sábado, 1 de diciembre de 2007

Allá donde tú estabas

En verdad os digo que el adiós no existe:
Si se pronuncia entre dos seres
que nunca se encontraron,
es una palabra innecesaria.

Si se dice entre dos que fueron uno,
es una palabra sin sentido.

Porque en el mundo real del espíritu
sólo hay encuentros y nunca despedidas,
y porque el recuerdo del ser amado
crece en el alma con la distancia,
como el eco en las montañas del crepúsculo.

Khalil Gibran



Bellini, WTC, viernes por la noche, vísperas de Navidad. La ciudad se viste de luces y tráfico desesperado, como siempre. Él la espera. Ha pedido una botella de Veuve Clicquot para celebrar el aniversario, intentando sorprenderla. Ella llega, como dicta su estilo personal, media hora tarde, ligeramente despeinada, apurada, desordenada. Lo saluda con un breve beso fugaz y, en su intento de sentarse, tropieza con su abrigo (el de él), deja caer la bolsa abierta y desata un pequeño apocalipsis. De su bolso emergen los tesoros del caos: un juego de aretes que creyó perdido en su último viaje de trabajo, dos panti-protectores, un encendedor, dos labiales y un gloss de toronja a medio usar, una cigarrera vacía, que nunca ha visto un cigarro, una cartera hinchada de bauchers ya vencidos, tres espejos (ninguno útil), una bolsa de maquillaje abierta como caja de Pandora, un enchinador de pestañas traidor, cápsulas de calcio, una botellita de agua casi vacía, un paquete de Kleenex, su Blackberry moribundo, y tres sobres cerrados que son casi gritos: American Express, Cablevisión, Telmex.

Él, sin inmutarse, se arrodilla y empieza a ayudarla a recogerlo todo. Ríe. Una risa franca, nostálgica, la misma de hace años, pero con un eco distinto. Le sigue haciendo gracia su caos, su torpeza. Ella también se ríe, mientras esconde la vergüenza con un gesto automático. Se sientan. Él le sirve champagne, sonríe, con la misma cara de quien cree que ha hecho una gran elección. Ella no lo corrige. No todavía.

Entonces suena su celular, el de ella. Ella empieza la excavación arqueológica en la bolsa, vuelve a sacar todo, encuentra el aparato.

- "Dame un minuto, corazón, es mi jefe", y se va caminando por el restaurante mientras habla con expresión de funeral.

Son catorce minutos. Él los cuenta. No por impaciencia, sino porque algo, muy dentro, comienza a sentir que su tiempo, el de ella, ya no le pertenece, a él. 

Ella cuelga, camina un poco más y se pierde en ese restaurante giratorio. Da dos vueltas y pasa junto a su mesa sin verlo. Él la deja, la observa, se ríe. Aún le parece adorable esa torpeza, por alguna razón, empieza a sentir nostalgia, le duele un poco, no sabe qué.

A la tercera vuelta, la toma del brazo. Ella se sorprende. Él le acerca la silla. Ella se sienta.

Él sirve otra copa. Brindan. Sonríen.

Él: "Salud, ¡ah!, por tu besos ¡Buen champagne!"
Ella: "Sí, muy bueno. ¿Cuáles besos?"
Él: (Con una risa breve) "¿Cómo que cuáles besos? Tus besos, en general".
Ella: "Ah! ¡Claro! Sí. Salud, mi amor". 

Ella comienza a hablar, desplegando la madeja de su día: el trabajo, que consume horas y paciencia; la casa, que siempre espera un milagro para ordenarse; la última visita al súper donde, como olvidó la lista, compró cosas que no necesitaba y olvidó las esenciales; la depilación láser que duele menos pero no desaparece, y el nuevo galán de su mejor amiga, que, según cuenta, parece salido de un promocional de la Época de Oro del Cine Mexicano. Él, paciente, se dedica a servirle champagne y a tomar su mano para llevársela al pecho, gesto que es eco del amor que todavía los sostiene. Ella, distraída, comenta que la chica del manicure está de incapacidad por maternidad y que sus uñas están hechas un desastre, y retira su mano porque se avergüenza de sus uñas. 

- "¡Felicidades, hermosa!", dice él, sonriendo.
- "Sí, felicidades... ¿por qué?", responde ella, sin levantar la guardia.
Él ríe, con esa risa que sabe a complicidad y a tiempo compartido,  "Ya son, ¿cuántos?, ¿tres años?"

Ella se sobresalta, como si hubiera despertado de un sueño en medio de una tormenta.

- "¿Hoy es 9 de diciembre?"
- "Sí, hasta las 12.00 de la noche", responde él, sereno.

Ella baja la mirada, culpable, y murmura:
- " Amor, perdóname, lo olvidé por completo. No tengo vida desde que empezó este proyecto en la compañía, pero, ¿sabes?, es muy importante para mí porque justo ahora...

La botella de champagne se termina. Ella interrumpe con una pregunta entre juego y verdad:

- "¿Cuáles besos?"

Él toma el resto de su copa, pide la carta con una mano firme y responde con una sonrisa que esconde una tristeza apenas disimulada:

- "Los de antes", dice él sin apartar la mirada del menú.
- "¿Los de antes?", replica ella, sus ojos buscando los de él en un acto silencioso de humildad.

Y en esa mirada, en ese momento, encuentra las primeras notas de abandono, un adiós disfrazado de ternura, acompañado del último champagne que beberían juntos. La mirada se prolonga, se hace dolorosa y es él quien rompe el silencio con palabras que duelen más que cualquier reproche:

- "Eres una persona maravillosa, han sido tres años adorables". 

A ella se le escapa una lágrima, lenta, inevitable. Con voz lábil dice:

- "Hace meses que no te doy un beso", y las lágrimas empiezan a brotar de sus ojos. 

Él aprieta su mano y la besa con suavidad, como si quisiera devolverle un poco de lo que se va. En ese instante, el mesero regresa a tomar la orden. Ella se limpia los ojos con la mano libre, toma su bolso y comienza de nuevo el ritual de sacar, una por una, las veinte cosas inútiles que siempre lleva consigo. Entre ellas, un estuche de lentes. Los de él.

Se los entrega sin decir nada. Él vuelve a besarle la mano, un gesto pequeño, un último puente.

Ella hace el mismo gesto y susurra:

- "Me tengo que ir"

Él la mira y en esa mirada la complicidad brilla, intacta, como un faro que no se apaga a pesar de la tormenta que se avecina. En silencio, se repiten todo el amor que se tuvieron y recuerdan cómo fue cuando se amaron, sin miedo ni distancia.

Él pregunta con un dejo de ironía triste:
- "¿Te vas sin cenar?"

Se ríen, dos amantes, que saben que esa noche volverán a ser dos extraños. Ordenan la cena y comparten los platos con un cuidado casi ceremonial. En cada bocado, en cada sorbo, en cada aliento, ella le devuelve a él el alma que él le compartió durante todo ese tiempo. Él, él se alimenta de su magia, de su fugacidad, y en cada bocado, en cada sorbo, en cada aliento, le devuelve uno a uno los secretos que ella dejó, sin saber, en su cama.


Para ti, "que has aprendido a vivir como si nada fuera eterno". Desde el recuerdo, siempre, querido Cronopio. 

Besos y estrellas, 
A.