jueves, 1 de febrero de 2007

El macho protector

“Voy a usar mi virilidad como pluma
para escribir en tu cuerpo de papel”
Y. Álvarez


Homosexualidad egodistónica, término que aprendí de memoria porque la palabra me gustó, desde el día uno de la clase de psicopatología y criminología en la universidad. En realidad no era una clase, era un taller opcional que Nami y yo decidimos tomar debido a nuestra tremenda propensión al estudio de los transtornos mentales. Después decidimos no sólo estudiarlos sino escoger algunas parejas como material de estudio y desarrollar una tesis sobre sus comportamientos, para después sufrir por nuestro propio transtorno y la inevitable separación. 

Si bien las clases eran todos los viernes de 6 a 9 de la noche, no nos importó mucho sacrificar las largas tardes de comidas por conocer un poco más del comportamiento humano; y así pasamos las tardes de los viernes durante dos semestres completos. Todos los viernes escuchábamos hablar de transtronos y su tratamiento en la comisión de delitos: los inimputables, los atenuantes de responsablidad, etc. Aprendimos los comportamientos de ciertas manías, neurosis, el efecto de las sustancias psicotrópicas, los grados de alcoholismo, el funcionamiento (o disfuncionamiento) del cerebro de los alcohólicos y, entre otras cosas, “los diferentes tipos de sexualidad” o “diferentes preferencias sexuales”. De ahí el término homosexualidad egodistónica, clínicamente significa: “estado de una persona con excitación homosexual no deseada y angustiante y que desea adquirir o aumentar su interés por la excitación heterosexual”. En términos coloquiales: una persona que aunque quisiera no puede salir del clóset, una vida muy frustrante. 

El fin de semana pasado aboradaba un avión para regresar al DF y estaba muy esperanzada en que me tocara como compañero de viaje alguien interesante con quien poder platicar. Siempre me ha pareceido muy romántico, aunque muy cliché, conocer en el avión al hombre de tu vida y enamorarte en un vuelo de Madrid a México. Conforme me acercaba al asiento 15A, ví a un hombre muy agradable: linda sonrisa, guapo, ojos oscuros, mandibula bien torneada, tez morena, manos grandes, se notaba que era alto aunque estuviera ya sentado, más joven que yo, pero, ¿cuál es el problema? Ya tengo experiencia en Primaveras Extraviadas. Entre más me acercaba la emoción me hacía pensar: "¡Uy! nuestros hijos serían guapísimos".

Tomé mi lugar junto a él; ¡con permiso! Sí, perdón, muchas gracias. Me esmeraba en inclinarme un poco para dejar ver mi pronunciado escote. Una vez que me instalé junto a él comencé alegremente la plática: me presenté, pregunté su nombre, a qué iba al DF y antes de despegar ya me las había ingeniado para enterarme de su situación sentimental: no tenía novia, había termiando con ella hacía 6 meses. No te preocupes, vamos a olvidarla juntos, pensaba mientras me detenía a observar detalladamente sus  cejas... ¿Están depiladas? Nunca había visto un hombre con cejas depiladas, más delineadas que las mías, ¡bueno! Está bien, empieza a estar de moda que los hombres también se interesen por su aspecto. Además, yo siempre me quejé de que Santi se bañaba, se vestía con lo primero que encontraba y se salía a la calle. Me pasaba horas rogándole que me dejara quitarle las cejas de Loco Valdés que por ahí se asomaban o persiguiéndolo con una crema para el contrno de ojos; nunca dio resultado.  

Se me agotó el repertorio de preguntas. Un fenómeno inusual en mí, debo decir. Me di cuenta, con cierta consternación, de que él, muy correcto eso sí, respondía cada una de mis inquisiciones con precisión quirúrgica, pero jamás devolvía el gesto con una sola pregunta propia. Nada. Ni un tímido: ¿y tú a qué te dedicas?, ¿te gustó Madrid?, ¿por qué tienes esa cara de sarcasmo contenido?... Nada.

No podía ser que no le resultara interesante. ¡Por favor! Soy una conversadora nata, tomo café y vinito con igual entusiasmo, soy multifacética, me adapto a casi cualquier escenario social, y, dato no menor, le caigo bien a los suegros, incluso a los difíciles. ¿Qué más se puede pedir?

Resignada, pero sin perder el estilo, saqué el encantador librito que mi amiga Andrea tuvo la brillante idea de regalarme: Cuentos para desvelarse en lunes. Sólo el título ya era un guiño a mis insomnios selectivos. Me sumergí en uno de los ejercicios que me recordó aquellos tiempos entrañables en el taller de creación literaria con Pili. El ejercicio consistía en lo siguiente: una frase, sin consigna, sin contexto, sin instrucciones. Un simple conjunto de palabras y, a partir de ahí, cada quien a hacer con eso lo que pudiera, o lo que su inconsciente le dictara. Una libertad absoluta... o el espejismo de ella.

Mientras él seguía inmerso en sus pensamientos, yo me entregué a la lectura, encantada de haber vuelto a mi elemento. Porque, a fin de cuentas, hay placeres más nobles que intentar encender una chispa donde claramente no hubo combustible. En aquella ocasión, Pili, siempre tan críptica, nos lanzó una frase sugerente: “seda oscura sobre sus piernas”. ¡Dios! A mí me pareció profundamente erótica, un susurro de sensualidad envuelto en terciopelo y seda. Pero, al parecer, fui la única que lo leyó de ese modo. El resto del taller terminó produciendo textos lúgubres, salpicados de muerte, traumas infantiles y dolores viscerales. Definitivamente, el erotismo es una experiencia tan íntima como subjetiva.

En el taller autoproclamado La Pensadora, en el cuento que estaba leyendo durante el silencio del avión, les tocó algo mucho más... doméstico, digamos: “waffles con pasitas”. Y, curiosamente, de esa mezcla tan inofensiva surgieron relatos encantadores, algunos realmente ingeniosos. Estaba absorta en esas páginas cuando hubo una ligera turbulencia y las azafatas comenzaron a emitir esas voces estudiadadas, ese ballet automático con el que nos amenazan, siempre con una sonrisa que se escucha a través del altoparlante, para explicarnos cómo sobrevivir a lo impensable.

Fue entonces cuando noté que mi vecino de asiento, el caballero de cejas impecablemente depiladas, sacaba un cuadernito con fórmulas y números y se sumergía en él con una concentración casi monástica. Un contraste encantador: él resolviendo ecuaciones; yo, entregada al aroma ficticio de unos waffles con pasitas y a la idea inquietante de unas piernas cubiertas de seda oscura, que podrían ser las de él.

Como dice mi amiga Lulis, “hemos nacido con la parte del cerebro que procesa el entendimiento de las matemáticas completamente necrosada”. Por lo tanto, encontré una nueva forma fácil de despertar la conversación: 

- “Oye, ¿qué haces?”
- “Ah, es que estoy haciendo un master en sistemas y tecnologías (de la no sé qué demonios)”

Apenas escuché “tecnologías de la no-sé-qué-demonios”, supe que estaba perdida. Dos cosas me ocurrieron de inmediato: la primera, una certeza casi divina de que no entendería ni una sílaba más de lo que estaba estudiando aquel hombre de hermosa piel canela y le recé al cielo con fervor para que no tuviera la brillante idea de explicármelo. La segunda, una aparición fantasmal cargada de melancolía: mi ex de las seis Primaveras Extraviadas, que hace tiempo pasó a formar parte del archivo muerto de lo imposible, como una novela inconclusa que uno se niega a releer pero tampoco borra. La verdad, ya no tenía claro si quería seguir conversando con el matemático en turno; yo estaba sumergida en relatos de waffles con pasitas, por amor a Dios. ¿Cómo se supone que una conjuga el olor a mantequilla derretida con la lógica binaria? ¿Dónde se encuentran el deseo y el algoritmo? Que alguien me lo explique, pero que lo haga en prosa poética y con voz grave, porque si me lo dicen en lenguaje de programación, me bajo del avión, así, en plena turbulencia. 

Resulta que el atractivo hombre de los números, al que ahora también le noté la boca ligeramente delineada, en respuesta a mi inocente y, francamente, retórica pregunta, no optó sólo por una oscura explicación sobre el funcionamiento de los sistemas (nunca entendí qué sistemas, pero da igual). No, además de eso, se lanzó, sin previo aviso, a contarme su biografía entera. Completita. Desde sus días gloriosos en el Tec de Monterrey, pasando por cada empleo, emprendimiento y taller de liderazgo que ha pisado, hasta su reciente desembarco en Madrid, donde estudia un máster importantísimo y se ha unido con fervor casi religioso “a esto del fitness”. Hasta que hablamos de fitness yo estaba entusiasmadísima: ya tenía su atención plena, seguro la novia se le había olvidado y ahora estaba pensando seriamente a dónde me invitaría a cenar ni bien aterrizáramos en el DF. 

- "¿Fitness?", pregunté curiosa. 
- "He bajado diez kilos, dijo con orgullo, y ahora me cuido muchísimo. Es fascinante el mundo del fitness".
- "¿Fascinante?, repetí sorprendida, ¡ay! ¡Qué curisosa selección de un adjetivo!"

Cuando entró en detalles sobre su piso madrileño (ubicación, metros cuadrados, precio de renta, vista parcial al supermercado, decoración, y las cenas que organizaba con sus amigos, en los que él era la Martha Stewart madrileña) yo ya me estaba acurrucando contra la ventanilla, abrazada mentalmente a mis waffles con pasitas, que al menos tenían la decencia de no hablar, y pensando involuntariamente en la palabra: egodistónico. Mientras él seguía con su monólogo inmobiliario-fitness, decoración y cuidadosos montajes de mesa, yo me repetía a mí misma con tono firme y maternal: "no habrá seda oscura sobre sus piernas". 

Finalmente, después de casi dos horas de monólogo ininterrumpido, donde lo único que respiraba era un lado femenino bastante desarrollado, el caballero de los números decidió tener el gesto humanitario de preguntarme quién era yo, cómo me llamaba y qué hacía con mi existencia. Un detalle, la verdad. Generalmente soy bastante parlanchina, muy de compartir la biografía no autorizada en menos de cinco minutos, pero en ese momento ya solo quería preservar mi dignidad y no ser rechazada tajantemente, como billete nuevo en un cajero de estacionamiento.

Cuando llegamos al glorioso tema de los “galanes”, le conté que estaba en break (¡ay, cómo me gusta esa palabrita, suena a algo temporal pero ligeramente dramático y con el final inevitable que todos conocemos), con el Ingeniero en Electrónica y Redes de Comunicación, que resultó ser bastante maniático y muy celoso. 

-“Hace algo muy parecido a lo que tú haces, creo… nunca lo entendí del todo. Supongo que nuestro problema fue esa intersección imposible entre la literatura y el lenguaje binario. Un romance condenado desde la primera línea de código”.

Y en medio de esa conversación ya de por sí tan llena de matices existenciales, solté mi pregunta estrella, la que lanzo cuando quiero parecer profunda pero también un poco quejumbrosa:

-"Dime tú ¿cómo se sobrevive a la eterna falta de entendimiento entre humanistas y matemáticos?"

Él me miró como si yo acabara de pedirle que resolviera la paz mundial con una ecuación. Y yo solo quería waffles, con pasitas; la seda oscura iba a descansar sobre mis piernas, en una cama vacía. Finalmente contestó: 

- "Yo la verdad no creo eso, mis últimas dos novias han sido psicólogas". 
- "¿Novias?", pregunté, con esa mirada escudriñadora de detective aficionado que, con la lectura correcta, decía: tranqui, soy LGBT ally, lo que sea está bien conmigo, aunque hubiera estado mucho mejor esas sábanas de seda oscura, pero no me digas que has tenido novias porque honestamente no te creo ni medio byte”.

- "Sí, varias".  

- "¡Ah!", respondí, fingiendo interés, aunque pensando: bueno, tal vez se animó a salir del clóset el día que decidió depilarse las cejas, nunca es tarde para florecer.

- "La verdad es que las españolas son muy liberales, continuó, no buscan un novio, solo quieren salir, divertirse un rato y de vez en cuando echarse un polvo".

Ajá… cuatro meses en Madrid y ya te sientes madrileño con vocabulario y todo, ¿no? Guapo amigo egodistónico, mira, si vas a ser vulgar, sélo con estilo nacional: di “una buena cogida” y listo. No seas pretencioso.

- "¡Ah!, mira", dije, mientras pensaba: eso, justo eso, creí que era lo que todos los hombres querían. Este claramente no. Y con la misma espontaneidad que usé para pedir otra copa de vino, solté:

- "Oye, pero no te lo tomes a mal… ¿no estarás buscando donde no?"

Me miró como si acabara de preguntarle si prefería dividir entre cero o besar a su primo.

- "¿Perdón?"

- "Sí, o sea, tal vez darle chance a un guapo chico..."

-"¡Ja, ja, ja! No, ¿cómo crees? ¿Por qué lo dices?"

¿Por qué lo digo? Bueno, porque tienes más ademanes que un comercial de shampoo, esas cejas tuyas me están distrayendo más que mi novela, tus labios están delineados y lees revistas de Martha Stewart. 

- "Pues no sé, me hice un poco la inocente, tus gestos, tu forma de hablar, tus… cejas, dije, con mi mejor sonrisa de: “todo bien, tú échalo pa' fuera si quieres, mis vecinos están guapísimos y súper en el fitness fascinante”".

- "¡Ah! Mis cejas… bueno, es que me hice un book, ¿sabes lo que es?"

Sí, sí sé lo que es un book, idilio frustado con brazos de concurso. Estuve casada con un fotógrafo, no vivo debajo de una piedra. Pero, y tú, querido, eres ingeniero, ¿por qué te hiciste un book? ¿Ves por qué sospecho?

- "Sí, sé qué es un book. Pero… ¿por qué te hiciste un book?"

- "Un amigo mío, que es fotógrafo, me dijo que me hacía uno. ¡Ah! con el que te conté que me fui a las Canarias de vacaciones". 

Claro:  tres semanas de vacaciones con tu amigo fotógrafo en una isla… ¿y tú todavía te sorprendes de mis preguntas?

-"Pero para hacerme el book tenía que tener las cejas arregladas. Me ofreció llevarme y… bueno, me las hice". 

Me quedé en silencio, metida otra vez en mi librito, esperando que ahí muriera la historia del book. Pero no, claro que no.

-"Bueno, ahora además está de moda, ¿no?"

-"¿Qué?"

-"Esto… o sea, este estilo gay, medio angrógino, como David Bowie. A las mujeres les llama mucho la atención. Como que se ponen un reto, tipo: “yo a éste lo hago hombre”".

Lo miré con la misma cara con la que uno mira a alguien que acaba de mezclar Coca-Cola Light con un buen Malbec.

- "Mira… pues no, ¿eh? A mí, al menos, no. Para nada y no tengo muchas amigas que tengan esa preferencia", somos otra generación. 

Y ahí, justo en ese instante, creo que el apuesto hombre del book, las cejas depiladas y el culto al fitness entendió que si su intención era prenderme alguna chispa de interés, la chispa ni encendió, ni chispeó, ni tenía gas. El silencio se instaló. Yo me devoré como seis cuentos, él sacó su laptop (porque todos los ingenieros vienen con una integrada, parece) y se puso a ver una película.

Me asomé con todo el descaro del mundo a la pantalla de su lap, ¿qué querían?, llevaba tres horas y media oyéndolo hablar de proteínas, mesas con velas de colores, sistemas, cejas y books y me había quedado claro que ninguna cena (de esas que a mí me gustan) seguría llegando a México y mucho menos un café a la mañana siguente, entre las sábanas de seda. Tenía derecho a un poco de entretenimiento visual.

- "¿Qué película es?", pregunté, como quien no quiere la cosa.

- "¡Ah! 'Diario de una Pasión', ¿la viste?"

¿La vi? No, corazón, no la vi. Me advirtieron que era tristísima y, además, ¡es una de esas películas que las chicas ven con Kleenex en una mano y helado de chocolate en la otra! Andrea lloró como si le hubieran cancelado su boda y Kuki ni se diga, tuvo que hidratarse con electrolitos después de tanto sollozo. Te lo juro por mis hermosos senos que nunca volteaste a ver: si no eres gay, eres presidente del club de fans de Ryan Gosling.

En fin. Cerré mi libro, me recargué en la ventanilla y me puse a filosofar. No sobre él, que ya me había dado todo el contenido para escribir tres ensayos, sino sobre la belleza de la diversidad. Pensé en lo hermoso que es cuando alguien, hombre o mujer, puede abrazar su manera de ser con toda la confianza del mundo: si eres varonil, bien por ti; si eres delicado, también; si eres drag, aplausos dobles. Lo importante es que uno se sepa querer como es, sin forzar poses ni arrastrar trauma, ceja bien depilada y el novio fotógrafo de la mano, ¿por qué no? Y, por supuesto, no pienso que sea gay solo porque le gustan las chick flicks, se depila las cejas y mueve la mano como si diera clase de flamenco en Sevilla. No, todavía no tengo prejuicios tan elevados. Los míos son bajitos, discretos, con sandalias hippies y buen humor, pero vamos a lo importante: ¿en qué momento exacto empezó a considerarse atractivo que el hombre tuviera las cejas mejor definidas que las de su novia? ¿En qué año se volvió sexy que su lado del baño pareciera un stand de Sephora, con más cremas, tónicos y sueros que el mío? ¿En qué capítulo del apocalipsis alguien dijo que era varonil ordenar una ensaladita con vinagre balsámico, dos aceitunas negras y limonada con poco jarabe, mientras una se estaba imaginando su filete término medio, papas a la francesa y una buena botella de Chianti?

Les comento que alguna vez leí en un librito, de cuyo nombre no puedo acordarme, pero que sin duda tenía letras y página, que, desde un punto de vista biológico animal, las mujeres nos sentimos naturalmente atraídas por los machos fuertes, anchos de hombros y de voz cavernosa. Es puro instinto, amigas: nos hace tilín el brazo que parece muralla, el cuerpo de espantapájaros no tanto. Pero ojo, amigos delgados, finitos, suaves y delicadamente hidratados: esto es solo instinto, no sentencia; es animal, hemos evolucionado. Luego viene el intelecto y dice “hola, soy el criterio”, y con eso nos conquista el de gafas, poesía y análisis profundo del existencialismo en una terraza con vermut.

Ahora, eso sí: personalmente, me cuesta que me atraiga un hombre que parece recién salido de una editorial de moda femenina. Me pierdo cuando hay tanto brillo, tanto gloss y tanta postura ¿Dónde quedaron esas feromonas crudas, esas axilas que huelen a leña y a responsabilidad emocional? Pensé en Santi, en el ex de las Primaveras Extraviadas, estos son hombres: altos, fornidos, ¡uy! Esos pectorales con Primaveras Extraviadas. Amigos, consejo con cariño: no disfracen su esencia con colonia de diseñador ni posturas de catálogo. Dejen que la barba de dos días haga su magia, que la voz no se module como locutor de audiolibro de meditación y que el cuerpo se mantenga sano, sí, pero no tan pulido como mármol romano, como escultura de Migel Ángel. Eso ya es demasiado museo y poca cama.

La masculinidad, para mí, es ese equilibrio glorioso entre lo natural y el cuidado. Es la camiseta sencilla, el olor a piel con un dejo de loción y la seguridad de saber que su función no es deslumbrar, sino proteger, contener, levantarte en brazos, que Martha Steweart seas tú. Nosotras, las delicadas, bien perfumadas y perfectamente cejilizadas, que no nos quiten el trono:  porque el manicure francés no se hace solo, señores, los pilates no se se levantan en vano y caminar en tacones es un arte. 

Besos y estrellas,

Esta amiga suya, hembra fina y delicada, que ahora no tiene manicure francés porque hacérselo en Madrid era muy caro.