sábado, 25 de junio de 2005

Feromonas

“Química misteriosa para nosotros, los seres humanos.
Señales desconocidas, provenientes del olor,
que llegan al cerebro pero nos inundan el corazón.
Sexo, alarma, territorialidad, agresión, y miedo,
que nunca explicarán por qué elegimos a una persona
como blanco de nuestro amor”.


Mi intención era documentarme respecto a las feromonas para entender mi tan breve paso por la institución del matrimonio, pero resulta que nadie sabe a ciencia cierta por qué se producen, cómo llegan hasta el olfato del individuo en cuestión, ni cómo ni por qué se esconden a placer después de un tiempo, provocando que esa deliciosa borrachera ahogada en feromonas se convierta en la peor resaca de la vida, llena de abogados, almas rotas y pelusa detrás del refrigerador al terminar la mudanza. 

No obstante, no quise dejar pasar esta historia de las feromonas, porque si algo tengo claro es que existen y son las culpables declaradas de que uno haga tarugadas monumentales, como enamorarse de esa persona ‘ideal’, dejar el nido familiar, comprar enseres que no sabe ni usar, endeudarse hasta las orejas y mudarse con una sonrisa ilusa y toda la esperanza cargada en cajas de cartón.

Todo esto viene a colación porque hoy fui a mi primera firma del divorcio, en quince días tengo que presentarme a la segunda, para dar por finiquitado el contrato que me unía al buen Santi. Seguramente cuando Santiago y yo decidimos pasar nuestra vida juntos nos encontrábamos cómodamente instalados en una sobre dosis de feromonas enardecidas, revoltosas y poco meditabundas, no encuentro otra explicación. Después de terribles discusiones para compaginar los horarios de Santi con los de la gente normal, que entiende por horas hábiles de 9.00 a 2.00 pm. y de 4.00 a 6.00 pm., su apretada agenda y su despiste natural, logramos acordar un horario y sacar una cita para hoy. Llegué por él temprano en la mañana. Sí, tuve que ir por él, previniendo que se le olvidara que hoy firmábamos el divorcio. Me imagino la escena: Alba, 10:00 a.m., parada afuera del juzgado intentando localizar a Santi. Los teléfonos del Estudio, por supuesto, cortados por exceso de pago y su celular, apagado. Maravilloso. Finalmente, a eso de las 11:00, contesta con su vocecita dulce, soñolienta, como si lo hubieran despertado de una siesta celestial: “¿Hola?” Y yo, ya transformada en pantera en celo con furia prehistórica, le suelto: “¡Pinche Santi! ¡No puedo creer que se te haya olvidado la firma del divorcio! ¿Dónde carajos estás? ¿Cómo es posible? ¡Todo te vale madres! ¿Y ahora qué? ¿Cuánto tiempo más vamos a seguir casados, ¿eh? Santiago, no me vengas con tus choros cósmicos que no nací ayer…”

Así que, para evitar el melodrama telenovela de Televisa (y porque ya me urge sacarlo de mi estado civil), fui por él. Salí de mi casita bañada, perfumada, desayunada, dientes relucientes, cama tendida, platos limpios… como debe ser, como me enseñaron mis papás: digna y ligeramente funcional. Y ahí estaba Santi, como salido de desastre natural: sin bañar, sin peinar, hecho un guiñapo… pero eso sí, con su sonrisa encantadora y esos ojazos verdes, que no le arranqué porque básicamente es delito.

En el coche tuvimos otra discusión, derivada de una copia de mi acta de nacimiento que Santi debió haber tramitado para el divorcio, porque se ofreció a hacerlo, y que juraba y perjuraba haber tramitado, yo sé de cierto que no lo hizo. Finalmente llegamos en punto al registro civil, con cara de turistas japoneses en la Ciudadela en la multitud de personas que venían a hacer trámites o, sin saberlo, a sucumbir al poder embriagador de las feromonas.  

Entre la multitud vislumbramos a dos borrachos de feromonas, que seguro no tenían (ni tienen) ni la más remota idea de cómo funciona el efecto de las feromonas o, lo más triste, cómo deja de funcionar dicho efecto. Los embriagados de feromonas se miraban tiernamente, como si el Registro Civil fuera Las Vegas y el amor, un juego de azar que claramente habían ganado; recuerdo que esa era la misma mirada que yo tenía cuando llegué embriagadamente ingenua al juzgado tres años atrás, ¡bueno! ¿Qué les puedo decir?:  Las feromonas, las feromonas. Más que el éxtasis, el LSD, los ácidos y demás sustancias alucinógenas, lo que realmente debería estar regulado en este país son las feromonas. Sí,  saboteadoras invisibles que hacen que uno pierda la compostura, el juicio y, en algunos casos, hasta el apellido. Si no se van a prohibir, porque todavía no se puede legislar al respecto, al menos la naturaleza podría ser un poco más generosa y permitir que el cuerpo humano las siga produciendo hasta que la muerte nos separe, como promete, con excesiva seguridad, el contrato civil de dudosa duración.

Finalmente, después de echar mano de mi gama más selecta de sonrisas para el secretario y Santi de sus rizadas pestañas que decoran sus hermosos ojos verdes, la jueza no pasó a firma. La jueza nos miró sin darnos importancia (o más bien, no lo hizo) y ni siquiera se molestó en fingir algún intento de reconciliación de último minuto, ni ese protocolo de psicología exprés que a veces sacan para cubrir el trámite con algo de humanidad y empatía.  Con la eficiencia de quien ya ha visto demasiadas versiones del mismo final, nos extendió un acta impresa en papel blanco y, sin levantar mucho la vista, nos pidió que verificáramos nuestros datos.

-“Abogada,” dijo, dirigiéndose a mí y dignándose, por primera vez, a mirarme a los ojos, “¿están correctos los datos?”.
-“Sí, señora jueza.”
-“¿Y los suyos, señor?”, añadió, con esa pausa breve que tiene más de notaría que de drama.

Entre abogados, las personas se dividen en dos categorías muy claras: los colegas… y el resto del mundo, la jueza lo dejó muy claro con su desdén hacia Santi. Ese día, Santi y yo éramos simplemente dos nombres impresos en un documento, esperando que la tinta deshiciera, sin más ceremonia ni drama que aquél que se había ya quedado en las paredes del consultorio de Caro de la Vega, nuestra terapeuta, lo que el amor y las feromonas extintas no pudieron sostener.

Apenas salimos de la firma, retomamos nuestros papeles con sorprendente naturalidad: yo reclamándole a Santiago su eterna impuntualidad y falta de compromiso; él diciéndome que soy una exagerada, que todo lo dramatizo y así, en esa familiar y agotadora coreografía de reproches, nos fuimos a desayunar tomados de la mano.

Camino al desayuno, con los dedos de Santi rozándome la pierna en señal de despedida, me pregunté, con algo entre rabia y resignación: ¿dónde están las benditas feromonas cuando uno más las necesita? ¿Dónde se esconden esas diminutas culpables de tanta locura, de tanto deseo, tanta promesa y tanta inversión económica perdida en meses sin intereses? Cuando más falta hacen, desaparecen: ¡Cobardes! ¡Silenciosas! ¡Pasivo Agresivas! Como si su contrato se hubiera terminado también sin tácita reconducción. 

A las feromonas se les comienza a cavar una tumba cuya primera palada de tierra es el famoso tubo de pasta dental apretado en 3 o 4 lugares diferentes, los demás se van acumulando el desgaste de lo cotidiano y culmina con el entierro del deseo y el tedio de la cama que conserva perennemente un hueco entre ambos cuerpos. Esta tumba de feromonas en el nicho lleva escrita la epístola de Melchor Ocampo, o el "lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre".

El 16 de agosto de 2005 ratifico mi divorcio, quedan todos invitados a llorar conmigo el entierro de las feromonas enardecidas que me llevaron a vivir 3 años al lado de Santi (bello él, no me mal interpreten; que sea bello no le quita lo inadecuado). A nuestras feromonas (les podemos llamar Pituca y Petaca, si quieren, para que no se sientan ofendidas después de que las declaro responsables directas de esta terminación contractual) Pituca y Petaca tendrán su correspondiente cortejo fúnebre el 16 agosto, a las 9.30 am. en el Juzgado 12 de lo civil. Serán veladas apaciblemente en la cama de la habitación principal que compartíamos en Pitágoras 38 B, sin llantos ni remordimientos, pero con nostalgia y una buena copa de vino tinto. Pituca y Petaca serán recordadas en cada portarretrato que yace ahora vacío, en el fondo de alguna caja de cartón que dice con plumón negro: “Artículos personales. Santiago” o en todos los coq-au-vin que pruebe en mi vida. Tendré nuevas feromonas,  volverán a sus danzas y borracheras indolentes en cuanto el tiempo haya logrado suturar las heridas de mi alma, pero Pituca y Petaca descansan en paz en otro espacio, en el recuerdo de sus ojos verdes, en Machu Pichu, en los desayunos que Santi siempre llevó a la cama, en su risa fácil, su bicicleta vieja, sus vicios ansiosos, todo su amor, todo nuestro amor. 

"Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre".

Besos y estrellas,
A.



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