"La edad no se cuenta, se vive"Anónimo
A mi novio se le perdieron en alguna parte unas seis primaveras, mismas que yo adquirí por error, asumo que las compré porque estaban de oferta en alguna tienda departamental y no me gusta dejar pasar las ofertas. Como resultado de estas primaveras extraviadas nuestra relación tiene una amplia gama de diferencias que hacen de mi vida una rueda de la fortuna (favor de notar esta metáfora, es compleja, muy profunda y poco socorrida; significa que unas veces se está arriba y otras abajo).
El novio de las seis primaveras extraviadas vive en casa de sus padres, como se estila a su edad y en este país. Yo vivo sola, como se estila cuando se es divorciada y no se tiene intención de volver al seno familiar. Él es ingeniero, estructurado y de pensamiento matemático y poco folklórico. Yo soy abogada de derechos autorales ("la hermanita bohemia del derecho"), de pensamiento disperso, muy propensa al folklore y al vino tinto. Él es mesurado; para mí “la mesura es puro terror”.
En ocasión de las fiestas decembrinas, mi agenda se llenó de compromisos triviales y entretenidos en donde no hay mesura pero sí mucho vino. El novio de las primaveras extraviadas vivó un diciembre no acorde a su edad, mismo que, supongo yo, le supo a madera vieja y a madurez extemporánea; aunque, al parecer, esta mezcla le resulta agradable y, por el momento, entretenida. Imagino que, de no estar en su vida, su diciembre hubiera transcurrido (al lado de una mujer con quien contara las mismas primaveras) en barecillos y antros que sirven chelas hasta las 2.00 de la mañana, hora a la cual hubiese tenido que entregar a la mujer en casa de sus padres (sus padres suyos de ella, como es de suponerse). En vez de esto, el novio vivió episodios entretenidos en restaurantes de moda y reuniones donde se habla de cine, política y viajes a Europa y otros episodios no tan entretenidos, como la compra de un postre para una cena con colegas abogados a quienes no veía hace tiempo. Me había comprometido a llevar el postre, algo que hago muy seguido, no llevar los postres a las cenas, sino comprometerme a cosas que posteriormente me resulta casi imposible cumplir.
Daban casi las 7.30 pm. Yo salía de una junta, tenía que mandar un mail, hablar con los abogados externos, guardar todo lo que había sobre mi escritorio que pudiera ser considerado “información confidencial”, lavarme los dientes y sacar el “kit-manita de gato” en menos de una hora. Misión imposible, como siempre: iba a llegar tarde.
Mientras redactaba el mail y guardaba los expedientes y carpetas que estaban sobre el escritorio, le llamé al novio de las seis primaveras extraviadas, a quien yo llamaba en broma Melocotón, y que había salido de su trabajo casi un par de horas antes. Él se encontraba en su casa realizando la importante tarea de platicar con su hermano y tal vez jugar un poco algún juego de video de esos que a mí me cuesta tanto trabajo incluso recordar el nombre. Mi intención era solicitar ayuda urgente. Puse el altavoz para utilizar mis dos manos en la redacción del mail y mis ojos en detectar cualquier otra cosa que debiera ser guardada minuciosamente.
-“Hola Melocotón, ¿cómo vas?”
-“Bien, preciosa, ya fui a cortarme el pelo y estoy platicando con Jorge”.
-“¡Ah!, ¡qué padre! Oye, ¿podrías hacerme un favorcito? Se me complicó la tarde y no me da tiempo de comprar el postre y el vino, ¿podrías pasar a comprar un postre por favor?”
En este punto me esperaba la respuesta que yo hubiera dado sin chistar: “sí, amor, no te preocupes, me encargo”; sin embargo, recibí una respuesta para la cual mi mente ocupada en tres diferentes cosas más no estaba preparada:
-“Sí, claro, ¿como de cuánto compro el postre?”
-“Mmmmhhhh, ¿perdón?” (igual no entendí bien).
-“Sí, como de 200, 300 pesos?”
(¿Cómo?, no entiendo la pregunta, ¿qué contesto? ¿Será poco adecuado encargar un postre caro a un novio con primaveras extraviadas? ¿Cuánto cuesta un postre? ¿Qué es caro para un postre?)
-“Pues, no sé, ¡qué pregunta tan extraña! (Risa nerviosa, mía, no de él. Creo firmemente que él estaba seguro de que estaba haciendo la pregunta adecuada) De lo que quieras, si quieres luego te lo pago, no hay bronca”.
-“No, no es por eso, es porque me imagino que quieres quedar bien, ¿no?” (Ajá, pero, ¿y eso qué cuernos tiene que ver con el precio del postre? ¿Será que la gente piensa: "Mira, ¡qué bien esta Alba, ¡eh! Trajo un postre súper caro").
-“O sea, sí, obvio quiero ‘quedar bien’ (¿pero qué entenderá este hombre por quedar bien?, ¿llevar servilletas decoradas?), pero no tengo idea de cuánto cuestan los postres. Lleva algo que se te antoje y ya.”
(Solo espero que no llegue con una mantecada Tía Rosa, ¿no? ¿Tendré que explicarle que el pan dulce Bimbo pierde validez como ofrenda social cuando uno ya rebasó los treinta? ¿O será que en los veintialgo aún no manejan ese nivel de protocolo básico?)
—“Ah, bueno, está bien… ¿Algo como qué? ¿Un pastel de chocolate?, ¿de nuez?, ¿un pie?”
(No tengo idea, joven. ¿De verdad tengo que contestar esto? ¿No puede usar su criterio adulto y resolverlo solito mientras yo pienso en cómo redactar una cláusula penal sin abrirme una demanda de nulidad por ambigüedad? Llevo 12 minutos atrapada en esta conversación absurda. ¿Y si mejor le digo que sí lleve las mantecadas Tía Rosa?)
—“A ver, corazón, estoy escribiendo un mail urgente que tengo que mandar antes de salir. Pero claro que sí, voy a cerrar todo para concentrarme exclusivamente en la trascendental misión del postre y su precio.”
Con esta ironía supuse que mi novio contestaría: “bueno, no importa, preciosa, yo veo qué hago. Sigue con tu chamba y al rato paso por ti”. Pues no, resulté bastante mala para suponer cómo reacciona el sexo opuesto, sobre todo cuando las primaveras se le han extraviado en alguna chamarra de piel, que se le ve tan bien en esa hermosa y ancha espalda, ¡listo! Ahora recuerdo y visualizo claramente por qué seguimos juntos. Su respuesta fue: “ok. Te espero”. (What?) Dejé de redactar mi mail y puse mis 5 sentidos en el dilema del postre:
-“Amor, no sé, cualquier cosa. En El Globo venden unas mini tartaletas de diferentes sabores. Eso está bien, así hay para escoger postre”.
-“Ah, sí, ya sé cuáles. ¿Cuántas compro?” (de pronto me vi atrapada en una conversación sin sentido sobre las tartaletas del Globo, conversación en la que ciertamente no quería participar ¿Cómo que "¿cuántas compro?", ¿por qué no mejor le encargué el vino? De ese podría decirle cuál y en dónde comprarlo y me hubiera tomado 3 minutos. De acuerdo, concentrémonos de nuevo en la espalda y los pectorales...)
-“No sé, somos 6 invitados”.
Imploraba por un “ok. Al rato nos vemos”, pero ¡no! El terrible caso de la complejidad del postre se prolongaba:
-“¡Ah!, unas ¿seis entonces? O ¿dos por persona?”
-“Compra las que quieras. Mejor sí dos por persona, lo de menos es que sobre” (Pectorales, brazos, espalda... ok, respira, ¡tú puedes!).
Por fin me dijo ok. Nos despedimos, colgamos, 20 minutos más tarde. Desconcentrada completamente de lo que estaba haciendo del trabajo y tuve que volver a retomar mis labores ¿Sabían que cuesta aproximadamente 10 minutos volver a ganar la concentración perdida en una labor? De pronto mi mente volaba en un asombro absoluto por lo complicado que había sido encargarle un postre al novio. ¿Sería la edad? ¿Sería simplemente el género? ¿Sería igual si mi novio tuviera mi edad? ¿Será que en verdad la diferencia de edad va a terminar por separarnos y éste es sólo el principio? No importa, pensé de nuevo en esa maravillosa espalda y los pectorales y demás zonas que por pudor callo. Mi novio llegó con 12 mini tartaletas del Globo y un traje impecable, no apropiado para una cena informal, de hecho, era el único de traje. Durante la cena pensé que todo era delicioso: volver a ver mis colegas, la cena, el postre y ese novio que había, incluso, usado un traje para la cena con su novia mayor que él, para estar a la altura. La vida es una delicia y las primaveras extraviadas, también.