cama. Saltó al suelo y elegantemente cruzó por debajo de la cama hacia el otro extremo del cuarto. Se subió a otra mesita de noche en donde, derivado del divorcio, yace solamente una foto mía con Machu Pichu de fondo, un gato negro de tela, una caja de madera en donde guardo mis piedras para las terapias de sanación energética y una lámpara pequeña que nunca se enciende. Moka se sentó a observar la ventana de mi vecino, Mauricio, con mucha atención. Después estudió la construcción que está del lado izquierdo de mi casa y posteriormente le llamó la atención el estacionamiento que se ve abajo. Supongo que decidió que el estacionamiento debía ser visto sin cristal de por medio y se le ocurrió que era buena idea salir a tomar el aire. Mi ventana tiene un borde de aproximadamente 15 cm., lo cual la hace irresistible para cualquier felino, Moka no fue la excepción y comenzó a deslizar sus patitas delanteras fuera de la ventana del cuarto; mientras yo empezaba a entrar en pánico y Mauricio, quien veía el espectáculo del otro lado de la ventana, también. Dice que pensó en gritarme, pero si gritaba corría el riesgo de espantar a Moka y que está decidiera tirarse del sexto piso.

Me acerqué con cautela, tratando de imitar sus movimientos casi imperceptibles, pero logré enredarme con la colcha que todavía estaba en el suelo y caí estrepitosamente, no sin antes dar tres fútiles manotazos en la pared para sostenerme e intentar no caer. Ya en el suelo, después de haber atraído la atención de Moka que debía no enterarse de mi acercamiento, me reí de mi misma pensando: "lo bueno es que en la danza me han enseñado a moverme graciosa y elegantemente, cual hipopótamo en Fantasía". Finalmente llegué hasta donde estaba Moka e ideé una manera de sostenerla con fuerza de la panza; si el movimiento no llevaba fuerza, Moka se sobresaltaría y caería. Moka se sobresaltó, Mauricio se asustó y gritó, yo presioné la panza de Moka con mucha decisión y la arrastré hacia dentro. Una vez sobre la mesita de noche, cerré la ventana y me dispuse a acariciarla para compensarle el apretón de panza y el susto. Moka expresó su agradecimiento por haberle salvado la vida propinándome dos rasguños y una mordida, merecido lo tenía. Dejé pasar unos segundos para clamarla y volví a acercar mi mano: “fffsss” fue su respuesta. Comprendí el improperio y me di la media vuelta para encerrarme en el cuarto de invitados con un poco de miedo. 

Moka utilizó todo el sábado y parte del domingo para acostumbrarse a la que sería su casa durante un mes. Durante su acoplamiento infligió dos zarpazos y una mordida a Anaïck y varias mirada de desprecio cuando me acerqué a darle comida. El acoplamiento empezaba a tornarse bastante peligroso, yo pensaba seriamente en dormir en el cuarto de visitas para evitar el ataque felino nocturno, porque Moka había ya declarado que mi cuarto era suyo.

Ayer fui todo el día a ver a mi madre, dejé a Moka una ración doble de alimento y agua fresca. Regresé a las 8.00 de la noche, con ropita nueva que me compró mi mamá y comida para la semana que me dio la abuela, recordando lo bueno y reconfortante que era ser hija de familia. Moka me esperaba en la puerta. Bueno, fui un poco soberbia, la verdad es que no me esperaba nadita, sólo decidió que el mejor lugar para acomodarse era la entrada de la casa, junto a Isabel, mi hermosa planta. Entré y entonces se acercó a saludar, se los juro, me tomó por sorpresa: Moka se embarraba contra mi pierna y ronroneaba.

Vi su plato y lo vi con suficiente comida, así que no tenía hambre; también tenía agua, así que no era sed. Me dio mucha ilusión pero continué caminando a mi cuarto ignorando el saludo cariñoso de Moka: los gatos son muy parecidos a los humanos, entre más los ignores más cerca se sienten de ti. Me fui a mi cuarto con Moka tras de mí. Me puse la pijama, seguí el ritual de la desmaquillada y el cuidado nocturno y me dispuse a leer uno de mis libros. Sorprendentemente, Moka se acostó en mis pies y yo me quede quieta durante una hora, sin mover los pies, como se debe cuando uno tiene el gato sobre los pies. Finalmente llegó la hora de dormir. Apuré la copa de vino y apagué la lampara de la mesita de noche, Moka ocupó su lugar en la cama y se durmió. Le agradecí que dejara mi lugar intacto. 

En la mañana Moka no estaba en su lugar. Me bañé y empecé a dar vueltas por la casa llamándola:  “bshito, bshito, bishito... Moka, Moka, jolie”, Moka nunca contestó. De pronto, un ruido en la cocina y el maullido recortado de Moka (ella maúlla en intervalos, como si le diera pereza terminar la frase, “ma...” y ahí se queda, la “u” se le ahoga en la garganta). Moka salió de atrás del centro de lavado, con el hocico repleto de una cosa gelatinosa parecida al gel para el cabello Aqua Net. Traté de detenerle la carita para investigar la naturaleza del extraño compuesto que tenía embarrado en los bigotes. Moka se rehusaba. Me di cuenta que ahora podemos decir que somos amigas, ya que no me hice acreedora ni a mordidas ni a rasguños en mi intento infructífero de forcejear con ella.  Se fue a la recámara y repitió el ritual de observar por la ventana, ahora con la ventana cerrada. Luego se subió a mi tocador a mirar con atención la secadora de pelo que hacía un ruido para ella desconocido. En su sorpresa, levantó la carita y vi nuevamente el compuesto extraño en su hocico. Esta vez tomé un poco de papel de baño, lo mojé y la sujeté con fuerza para limpiarla. Se resistió, pero no atacó; acabamos de celebrar un pacto de no agresión. 

Quiero llegar a casa a ver cómo está Moka y sus dos intentos de suicidio: el de la ventana y este envenenamiento fallido. Después le llamaré a Santi para preguntarle si alguna vez, mientras vivió conmigo, intentó suicidarse ingiriendo alguna sustancia gelatinosa o tratando de aventarse desde la ventana de la recámara. Deseemos todos que Moka esté bien, porque, además de la antipatía de Susana (mi amiga, madre de Moka) si le pasa algo a Moka sentiré que la vida a mi lado desemboca en suicidio. 

Besos y estrellas,

Aura.